Mis piernas, siempre más inteligentes que mi cabeza, me condujeron por sí solas hasta la calle del señor Tío. Me refugié en un rincón y contemplé largo rato la casa todo lo que me permitía la oscuridad. ¡Una grande y extraña casa de rico, de dos pisos y rodeada de árboles! No sé en qué parte de la casa está Seküre. Intenté pintar en mi imaginación cómo vería a Seküre detrás de qué postigo si pudiera ver la casa partida en dos como cortada con un cuchillo, como ocurre con algunas pinturas hechas en Tabriz en tiempos del sha Tahmasp.
La puerta se abrió. En la oscuridad vi que Negro salía de la casa. El Tío miró con cariño a Negro desde la puerta del patio y luego la cerró.
Incluso mi mente, tan dada a las fantasías, pudo extraer de lo que había visto las tres conclusiones siguientes de manera inmediata y dolorosa:
Uno: El señor Tío hará que Negro acabe el libro, nuestro libro, porque resulta más barato y menos peligroso que nosotros.
Dos: La hermosa Seküre se casará con Negro.
Tres: Lo que decía el pobre Maese Donoso era cierto. Lo había matado en vano.
En este tipo de situaciones, o sea, cuando nuestra despiadada mente extrae la amarga conclusión a la que nuestro corazón se niega a llegar, todo nuestro cuerpo se rebela contra ella. En un primer momento la mitad de mi mente se opuso con todas sus fuerzas a esa tercera conclusión, que me había convertido en un miserable asesino que había matado por nada. Mientras tanto mis piernas volvieron a ser más rápidas y lógicas que mi mente y me pusieron en persecución del señor Negro.
Habíamos pasado un cierto número de calles cuando pensé en lo fácil que sería matar a Negro, que caminaba tan contento de la vida y de sí mismo delante de mí, y en cómo eso me libraría de tener que enfrentarme a las dos primeras conclusiones a las que mi mente había llegado y que amargaban mi alma. Incluso, en ese caso no le habría destrozado el cráneo en vano al pobre Maese Donoso. Si ahora corría diez o doce pasos, alcanzaba a Negro por detrás y le descargaba un golpe en la cabeza con todas mis fuerzas, todo continuaría como antes y el señor Tío me mandaría llamar para terminar el libro. Pero una parte más honesta y prudente de mi mente (¿qué es la honestidad la mayor parte de las veces sino miedo?) me seguía diciendo que el miserable al que había matado y tirado al pozo era realmente un calumniador. Si eso era cierto, significaba que no lo había matado en vano y el Tío, que no tenía nada que ocultar con el libro que estaba haciendo, seguiría llamándome a su casa.
Pero en cuanto miraba a Negro caminando delante de mí comprendía que no ocurriría nada de aquello. Todo era una ilusión. Negro era más real que yo. A todos nos pasa: después de forjarnos fantasías durante semanas y años creyendo que estamos pensando con lógica, un día vemos algo, una cara, un vestido, un hombre feliz, y de repente comprendemos que ninguno de nuestros sueños se hará realidad, por ejemplo, que nunca nos concederán la mano de tal muchacha, o que nunca nos ascenderán a cual puesto.
Miraba la cabeza de Negro, su nuca, el movimiento de sus hombros, su irritante manera de andar -como si concediera al mundo la gracia de sus pasos-, con un odio profundo que envolvía mi alma con una cálida sensación. Los hombres como Negro, ajenos a cualquier remordimiento, con un futuro dichoso por delante, creen que el mundo entero es su casa y abren cualquier puerta como un rey que entrara en sus establos y rápidamente nos desprecian, a nosotros, a los de dentro. Me contuve a duras penas para no coger una piedra del suelo y darle con ella en la cabeza.
Mientras ambos, dos hombres enamorados de la misma mujer, avanzamos dando vueltas y revueltas, subiendo y bajando por las calles de Estambul, él delante, yo siguiéndole sin que se dé cuenta, y pasamos fraternalmente por calles solitarias entregadas a las manadas de perros para sus batallas, por solares producidos por los incendios donde vigilan los duendes, por patios de mezquitas en cuyas cúpulas se apoyan los ángeles para dormir, junto a cipreses que hablan en susurros con los espíritus, a cementerios cubiertos de nieve que hierven de fantasmas, poco más allá de bandidos que estrangulan a sus víctimas, por entre interminables muros, tiendas, establos, monasterios, fábricas de velas y guarnicionerías, pienso que no lo estoy siguiendo, sino imitándolo.
24. Me llamo Muerte
Como podéis ver, soy la Muerte, pero no debéis tener miedo porque al mismo tiempo soy una pintura. No obstante, puedo leer en vuestros ojos que me teméis. Me agrada que os dejéis llevar por el terror como si os enfrentarais a la mismísima muerte aunque sabéis que no soy real, como niños que se dejan llevar por el juego al que están jugando. Al mirarme notáis cómo os lo haréis en los pantalones cuando llegue ese momento último e inevitable. Esto no es una broma; cuando se enfrentan a la muerte, a los hombres se les suelta la tripa, especialmente a la mayoría de ésos con corazón de león. Por eso los campos de batalla cubiertos de cadáveres que hemos pintado miles de veces no huelen, como se cree, a sangre, pólvora y armaduras recalentadas, sino a mierda y a carne putrefacta.
Sé que es la primera vez que veis una pintura de la muerte.
Hace un año un anciano alto, delgado y misterioso llamó a su casa al joven maestro ilustrador que me pintó. En la sala de dibujo en penumbra de una casa de dos pisos, le agudizó la mente al joven ilustrador ofreciéndole un café con aroma de ámbar y textura sedosa. Después, entre las sombras de una habitación de puertas azules, le mostró resmas y más resmas del mejor papel de la India, pinceles cuyas cerdas eran de pelo de ardilla, hojas de pan de oro, todo tipo de cálamos y cortaplumas de mango de coral insinuando que le pagaría muy bien, lo que animó al maestro ilustrador.
– Dibújame a la muerte -le dijo luego.
– No puedo dibujar la muerte sin haber visto ninguna imagen suya en mi vida -le contestó el ilustrador de prodigiosas manos que habría de pintarme más tarde.
– Para dibujar algo no es absolutamente necesario haber visto antes su imagen -le replicó el apasionado y delgado anciano.
– Sí, puede que no sea necesario -le contestó el maestro ilustrador que me pintó-. Pero si quieres que la pintura sea perfecta, como las que hacían los maestros antiguos, debe haber sido dibujada antes miles de veces. Por muy experto que sea un ilustrador, la primera vez que pinta algo lo hace como un aprendiz, y eso sería indigno de mí. No puedo ignorar mi maestría dibujando una imagen de la muerte porque para mí sería como morir.
– Entonces eso quizá te ayude a acercarte al tema -repuso el anciano.
– Lo que nos convierte en maestros no es haber vivido el tema de la pintura sino, precisamente, no haberlo vivido.
– En ese caso la maestría debería ser presentada a la muerte.
Y así se entregaron a un sutil diálogo lleno de dobles sentidos, insinuaciones, paronomasias, referencias y alusiones, como corresponde a dos ilustradores respetuosos con los maestros antiguos y con su propio talento. Sé que relatar al completo aquella discusión que con tanta atención escuché, pues se trataba de mi existencia, aburriría a los distinguidos ilustradores presentes en este café. Simplemente me gustaría decir que el asunto llegó al punto siguiente:
– ¿Cuál es el criterio para medir la habilidad de un ilustrador? ¿El que lo pinte todo con la perfección de los maestros antiguos o que introduzca en la pintura motivos que nadie ha podido ver? -preguntó el inteligente ilustrador de milagrosas manos y bellos ojos. Se mostraba prudente aunque conocía la respuesta.
– Los venecianos miden la fuerza de un pintor por su capacidad de encontrar motivos y estilos nunca pintados con anterioridad -dijo presuntuoso el anciano.
– Los venecianos mueren como venecianos -contestó el ilustrador que habría de pintarme.
– Pero todas las muertes se parecen -replicó el anciano.
– Las leyendas y las pinturas no nos dicen que los hombres se parezcan, sino todo lo contrario -dijo el inteligente ilustrador-. Los maestros ilustradores se convierten en tales pintando leyendas que no se parecen en nada pero de forma que nosotros creamos que se parecen.