– No lo sé -respondí.
Pero quise que comprendiera por la expresión de mi cara que le estaba mintiendo. Me daba cuenta de que había cometido un grave error viniendo hasta aquí. Pero tampoco iba a dejar que me dominaran los sentimientos de culpa y de arrepentimiento. Podía ver que el señor Tío sospechaba de mí y eso me complacía y me daba fuerzas. Pensé a toda velocidad que si ahora comprendía que yo era un asesino y le daba miedo, entonces sacaría para enseñármela la última ilustración, que yo ahora quería ver no tanto para saber si era realmente una impiedad como por pura curiosidad.
– ¿Acaso es importante saber quién mató a ese degenerado? -le dije-. ¿No hizo un buen trabajo el que lo quitó de en medio?
Me dio valor el que no pudiera mirarme directamente a los ojos. Eso es lo que le pasa a la gente importante que se cree mejor y más ética que uno cuando sienten vergüenza de ti, que no pueden mirarte a los ojos. Quizá porque están pensando en denunciarte y entregarte al verdugo para que te torture.
Fuera, justo delante de la puerta, unos perros empezaron a ladrar como si estuvieran rabiosos.
– Vuelve a nevar -dije-. ¿Dónde están todos a estas horas de la noche? ¿Por qué se han ido abandonándolo solo en casa? Ni siquiera han dejado una vela encendida.
– Es muy raro, mucho -me respondió-. No lo entiendo.
Era tan sincero que lo creí por completo y volví a sentir en lo más profundo que lo quería a pesar de que me burlara de él cuando estaba con los otros ilustradores. Me resulta imposible saber cómo comprendió al instante que se elevaban en mi corazón un cariño y un respeto excesivos por él, pero en ese momento me acarició de nuevo el pelo con aquel irresistible afecto paternal. Sentí que la manera de pintar del Maestro Osman, inspirada en los antiguos maestros de Herat, no tenía futuro alguno. Era un pensamiento tan feo que me dio miedo de mí mismo. A todos nos ocurre lo mismo después de alguna catástrofe: con una última esperanza rogamos por que todo siga como antes sin que nos importe parecer ridículos o estúpidos.
– De todas formas, sigamos ilustrando el libro -le dije-. Que todo siga como antes.
– Hay un asesino entre los ilustradores. Continuaré el libro con el señor Negro.
¿Me estaba provocando para que lo matara?
– ¿Dónde está ahora Negro? -le pregunté-. ¿Dónde están su hija y los niños?
Me daba la impresión de que aquellas palabras me las había puesto en la boca una fuerza ajena a mí, pero no podía contenerme. Ya no había manera de que pudiera ser feliz en el futuro ni de que pudiera alimentar ninguna esperanza. Sólo me quedaba ser inteligente y sarcástico, aunque detrás de aquellos dos duendes siempre divertidos, la inteligencia y el sarcasmo, podía sentir la presencia del Diablo, que los gobernaba y que se iba infiltrando en mi corazón. En ese preciso momento, los malditos perros que había más allá de la puerta del patio empezaron a aullar enloquecidos como si hubieran olido sangre.
¿No había vivido aquel instante mucho tiempo atrás? En una ciudad muy lejana, en un tiempo que ahora me parecía muy remoto, mientras fuera nevaba aunque yo no pudiera verlo, a la luz de las velas, intentaba demostrarle llorando mi inocencia a un viejo chocho que me acusaba de haber robado pintura. Entonces, justo como estaba ocurriendo ahora, también habían comenzado a aullar como si hubieran olido sangre unos perros que había más allá de la lejana puerta del patio. También el señor Tío tenía una barbilla arrogante, como aquel tipo arrugado y malvado, y, lo comprendí porque por fin clavó su mirada en la mía despiadadamente, tenía la intención de aplastarme. En ese momento revivía aquel terrible recuerdo neto pero descolorido de cuando era un aprendiz de diez años de la misma manera en que habría podido representarme en la mente una pintura con las líneas muy definidas pero un tanto desteñida.
Y mientras me levantaba, rodeaba al señor Tío, que seguía sentado, y cogía de entre los tinteros familiares que había sobre la mesa de trabajo, algunos de vidrio, otros de porcelana, otros de cristal de roca, aquel nuevo de bronce, enorme y pesado, el ilustrador laborioso que había en mi mente, y que el Gran Ilustrador Osman nos había enseñado a ser, me pintaba de forma neta y descolorida como si lo que hacía y lo que veía no fuera algo que estaba viviendo en ese instante sino un lejano recuerdo. En los sueños nos vemos desde el exterior y sentimos un escalofrío, y yo, con un escalofrío parecido y con el tintero rechoncho de boca estrecha en la mano, dije:
– Cuando tenía diez años y era aprendiz vi un tintero parecido.
– Es un tintero mongol de hace trescientos años -me respondió el señor Tío-. Negro me lo ha traído de Tabriz. Sólo se usa para la tinta roja.
Por supuesto, era el Diablo el que me tentaba para que en ese preciso instante descargara el tintero con todas mis fuerzas sobre los sesos aguados de ese viejo chocho tan pagado de sí mismo. No le hice caso. Y con una esperanza estúpida, dije:
– Yo maté a Maese Donoso.
Comprendéis por qué lo dije esperanzado, ¿no? Esperaba que el señor Tío me comprendiera y me perdonara. Y que me temiera; y que me ayudara.
29. Soy vuestro Tío
Cuando me dijo que había matado a Maese Donoso se produjo un largo silencio en la habitación. Creí que me mataría a mí también. Durante largo rato el corazón me estuvo latiendo a toda velocidad. ¿Había venido para matarme, o para confesar, para asustarme? ¿Sabía él mismo lo que quería? Me dio miedo comprender que no sabía nada del corazón de aquel maravilloso ilustrador cuyo talento y habilidad conocía desde hacía años. Sentía que continuaba de pie, justo detrás de mi nuca, sosteniendo ese enorme tintero rojo, pero no me volví a mirarle a la cara. Como sabía que mi silencio lo inquietaría, le comenté:
– Todavía no se han callado los perros.
Y así volvimos a guardar silencio. Comprendí que en esta ocasión estaba en mis manos el poder librarme o no de la muerte, de mi aciago destino, que dependía de lo que le dijera. Lo único que sabía de él aparte de su trabajo era que se trataba de un hombre inteligente. Y eso es algo de lo que se puede estar orgulloso, siempre y cuando creáis que el ilustrador no debe mostrar lo más mínimo de su alma en sus obras. Bien, ¿cómo había conseguido arrinconarme en aquella casa absolutamente vacía? Mi anciana mente pensaba en todo aquello a toda velocidad; pero también estaba tan confusa como para no salir con bien de aquel juego. ¿Dónde estaba Seküre?
– Ya habías comprendido que fui yo quien lo mató, ¿no? -me preguntó.
No, no lo había comprendido. No lo había comprendido hasta que me lo dijo. Pero ahora pensaba con un rincón de mi mente si no habría hecho un buen trabajo matando a Maese Donoso, porque quizá el difunto maestro iluminador se habría ido dejando llevar lentamente por el pánico e iba a meternos a todos en problemas.
Y así nació en mi corazón una sensación imprecisa de agradecimiento por el asesino en aquella casa en la que nos encontrábamos a solas.
– No me sorprende que lo hayas matado -dije-. Siempre hay algo en este mundo que nos da miedo a la gente como nosotros, que vive entre libros y que sueña con sus páginas. Y además nosotros nos dedicamos a algo prohibido y peligroso, a pintar en una ciudad musulmana. Cada ilustrador tiene en su corazón una poderosa inclinación, como le ocurría a Muhammed, el pintor de Isfahán, a sentir culpabilidad y remordimientos, a culparse antes de que lo hagan los demás, a arrepentirse y a pedir perdón a Dios y a la comunidad. Preparamos nuestros libros a escondidas, como si fuéramos criminales, y, la mayor parte de las veces, como pidiendo disculpas. Sé perfectamente que el doblegarse de antemano ante los ataques de los religiosos, predicadores, cadíes y jeques que nos acusan de impiedad y ese eterno sentimiento de culpabilidad matan la imaginación de los ilustradores, pero también la alimentan.
– O sea, que no me condenas por haberme cargado a ese cretino de Maese Donoso.
– Lo que nos atrae de la escritura, de las ilustraciones, de la pintura, se encuentra precisamente en ese miedo. La razón de que nos entreguemos a la pintura y a los libros trabajando de rodillas de la mañana a la tarde y por la noche a la luz de las velas hasta quedarnos ciegos no es sólo el dinero o el favor de los poderosos, sino la capacidad de escapar del griterío de los otros, el poder alejarnos de la comunidad, pero, además, también queremos que esa misma gente de la que nos ocultamos vea la obra que con tanta inspiración hemos hecho y que la aprecie. Pero ¿y si nos llaman impíos? ¡Qué terribles sufrimientos le provoca eso al creador de verdadero talento! Y, no obstante, la verdadera pintura está oculta en esa cosa insólita que nadie ha hecho nunca antes. En la obra de la que, en un primer momento, todos dicen que es mala, incompleta, impía. El verdadero ilustrador sabe que tiene que llegar hasta allí aunque teme la soledad que va a encontrar. Pero ¿quién puede soportar a lo largo de toda su vida una existencia llena de miedos que le crispan los nervios? El ilustrador cree que podrá librarse del temor que lleva años sufriendo culpándose a sí mismo antes de que lo hagan los demás. Sólo le creen cuando confiesa su crimen, y entonces lo queman. El pintor de Isfahán lo hizo él solo.