En cierto momento me encontré con que de nuevo tenía a Sevket ante mí. Se me acercaba decidido y yo supuse que, como ocurre entre algunas tribus árabes de la Transoxiana y los circasianos de la montañas del Cáucaso, el hijo mayor de la casa no sólo besaba la mano del invitado cuando éste llegaba sino también cuando él mismo salía y, pillado por sorpresa, le extendí la mano para que me la besara y se la llevara a la frente. En ese momento oí que Seküre se reía en un lugar no muy lejano. ¿Se reía de mí? Me puse nervioso y, como única salvación, agarré a Sevket y le besé en ambas mejillas por si aquello era lo que se esperaba de mí. Mientras lo hacía le sonreí a mi Tío para demostrarle que era consciente de que le había interrumpido pero que no quería ser irrespetuoso en absoluto y, por otro lado, olí cuidadosamente al niño por si conservaba algún rastro del aroma de su madre. Cuando quise darme cuenta de que me había metido en la mano un papelito, Sevket ya se había dado media vuelta y había comenzado a alejarse.
Apreté con fuerza el papel en el puño, como si se tratara de una joya. Cuando asimilé lo suficiente que se trataba de una nota que me enviaba Seküre estuve a punto de sonreírle estúpidamente a mi Tío de pura felicidad. ¿No era aquello, por poco que fuera, una prueba definitiva de que Seküre me deseaba violentamente? De repente y de una manera totalmente inesperada nos imaginé a Seküre y a mí haciendo enloquecidamente el amor. Creí de una forma tan desmedida que aquel hecho tan increíble que me estaba imaginando se haría realidad en breve, que me di cuenta de que estaba teniendo una erección en el momento más inoportuno, delante de mi Tío. ¿Lo habría notado Seküre? Para enfocar mi atención hacia otro lugar escuché durante largo rato lo que me contaba mi Tío.
Mucho después, cuando mi Tío se estiró para mostrarme otra página ilustrada del libro, abrí la nota, que olía a madreselva, y vi que no había nada escrito en ella. No pude creérmelo y empecé a darle vueltas.
– Una ventana -me decía mi Tío-. Usar la perspectiva es como mirar el mundo por una ventana. ¿Qué es ese papel?
– Nada, señor Tío -le respondí pero después aspiré largamente el aroma del papel.
Después del almuerzo, como no quise usar el orinal de mi tío, le pedí permiso y fui al retrete del jardín. Aquello estaba frío como el hielo. Acabé a toda velocidad para que no se me enfriara demasiado el trasero y estaba saliendo cuando Sevket apareció de una manera silenciosa y furtiva ante mí, como si me cortara el paso. En la mano llevaba el orinal lleno de su abuelo, todavía humeante. Entró en el retrete y lo vació. Una vez fuera clavó sus hermosos ojos en los míos mientras hinchaba sus regordetas mejillas.
– ¿Has visto alguna vez un gato muerto? -me preguntó. Su nariz era exactamente la misma de su madre. ¿Nos estaba vigilando ella? Alcé la mirada pero los postigos de la mágica ventana del segundo piso en la que había visto a Seküre por primera vez después de tantos años estaban cerrados.
– No.
– ¿Quieres que te enseñe el gato muerto de la casa del Judío Ahorcado?
Salió a la calle sin esperar mi respuesta. Fui tras él. Anduvimos cuarenta o cincuenta pasos por la calle fangosa y helada y entramos en un descuidado jardín. Todo olía a hojas húmedas y podridas y a moho. El niño avanzó con paso decidido, como si conociera el lugar perfectamente, en dirección a una casa amarilla, que parecía oculta en un rincón sombrío algo más allá de unos tristes almendros e higueras, y entró en ella.
La casa estaba completamente vacía pero también estaba seca y algo cálida, como si estuviera habitada.
– ¿De quién es esta casa?
– De los judíos. Cuando el hombre se murió, su mujer y sus hijos se fueron al barrio judío que hay por el muelle de Yemis. Ahora quieren que la buhonera Ester les venda la casa -fue hasta un rincón del cuarto y volvió-El gato ya no está, se ha ido.
– ¿Cómo puede irse un gato muerto?
– Mi abuelo dice que los muertos pueden andar.
– Pero no ellos -le respondí-, sus espíritus.
– ¿Cómo lo sabes? -apretaba entre sus brazos muy serio el orinal.
– Lo sé. ¿Vienes mucho por aquí?
– Viene mi madre con Ester. Por las noches vienen los fantasmas pero a mí esto no me da miedo. ¿Has matado a algún hombre?
– Sí.
– ¿A cuántos?
– No a muchos. A dos.
– ¿Con una espada?
– Sí, con una espada.
– ¿Andan por ahí sus espíritus?
– No lo sé. Según los libros, deberían hacerlo.
– El tío Hasan tiene una espada roja tan afilada que te corta sólo con tocarla. Tiene también un puñal con rubíes en la empuñadura. ¿Mataste tú a mi padre?
Hice un movimiento con la cabeza que no quería decir ni sí ni no.
– ¿Cómo sabes que tu padre está muerto?
– Eso dijo ayer mi madre. Que ya no iba a volver. Lo había soñado.
Si se nos presenta la ocasión siempre preferimos creer que hacemos por un objetivo más loable las maldades que estamos dispuestos a hacer por nuestros miserables intereses, por los sentimientos que nos hacen arder de pasión o por el amor que nos convierte en seres desilusionados y así, en ese momento, decidí una vez más que yo sería el padre de aquellos huérfanos y por eso escuché con aún más atención a su abuelo, que al regresar a la casa volvió a describirme el libro cuyas ilustraciones y texto debían ser completados.
Comencemos por las ilustraciones que me mostró mi Tío, por ejemplo por el caballo: a pesar de que no hubiera ningún ser humano en la pintura y de que alrededor del caballo todo estuviera vacío, no me atrevería a decir que era sólo la imagen de un caballo. Allí estaba el animal, pero estaba claro que el jinete se había apartado a un lado o, quién sabe, que estaba a punto de salir de detrás de alguno de los arbustos pintados al estilo de Kazvin que había al fondo. Y eso podía comprenderlo, lo quisiera o no, por la silla del caballo y por los ricos motivos que la adornaban. Quizá estaba a punto de aparecer alguien armado con una espada junto al caballo.
Estaba claro que mi Tío le había pedido a algún maestro ilustrador que había llamado en secreto que le pintara la imagen de un caballo. Y como dicho ilustrador sólo podía pasar al papel la imagen de un caballo que tenía enterrada en la mente como un modelo invariable empezando a dibujarla de memoria como parte de una historia, así fue precisamente como comenzó a hacerla. Pero era evidente que mi Tío, inspirándose en los métodos de los maestros francos, había intervenido en muchos detalles de la pintura del caballo, surgida de otras parecidas que el ilustrador debía de haber visto miles de veces en escenas de batallas o de amor. Por ejemplo, diciéndole: «No pintes el jinete» o: «Haz ahí un árbol. Pero ponlo atrás y que sea pequeño».
Aquel ilustrador llegado de noche se sentaba ante el escritorio con mi Tío y trabajaba con entusiasmo a la luz de las velas en aquellas extrañas y anómalas pinturas que no se parecían en absoluto a las escenas a las que estaba acostumbrado y que se sabía de memoria, tanto porque mi Tío le pagaba un buen dinero por cada una de ellas como porque en realidad le atraía aquella extraña manera de pintar. Pero, justo como le ocurría a mi Tío, también llegaba un momento en que el pintor ya no sabía qué historia adornaba e ilustraba la imagen del caballo. Lo que mi Tío esperaba de mí era que observara aquellas pinturas medio venecianas, medio persas y que le escribiera una historia adecuada para la página opuesta. No tenía otro remedio que escribirlas si quería poseer a Seküre, pero no se me iba de la cabeza lo que el cuentista había narrado en el café.