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– ¿Qué es lo que significa el rojo? -volvió a preguntar el ilustrador ciego que había dibujado el caballo de memoria.

– El significado de los colores es que están ante nosotros y podemos verlos -le contestó el otro-. No se puede explicar el rojo a quien no lo ha visto.

– Para negar la existencia de Dios, los ateos, los impíos y los incrédulos dicen que no se le puede ver -continuó el ilustrador ciego que había dibujado el caballo.

– Pero Él se aparece a quienes son capaces de ver -contestó el otro maestro-. Es por eso por lo que el Sagrado Corán dice que no son lo mismo el ciego y el que ve.

El apuesto aprendiz me aplicó lentamente sobre el cobertor de la silla del caballo. Es una sensación tan agradable introducirme con mi plenitud, mi fuerza y mi vitalidad en el blanco y negro de una hermosa ilustración, que cuando el pincel de pelo de gato me extiende sobre el papel siento un cosquilleo de alegría. Y así, al darle color, es como si le ordenara al mundo «existe» y el mundo toma mi color de sangre. El que no ve puede negarlo, pero estoy en todas partes.

32. Yo, Seküre

Aquella mañana me levanté antes de que los niños se despertaran, le escribí una breve carta a Negro pidiéndole que fuera de inmediato a la casa del Judío Ahorcado y se la entregué a Hayriye para que se la llevara corriendo a Ester. Si al coger la carta Hayriye me miró a los ojos con una enorme desvergüenza a pesar del temor de lo que pudiera ser de nosotras, yo, que ya no tenía un padre a quien temer, la miré también a los ojos con un desparpajo recién adquirido. Así quedó claro de qué color serían las normas que iban a regir nuestras relaciones a partir de ese momento. He de confesaros que, a lo largo de estos dos últimos años, me preocupaba que Hayriye pudiera tener un hijo de mi padre, olvidar su condición de esclava y empezar a darse aires de señora de la casa. Visité a mi pobre padre sin despertar a los niños y le besé respetuosamente la mano, que se había quedado petrificada pero que, de alguna extraña manera, no había perdido su suavidad. Escondí los zapatos, el turbante y la túnica morada de mi padre y cuando los niños se despertaron les dije que su abuelo se encontraba mejor y se había ido temprano a Mustafa Pasa.

Hayriye volvió de aquel paseo matutino y mientras ponía la mesa para el desayuno y colocaba en el centro la parte que habíamos podido salvar de la mermelada de toronjas, yo pensaba que en ese momento Ester estaría llamando a la puerta de Negro. Había dejado de nevar y había salido el sol.

Ese mismo paisaje vi cuando entré en el jardín de la casa del Judío Ahorcado: los carámbanos que colgaban de los aleros y de los alféizares de las ventanas disminuían de tamaño a toda velocidad y el jardín que olía a humedad y a hojas podridas recibía complacido el sol. Me encontré con que Negro me esperaba en el lugar donde lo vi ayer por primera vez, aunque me parecía algo tan remoto como si hubiera pasado hacía semanas. Me levanté el velo y dije:

– Ya puedes alegrarte, si es que tienes valor para hacerlo. Las objeciones, la oposición y las sospechas de mi padre ya no son un obstáculo entre nosotros. Anoche, mientras intentabas forzarme de una manera indecente, alguien, un auténtico diablo, entró en nuestra casa vacía y mató a mi padre.

Debéis sentir curiosidad, más que por la reacción de Negro, por la causa por la que le hablé con aquel tono tan despectivo y un tanto falso. Yo tampoco sé exactamente la respuesta. Quizá porque de no haberlo hecho habría llorado y Negro me habría abrazado y entonces nos habríamos acercado el uno al otro con mayor rapidez de la que quería.

– Revolvió toda la casa, rompió muchas cosas, está claro que actuó llevado por la furia y el odio. Y no creo en absoluto que haya terminado y que a partir de ahora ese diablo vaya a quedarse sentado tan tranquilo en su rincón. Ha robado la última ilustración del libro de mi padre. Quiero que me protejas de él, que nos protejas a nosotros y al libro de mi padre. Pero ¿con qué título puedes arrogarte ese derecho, basándote en qué tipo de relación? Ese es el problema ahora.

Se disponía a responderme, pero le callé con mi mirada con gran facilidad, como si fuera algo a lo que estuviera acostumbrada.

– Después de la muerte de mi padre, ante los ojos del cadí, dependo de mi marido y de la familia de mi marido. También era así antes de que muriera porque según el cadí mi marido sigue vivo. Mi cuñado intentó aprovecharse de mí en ausencia de su hermano mayor y como su desvergüenza y su estupidez avergonzaron a mi suegro, pude regresar a casa de mi padre aun sin ser viuda. Ahora, como mi padre ha muerto y no tengo ningún hermano varón, eso quiere decir que no tengo dueño y señor. O bien que, sin la menor duda, mis señores son el hermano de mi marido y mi suegro. De hecho, ya sabes que se habían puesto en movimiento para hacerme volver a su casa, que estaban a punto de forzar a mi padre y que habían decidido presionarme con amenazas. En cuanto se sepa que mi padre ha muerto, pasarán a la acción para llevarme con ellos.

Y como no quiero volver a esa casa, oculto que mi padre ha sido asesinado. Quizá lo haga en vano, porque puede que hayan sido ellos quienes hayan ordenado su muerte.

Justo en ese momento se interpuso entre Negro y yo un delgado rayo de luz que se introdujo delicadamente en la casa del Judío Ahorcado por los postigos rotos y las cortinas rasgadas iluminando el polvo acumulado durante años en la habitación.

– Pero no es sólo por eso por lo que oculto su asesinato -dije clavando mi mirada en la de Negro, en la que me alegró ver más atención que amor-. Me da miedo no poder demostrar dónde estaba mientras le asesinaban. Me da miedo que Hayriye, aunque su testimonio no tenga el menor valor, sea parte de la intriga organizada en mi contra, o al menos contra el libro de mi padre. Ahora que no tengo un tutor, un dueño tangible, aunque el que anunciara la muerte de mi padre facilitara en un primer momento que el cadí reconociera que había sido un asesinato, no me cuesta ningún trabajo imaginar la de complicaciones que podría causarme, simplemente por las razones que acabo de enumerar; por ejemplo, bien podría ser que Hayriye supiera que mi padre no quería que me casara contigo.

– ¿Tu padre no quería que te casaras conmigo? -me preguntó Negro.

– No, porque, como ya sabes, temía que me llevaras a algún lugar lejos de él. Ahora, en la situación en que nos encontramos, mi pobre padre no pondría la menor objeción a que nos casáramos. ¿Tienes tú alguna?

– No, hermosa mía.

– Bien. Mi tutor no va a reclamarte dinero ni oro. Te pido disculpas por la desvergüenza que supone que hable de las condiciones matrimoniales en mi propio nombre. Pero, por desgracia, hay algunas condiciones cuyos detalles me veo obligada a tratar de inmediato.

Estuve callada un rato hasta que Negro dijo «Sí» con aspecto de estar disculpándose por haber tardado en responder.

– Primero -comencé-, jurarás ante dos testigos que si me tratas tan mal que no puedo soportarlo más o que si te casas con otra, se considerará motivo de divorcio con pensión.

Segundo, jurarás ante dos testigos que si abandonas el hogar y no regresas durante más de seis meses con razón o sin ella, yo me consideraré libre y me pagarás una pensión. Tercero, por supuesto después de la boda te mudarás a mi casa, pero mientras no se encuentre, o tú no encuentres, al miserable que asesinó a mi padre, ¡me gustaría torturarle con mis propias manos!, y no termines el libro de Nuestro Sultán empleando toda tu habilidad y tu esfuerzo y no se lo entregues honorablemente, no compartiremos la misma cama. Cuarto, querrás a mis hijos, que sí comparten esa cama conmigo, como si fueran los tuyos propios.

– Muy bien.