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– De acuerdo. Si todos los obstáculos que hay ante nosotros desaparecen con tanta rapidez, pronto estaremos casados.

– Casados, puede, pero no en la misma cama.

– Lo primero es el matrimonio -le respondí-. Primero encarguémonos de eso. El amor viene después. Recuerda: el fuego del amor que prende antes de casarse se apaga en la barrica del matrimonio y después sólo queda un solar triste y vacío. El amor que sigue al matrimonio también se acaba, por supuesto, pero su lugar lo ocupa la felicidad. A pesar de eso hay algunos estúpidos apresurados que se enamoran antes de casarse y que agotan su amor enardecidos. ¿Por qué? Porque creen que el mayor objetivo de la vida es el amor.

– ¿Y cuál es?

– La felicidad. Tanto el amor como el matrimonio sirven para alcanzarla: un marido, un hogar, hijos, un libro. ¿No te das cuenta de que incluso alguien en mi situación, con su marido desaparecido y su padre muerto, está mejor que tú con tu áspera soledad? Si no tuviera a mis hijos, con los que me paso el día riendo, peleándome y amándoles, me moriría. Y tú, que tanto me deseas a pesar de mi situación, y que te mueres de ganas de vivir bajo el mismo techo que el cadáver de mi padre y mis hijos, aunque no pases las noches en la misma cama que yo, vas a escuchar lo que voy a decirte ahora prestándome toda tu atención.

– Te escucho.

– Existen muchas maneras para poder divorciarme. Testigos falsos pueden declarar bajo juramento que vieron cómo mi marido me daba palabra de divorcio condicionado antes de salir para la campaña, por ejemplo, que juró que si no volvía de la guerra en dos años su esposa podía considerarse libre. O bien, y de una forma más directa, pueden jurar que vieron el cadáver de mi marido en el campo de batalla y describirlo con pelos y señales. Pero, si tenemos en cuenta el cadáver que hay en casa y las objeciones de mi suegro y mi cuñado, usar testigos falsos puede ser un medio peligroso porque cualquier cadí inteligente y precavido tendría miedo y no se arriesgaría a aceptar su testimonio. Y los cadíes hanefís como nosotros no me concederán el divorcio ni siquiera teniendo en cuenta que mi marido me dejó sin pensión y que lleva cuatro años sin regresar de la guerra. Pero el cadí de Üsküdar, para que las mujeres en mi situación, cada día más numerosas a causa de la guerra con los persas, tengan una oportunidad de divorciarse, a veces permite que le sustituya un shafií, con el secreto beneplácito de Su Majestad el Sultán y el Seyhülislam, y éste nos divorcia con toda rapidez y nos concede una pensión. Si ahora encontráramos dos testigos honestos que pudieran testificar a mi favor, si les diéramos algo de dinero y pasáramos a Üsküdar, si pudiéramos concertar una cita con el cadí y lográramos que en su lugar estuviera el sustituto para que me divorciara, si consiguiéramos que lo hiciera gracias a esos testigos, que registrara el divorcio en el libro, si nos diera algún papel, un documento, y lográramos justo después del divorcio que otro cadí nos diera otro documento certificando que es legal que me case de nuevo y podemos hacer todo eso antes de esta tarde y pasamos a esta orilla, no sería nada difícil que encontráramos un imán que nos casara al anochecer y esta noche podrías quedarte convertido en mi marido bajo el mismo techo que mis hijos y yo y así nos librarías de pasar la noche temblando cada vez que hubiera un ruido en la casa por miedo a aquel diablo y de que yo apareciera ante el resto del mundo como una pobre mujer que no tiene quien la proteja cuando por la mañana anunciemos la muerte de mi padre.

– Sí -respondió Negro optimista y de manera un tanto infantil-. Sí. Te acepto.

Hace un momento dije que no sabía por qué hablaba con Negro con aquel tono tan despectivo y tan poco sincero. Ahora lo sé: al parecer me daba cuenta de que sólo usando ese tono podría convencer a Negro, cuya indecisión había tenido la oportunidad de conocer cuando éramos niños, de cosas de las que yo a duras penas podía convencerme que pudieran llegar a ser realidad.

– Hay mucho más que tendremos que hacer contra nuestros enemigos, contra aquellos que afirmarán que no son válidos ni mi divorcio ni el matrimonio que celebraremos esta tarde si Dios quiere, contra aquellos que hicieron tanto daño a mi padre para que no acabara su libro, pero ahora no quiero confundirte más de lo que yo misma estoy.

– No estás en absoluto confusa -replicó Negro.

– Porque todo esto no son ideas mías, sino cosas que aprendí de mi padre hablando con él a lo largo de los años -le respondí para que no pensara que eran todo ideas que habían salido de mi cabeza femenina y creyera lo que le decía.

Entonces Negro me dijo lo que me han dicho todos los hombres que me han encontrado inteligente y han sido capaces de confesármelo a la cara:

– Eres muy hermosa.

– Sí. Y me gusta mucho que elogien mi inteligencia. Cuando era pequeña mi padre lo hacía a menudo.

Estaba a punto de decir que en cuanto crecí y me hice mayor había dejado de hacerlo cuando me eché a llorar. Mientras lloraba me daba la impresión de que me había convertido en una mujer distinta que había surgido de mi interior y se había separado de mí y, como el lector que se aflige mirando una ilustración triste de una página de un libro, yo veía mi vida desde fuera y sentía pena de mí misma. Hay algo tan inocente en que una llore por sus propios problemas como si fueran los de otro, que cuando Negro me abrazó nos invadió una sensación de dulzura. Pero esta vez la sensación permanecía entre nosotros sin que llegara al mundo de los enemigos que nos rodeaban.

33. Me llamo Negro

Cuando mi viuda, huérfana y triste Seküre se alejó con pasos ligeros como plumas, me quedé rodeado por el silencio de la casa del Judío Ahorcado con el perfume de almendras y los sueños de matrimonio que me había dejado. Mi mente estaba absolutamente confusa pero funcionaba a una velocidad que casi me provocaba dolor. Yo también regresé corriendo a mi casa sin ni siquiera poder lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío. Por un lado me corroía el gusano de la sospecha de que Seküre me estaba engañando y utilizándome como parte de una enorme conspiración, y por otro los sueños de un matrimonio feliz no desaparecían de mi vista.

Después de darle un poco de conversación a la dueña de mi casa, que me esperaba en el umbral con la intención de someterme a un interrogatorio para descubrir adonde había ido y de dónde venía a aquellas horas de la mañana, saqué veintidós monedas de oro venecianas que tenía en el forro del fajín que había escondido en el colchón y me los metí en la faltriquera con dedos temblorosos. Al salir de nuevo a la calle comprendí que los ojos húmedos, tristes y negros de Seküre no se me irían de la cabeza en todo el día.

Primero cambié cinco de aquellos leones venecianos en un cambista judío siempre sonriente. Luego regresé sumido en mis pensamientos al barrio donde estaba la calle de la casa en la que me esperaban mi Tío muerto y Seküre con sus niños y cuyo nombre no os he mencionado hasta ahora porque no me gusta (ahora lo digo: Yakutlar). Mientras caminaba por las calles como si corriera, un alto plátano me miró con desprecio por ir contento como unas campanillas forjando sueños y proyectos maravillosos de matrimonio el mismo día en que mi Tío había muerto. En eso, la fuente del barrio, que funcionaba lanzando silbidos porque el hielo se estaba derritiendo, me dijo: «No hagas caso, arregla tus asuntos e intenta ser feliz». «Muy bien, pero -me arañó la mente un gato negro de mal agüero que se estaba lamiendo en un rincón- todo el mundo, incluido tú, sospecha que has tenido algo que ver en la muerte del Tío».

El gato dejó de lamerse y por un instante su mirada mágica se cruzó con la mía. Ya sabéis lo insolente que puede ser un gato de Estambul porque la gente los malcría.

Encontré al señor Imán, que siempre parecía somnoliento porque tenía caídos los párpados de sus enormes ojos negros, no en su casa, sino en el patio de la mezquita del barrio, le dirigí una pregunta legal bastante corriente, cuándo era obligatorio y cuándo optativo testificar en un tribunal, y escuché la respuesta que me dio con un tono bastante presuntuoso elevando las cejas como si la oyera por primera vez. El señor Imán me explicó que, si en un caso existen otros testigos, el testimonio es opcional pero, si sólo hay uno, testificar es una orden de Dios.

– Pues precisamente ése es mi problema -dije entrando directamente al asunto. En una situación en la que todo el mundo estaba al tanto, los testigos se escudaban en esa excusa de que el testimonio es voluntario, se hacían de rogar, no acudían al tribunal y por esa razón los asuntos de ciertas personas a las que yo quería ayudar no se atendían con la necesaria rapidez.