Vimos escenas de guerra y muerte, cada una más terrible y mejor pintada que la otra: Rüstem con el Sha Mâzenderân; Rüstem atacando el ejército de Efrasiyab; Rüstem, el héroe misterioso e irreconocible en su armadura completa… En otro álbum vimos cadáveres destrozados, dagas manchadas de roja sangre, soldados desdichados en cuyos ojos se reflejaba la luz de la muerte y héroes que se troceaban mutuamente como cebollas mientras ejércitos legendarios, cuya procedencia no supimos averiguar, combatían sin piedad. El Maestro Osman observó, quién sabe por qué milésima vez, a Hüsrev espiando a Sirin mientras ella se bañaba en el lago a la luz de la luna, a los enamorados Leyla y Mecnun desmayándose al verse de nuevo tras una larga separación y la escena del cascabeleante gozo, entre árboles, flores y pájaros, de Salâman y Absal después de que huyeran del mundo y se fueran a vivir solos a una isla feliz, y, como el verdadero gran maestro que era, no pudo evitar llamarme la atención sobre el detalle extraño que aparecía en algún rincón de incluso la peor pintura, ya fuera debido a falta de firmeza del ilustrador o la conversación que emprendían por sí mismos los colores: ¿Qué desdichado y malintencionado ilustrador había colocado en aquella rama aquella infausta lechuza mientras Hüsrev y Sirin escuchaban las dulces historias que contaban las doncellas cuando nunca debería haber estado ¿Quién había colocado aquel bello muchacho vestido de mujer entre las mujeres egipcias que se cortaban los dedos mientras pelaban toronjas distraídas por la apostura de José? ¿Habría adivinado el ilustrador que había pintado cómo Isfendíyar se quedaba ciego de un flechazo que tiempo después también el se quedaría ciego?
Vimos a los ángeles que rodeaban a nuestro Santo Profeta en su ascensión a los Cielos, al anciano de piel oscura, seis brazos y larga barba que representa al planeta Saturno, cómo el niño Rüstem dormía pacíficamente en su cuna con incrustaciones de nácar mientras su madre y sus niñeras lo observaban. Vimos la dolorosa muerte de Darío en brazos de Alejandro, el encierro de Behram Gür en la habitación roja con su princesa rusa, el cruce del fuego de Siyavus montado en un caballo negro que no tenía ninguna firma secreta en los ollares, el triste entierro de Hüsrev, asesinado por su propio hijo. Mientras hojeaba a toda velocidad los volúmenes y los iba dejando aparte, el Maestro Osman reconocía a veces a un ilustrador y me lo indicaba, descubría alguna firma oculta tímidamente en lo más recóndito de unas ruinas, entre las flores, o en un rincón del pozo oscuro donde se escondía un genio, y comparando firmas y colofones podía descubrir quién había tomado qué de quién. Hojeaba largamente ciertos tomos por si encontrábamos algunas páginas de ilustraciones. A veces se producían largos silencios y sólo se oía el crujido apenas perceptible de las páginas. A veces el Maestro Osman lanzaba un grito como «;Oh!» y yo guardaba silencio sin comprender qué le había sorprendido. A veces me recordaba que la composición de la página o el equilibrio de los árboles o los caballeros de ciertas pinturas ya los habíamos visto en otras escenas de historias completamente distintas en otros volúmenes y buscaba dichas ilustraciones para mostrármelas. Comparaba una ilustración de un libro del Quinteto de Nizami hecho en tiempos del sha Riza, el hijo de Tamerlán, o sea, hace casi doscientos años, con otra de un libro hecho, según él, en Tabriz hacía setenta u ochenta años, me preguntaba el motivo oculto por el que dos ilustradores podían haber pintado lo mismo sin haber visto nunca la obra del otro y él mismo me daba la respuesta:
– Pintar es recordar.
Abriendo y cerrando viejos tomos, entristeciéndose ante las maravillas (porque ya nadie pintaba así), alegrándose ante las ineptitudes (¡porque todos los ilustradores éramos hermanos!) y mostrándome lo que había recordado el ilustrador, viejas imágenes de árboles, ángeles, parasoles, tigres, tiendas, dragones y príncipes tristes, en realidad quería decirme lo siguiente: en determinado momento Dios vio el mundo en su forma mas única e incomparable y, creyendo en la belleza de lo que veía, se lo cedió a sus siervos. Nuestro trabajo, el de los ilustradores y el de los amantes de la pintura que lo observan, es recordar el maravilloso paisaje que Dios vio y nos donó. Los más grandes maestros de cada generación de ilustradores trabajaban entregando sus vidas hasta quedarse ciegos para alcanzar con gran esfuerzo e inspiración aquel magnífico sueño que Dios nos había ordenado ver, para intentar pintarlo. Lo que hacían se parecía a la humanidad buscando acordarse de sus recuerdos de la edad de oro. Pero, por desgracia, incluso los más grandes maestros, como ancianos cansados y grandes ilustradores que se quedan ciegos de tanto trabajar, sólo podían recordar parcialmente y de forma poco clara aquella maravillosa pintura. Ésa era la razón por la que, aunque nunca hubieran visto las obras del otro y además hubiera entre ellos cientos de años de diferencia, a veces, y como si fuera un milagro, los antiguos maestros pintaban lo mismo exactamente igual, un árbol, un pájaro, un príncipe en los baños o una joven melancólica asomada a una ventana.
Mucho más tarde, después de que la luz roja de la sala del Tesoro se oscureciera ligeramente y de comprender que en el armario no había ninguno de los libros que el sha Tahmasp había enviado como regalo al abuelo de Nuestro Sultán, el Maestro Osman continuó siguiendo la misma lógica:
– A veces el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra al árbol, la manera en que el alero dobla la esquina, la de flotar una nube en el cielo, la sonrisa de una mujer, permanecen durante siglos pasando de maestro a aprendiz, siendo enseñadas, aprendidas y memorizadas de generación en generación El maestro ilustrador nunca olvida ese detalle que se ha grabado en su memoria, de la misma forma que ha memorizado el Sagrado Corán, porque cree de corazón en la inmutabilidad de aquel modelo que ha aprendido de su propio maestro, como cree en la inmutabilidad del Sagrado Corán. Pero el que no lo olvide no significa que el maestro ilustrador lo use siempre. A veces las costumbres del taller en el que pierde la luz de sus ojos pintando o las de los malhumorados maestros junto a los que trabaja, sus gustos en cuanto a colores y los deseos del sultán impiden que el ilustrador pinte ese detalle, sea el ala de un pájaro o la sonrisa de una mujer…
– O los ollares de un caballo -añadí de repente.
– O los ollares de un caballo… -dijo el Maestro Osman sin sonreír lo más mínimo-. Ese gran maestro no pinta de la manera que tiene grabada en lo más profundo de su corazón sino que lo hace siguiendo las costumbres del taller en el que trabaja en ese momento, como lo hacen todos los demás. ¿Me entiendes?
En un ejemplar del Hüsrev y Sirin de Nizami, de los tantos que habían pasado por nuestras manos, leyó la inscripción que había grabada en piedra en lo alto del muro del palacio en una página ilustrada en la que se mostraba a Sirin en el trono: Altísimo Dios, protege la fuerza, el gobierno y el país de nuestro noble Sultán y justo Jakán, hijo de Tamerlán Jan el Victorioso de manera que sea feliz (escrito en el sillar izquierdo) y rico (escrito en el sillar derecho).
– ¿Dónde podremos encontrar ilustraciones en las que el ilustrador haya pintado los ollares de un caballo tal y como lo tenía grabado en la memoria? -le pregunté luego.
– Tenemos que encontrar el legendario volumen del Libro de los reyes que el sha Tahmasp envió como regalo -me contestó el Maestro Osman-. Tenemos que ir a esos tiempos hermosos, antiguos y legendarios en los que el mismísimo Dios colaboraba en la pintura de ilustraciones. Aún debemos mirar muchos libros.
Se me pasó por la cabeza que la verdadera intención del Maestro Osman no era encontrar caballos de ollares extraños, sino contemplar todo lo posible aquellas maravillosas ilustraciones que llevaban años durmiendo en aquella sala del Tesoro lejos de cualquier mirada. Estaba tan impaciente por encontrar las pistas que me permitieran llegar a Seküre, que me esperaba en casa, que me resultaba imposible creer que el gran maestro pudiera querer quedarse todo el tiempo que le fuera posible en aquella helada sala del Tesoro.
Y así continuamos abriendo otros armarios y otros baúles que el anciano enano nos mostraba y examinando ilustraciones. A veces me aburrían aquellas pinturas todas parecídas, me negaba a ver de nuevo a Hüsrev bajo la ventana del castillo visitando a Sirin, me alejaba del maestro sin ni siquiera echar una mirada a los ollares del caballo de Hüsrev e intentaba calentarme junto al brasero o paseaba admirado y respetuoso entre los terribles montones de telas, oro, botín y armas y armaduras de las demás salas del Tesoro, que daban unas a otras. En ocasiones corría hasta el Maestro Osman debido a que hacía algún ruido o a algún gesto con la mano soñando que por fin había encontrado alguna nueva maravilla en un volumen o, sí, que por fin había aparecido en alguna página un caballo de extraños ollares, y al mirar la página que el maestro, acurrucado en una alfombra de Usak de los tiempos del sultán Mehmet el Conquistador, sostenía entre sus manos ligeramente temblorosas me encontraba con una ilustración como nunca había visto otra igual, el Diablo embarcándose arteramente en el arca del Profeta Noé.