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Me alcé el velo. Me gustó que me mirara a la cara y a los ojos largo rato sin hablar.

– El matrimonio y la maternidad te han hecho aún más hermosa. Tu cara es completamente distinta de como la recordaba.

– ¿Cómo me recordabas?

– Con dolor. Porque cuando me acordaba de ti, creo que no era de ti de quien me acordaba, sino de la imagen que me había creado. Te acuerdas de lo que hablábamos cuando éramos niños sobre Hüsrev y Sirin, que se habían enamorado viendo sus imágenes, ¿no? ¿Por qué Sirin no se enamoraba la primera vez que veía la imagen del apuesto Hüsrev colgando de la rama del árbol y le hacía falta ver tres veces la pintura? Tú decías que en los cuentos todo pasa tres veces. Yo, que el amor debería haber prendido la primera vez. Pero ¿quién habría podido pintar a Hüsrev de una manera tan realista como para enamorarse de él, de una forma tan correcta como para reconocerlo? Eso nunca lo hablamos. Si a lo largo de estos doce años hubiera tenido conmigo una pintura tan real de tu inigualable rostro, quizá no habría sufrido tanto.

Siguió diciendo muchas cosas hermosas de aquel tipo, contándome historias sobre gente que veía una pintura y se enamoraba y explicándome cuánto había sufrido por mí. Entretanto, como estaba atenta a cómo se aproximaba a mí paso a paso, cada palabra de lo que me contaba cruzaba mi mente sin detenerse y se mezclaba directamente con mis recuerdos. Ya las evocaría después y pensaría en ellas. Ahora simplemente sentía en mi corazón el embrujo de lo que decía de una manera que me acercaba a él. Me sentí culpable por haberle hecho sufrir durante doce años. ¡Qué bonitas palabras decía, qué buena persona era este Negro! ¡Inocente como un niño! Todo aquello podía leerlo en sus ojos. Me daba mucha confianza en mí misma que me amara tanto.

Nos abrazamos. Me gustó tanto que ni siquiera me sentí culpable. Me atravesó una sensación agradable, más dulce que la miel. Lo abracé con más fuerza. Le permití que me besara y yo misma le besé. Mientras nos besábamos fue como si al mundo entero lo cubriera una dulce oscuridad. Me habría gustado que todos se abrazaran como nosotros. Me parecía recordar que el amor era algo parecido a aquello. Me introdujo la lengua en la boca. Me gustaba tanto lo que estaba haciendo que era como si el universo se sumergiera con nosotros en una luminosa bondad, no podía pensar en que ocurriera nada malo.

Ahora mismo os diré cómo se podría pintar el abrazo entre Negro y yo si esta humilde historia mía se contara algún día en un libro y fuera ilustrada por los legendarios maestros de Herat. Hay ciertas páginas maravillosas que mi padre me ha enseñado entusiasmado: el fluir de la letra y el ondear de las hojas comparten la misma excitación y el adorno de las paredes y el dorado de la página comparten la misma textura; la inquietud de la golondrina que perfora con sus alas el encuadre y el dorado se parece a la de los amantes. Los amantes, que se miran de lejos y se dirigen reproches con palabras llenas de sentido, se dibujan tan pequeños en estas pinturas, se les ve tan lejos, que por un instante una cree que la historia no habla de ellos sino del magnífico palacio en que se encuentran y de su patio, del maravilloso jardín cuyas hojas han sido pintadas una a una con tanto amor y de la noche estrellada que los alumbra y de los árboles en la oscuridad. Pero cuando se presta la suficiente atención a la secreta armonía de colores y a la misteriosa luz que surge de cada rincón de la pintura, que sólo un ilustrador con una sincera confianza en su arte ha podido lograr, el que las observa con cuidado comprende de inmediato que el secreto de estas pinturas está en haber sido hechas con los mismos materiales que el amor que describen. Es como si de los amantes pintados se filtrara una luz a lo más profundo de la ilustración entera. Y, creedme, cuando Negro y yo nos abrazamos fue como si una inmensa bondad se expandiera por el mundo entero de una forma parecida.

Gracias a Dios, tengo la suficiente experiencia en la vida como para ser consciente de que dicha sensación nunca dura demasiado. Primero Negro cogió dulcemente mis enormes pechos en sus manos. Aquello me gustó tanto que, olvidada de todo, quise que se llevara los pezones a la boca. No pudo hacerlo del todo porque ni él mismo estaba seguro de lo que estaba haciendo. Era como si no supiera lo que hacía pero que quisiera aún más. Y así, según nos íbamos abrazando con más fuerza, comenzaron a interponerse entre nosotros el miedo y la vergüenza. En un primer momento me gustó que tirara hacia sí de mis nalgas y que su miembro endurecido se apoyara en mi vientre; sentí curiosidad y no vergüenza; me dije a mí misma orgullosa que eso era lo que pasaba si nos abrazábamos de aquella manera. Luego, cuando se lo sacó, aparté la cabeza pero no pude apartar la mirada del tamaño de su creciente aparato.

Mucho después, cuando iba a forzarme a inmoralidades que no harían ni las mujeres kipchaks ni las desvergonzadas que cuentan historias en los baños, me detuve por un instante, sorprendida e indecisa.

– No frunzas el ceño, querida -me suplicó.

Me puse en pie, lo empujé y empecé a gritarle sin que me importara lo más mínimo lo decepcionado que pudiera sentirse.

27. Me llamo Negro

Según Seküre, que me insultaba con su precioso ceño fruncido en la oscuridad de la casa del Judío Ahorcado, quizá podría meter fácilmente aquella monstruosidad en la boca de las muchachas circasianas que me había encontrado en Tifus, en la de prostitutas kipchak, en la de las recién casadas pobres que se venden en las posadas, en la de viudas turcomanas y persas, en la de putas del montón de las que cada vez hay más en Estambul, en la de deshonestas mingarianas, en la de coquetas abjazas o viejas armenias, en la de mujeres genovesas o siriacas, en la de los actores que interpretan mujeres y que lo hacen por activa o por pasiva o en la de muchachos insaciables, pero no en la de Seküre. Me decía muy irritada que estaba claro que yo había perdido toda la noción de la medida a fuerza de acostarme, eso imaginaba, con todo tipo de mujeres más o menos baratas y miserables desde las callejuelas de las pequeñas y calurosas ciudades de Arabia hasta las costas del mar Caspio, desde el país de los persas hasta Bagdad, y que se me había olvidado que algunas mujeres seguían siendo honestas. Así que mis palabras de amor no eran en absoluto sinceras.

Escuchaba respetuosamente las coloridas palabras de mi amada, que habían hecho palidecer al instrumento del crimen, que aún sostenía en la mano, y estaba muerto de vergüenza tanto por mi situación como por la derrota que acababa de sufrir, pero había dos cosas que me alegraban: 1. Que ni siquiera había intentado responder a la ira y a las palabras con un ataque de furia y de palabras de parecido color como lo había hecho, como un animal, con otras mujeres la mayor parte de las veces en que me había visto en situaciones parecidas. 2. Me había dado cuenta de que Seküre estaba mucho más al tanto de mis viajes de lo que habría cabido esperar, señal de que había pensado más en mí de lo que yo creía.

Seküre, viendo mi decepción por no haber hecho realidad mi deseo, había empezado a compadecerse de mí.

– Si realmente estás tan enamorado de mí -me dijo como si quisiera que la perdonara-, deberías contenerte, como haría un hombre honorable, y no intentar deshonrar a la mujer con la que vas en serio. No eres el único que anda enredando para casarse conmigo. ¿Te ha visto alguien venir hasta aquí?

– No.

Volvió su dulce cara, la misma que no había podido recordar en doce años, hacia la puerta, como si hubiera alguien que anduviera por el jardín nevado y me dio el placer de verla de perfil. Por un momento, al sonar un ruido, los dos permanecimos en silencio atentos, pero nadie cruzó la puerta. Ahora recordaba que Seküre despertaba en mí sensaciones funestas incluso a los doce años porque ya sabía más que yo.

– Por aquí anda el espectro del Judío Ahorcado -dijo.

– ¿Y vienes por aquí?

– Duendes, aparecidos, fantasmas… Vienen con el viento, se introducen en las cosas y dan voz al silencio. Todo habla. No me hace falta venir hasta aquí. Puedo oírlos.

– Sevket me trajo para enseñarme el gato muerto, pero ya no estaba.

– Le dijiste que habías matado a su padre.

– No le dije eso exactamente. ¿Ahí acabó la cosa? No le dije que matara a su padre, sino que me gustaría ser su padre.