Me golpeó en la cabeza con el tintero con todas sus fuerzas.
Me tambaleé hacia delante por la fuerza del golpe. Sentí un dolor terrible que me sería imposible describir. Por un instante fue como si el mundo entero asumiera mi dolor y se volviera amarillo. Al mismo tiempo que recibía el golpe en la cabeza, aunque una gran parte de mi mente comprendiera que lo que me había hecho había sido intencionado, otra parte de ella -que no funcionaba demasiado bien quizá a causa de dicho golpe- habría querido decirle, con una buena intención lastimosa, a aquel loco que quería asesinarme que me estaba haciendo daño por error.
Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero de bronce.
Esta vez incluso esa parte ilógica de mi mente comprendió que no se trataba de un error, sino de pura locura, de furia y de que al final podía encontrarse la muerte. Me dio tanto miedo que empecé a gritar como si aullara con todas las fuerzas que me permitía el dolor. Si se hubiera pintado mi grito habría sido verdísimo. Me di cuenta de que en las calles vacías en medio de la oscuridad de la noche nadie podría oír aquel color, de que estaba completamente solo.
Mi grito le asustó y vaciló. Por un instante nuestras miradas se cruzaron. En sus pupilas pude ver, además del terror y la vergüenza, que se había habituado a lo que estaba haciendo y que lo aceptaba. No era el maestro ilustrador que yo conocía, sino un extraño malvado y tan lejano que ni siquiera conocía mi lengua. Y eso prolongó durante siglos la sensación de desvalimiento que notaba en ese momento. Quise cogerle la mano, como si me aferrara a este mundo; no sirvió de nada. Le imploré, o creí que eso hacía: Hijo mío, hijo mío, no me mates. Fue como si no me oyera, como ocurre en los sueños.
Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero.
Mi mente, todo lo que había visto, mis recuerdos y mis ojos se mezclaron y se convirtieron en miedo. No veía ningún color y me di cuenta de que todos los colores eran rojos. Lo que creía que era mi sangre era en realidad la tinta roja. Y lo que tenía en las manos y yo creía que era tinta era en realidad mi roja sangre, que no cesaba de manar.
Qué injusto, qué cruel, qué despiadado me pareció estar muriendo en ese instante. Pero ése era el lugar al que me había llevado poco a poco mi anciana cabeza, ahora cubierta de sangre. Entonces me di cuenta. Mis recuerdos eran tan blancos como la nieve de fuera. La cabeza me palpitaba de dolor en el interior de la boca.
Ahora voy a describiros mi muerte. Quizá hayáis entendido hace ya bastante rato que la muerte no es el final de todo, eso seguro. Pero, tal y como está escrito en todos lo libros, es algo que produce un dolor increíble. Me daba la impresión de estar ardiendo sacudido por el dolor, no sólo mi cráneo y mi cerebro hechos pedazos, sino todo yo, cada una de las partes de mi ser mezclándose entre ellas. Resultaba tan difícil soportar ese dolor ilimitado que era como si parte de mi mente se esforzara en sumergirse en un dulce sueño como única solución.
Antes de morir recordé un cuento siriaco que había oído cuando empezaba a dejar de ser niño. Un anciano solitario se despierta una noche, se levanta y va a beber un vaso de agua. Se dispone a colocar el vaso en una mesa cuando ve que allí no está la vela. ¿Dónde está? Desde el interior de la casa se filtra una luz tenue como un hilo. La sigue volviendo sobre sus pasos hasta su dormitorio, entra en él y ve a alguien acostado en su cama con la vela en la mano. «¿Quién eres?», le pregunta. «La Muerte», responde el extraño. El anciano se sumerge en un silencio enigmático y luego dice: «Así que has venido». «Sí», contesta la Muerte, alegre. Pero el viejo responde decidido: «No, eres un sueño que he dejado a medias». En ese momento sopla la vela que sostiene el extraño y todo se hunde en la oscuridad. El anciano se acuesta en su cama vacía y se duerme. Vive veinte años más.
Me daba cuenta de que a mí no me ocurriría lo mismo porque volvió a golpearme en la cabeza con el tintero. Sentía un dolor tan intenso que sólo podía notar el golpe de una forma imprecisa. Tanto él como el tintero como la habitación tenuemente iluminada por la vela empalidecían y se iban alejando.
No obstante, seguía vivo; lo comprendía por mi deseo de asirme a este mundo, de echar a correr para huir, por los movimientos que hacía con las manos y los brazos para protegerme la ensangrentada cabeza y la cara, porque en cierto momento, creo, le mordí la muñeca y porque me golpeó una vez más en la cara con el tintero.
Quizá lucháramos algo si es que a eso podía llamársele luchar. Era muy fuerte y estaba realmente furioso. Me derribó de espaldas. Me apretó los hombros con las rodillas, prácticamente clavándome al suelo, y comenzó a decirme algo de una manera muy poco respetuosa para conmigo, un anciano agonizante. Quizá porque no le entendía, porque no le escuchaba, porque me desagradaba mirarle a los ojos inyectados en sangre, me golpeó una vez más en la cabeza con el tintero. Su cara y su cuerpo estaban completamente rojos por la tinta que brotaba del tintero y por la sangre que, creo, brotaba de mí.
Cerré los ojos lamentando que lo último que iba a ver en este mundo fuera aquel hombre que alimentaba tanta hostilidad hacia mí. Justo después vi una luz dulce y suave. Una luz dulce y atractiva como el sueño que creí que aliviaría de inmediato mis dolores. Dentro de ella vi a alguien. Como un niño, le pregunté:
– ¿Quién eres?
– Soy Azrael -me contestó-. Yo soy el que da fin al viaje de los hijos de Adán en este mundo. Yo separo a los hijos de sus madres, a las mujeres de sus esposos, a los amantes uno del otro, a los padres de sus hijas. No hay ser vivo en este mundo que no acabe por encontrarse conmigo.
Al comprender que mi muerte era inevitable me eché a llorar.
Mi llanto me hizo sentir una intensa sed. Por un lado estaba ese dolor terrible que me iba entonteciendo, el lugar precipitado y cruel donde mi cara estaba cubierta de sangre. Por otro, el lugar donde terminaban las prisas y la crueldad, pero que me resultaba extraño y terrible. Me daba miedo aquel universo luminoso al que me llamaba Azrael porque sabía que era el mundo de los muertos. Pero por otra parte comprendía que no podría permanecer mucho tiempo más en este otro, en el que me retorcía chillando entre terribles dolores, que no me quedaba ningún rincón tranquilo en ese lugar de dolor y tortura terribles. Era como si, para continuar en este mundo, tuviera que soportar aquel dolor terrible y eso no era algo que un anciano como yo pudiera conseguir.
Así pues, yo mismo quise morir justo antes de morir. Y al mismo tiempo comprendí que aquel simple deseo era la respuesta que no había podido encontrar en los libros a la pregunta que durante toda mi vida me había ocupado la mente, a cómo es posible que todos los hombres, sin excepción, consigan morir. Y que la muerte me convertía en una persona más sabia.