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Como sé que soy un verdadero gran maestro, como por supuesto lo sabe también el Altísimo Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, soy consciente de que algún día me quedaré ciego, pero ¿es eso lo que deseo ahora? Como el condenado a muerte que quiere ver por última vez el paisaje antes de que le corten la cabeza, le dije a Dios «Permíteme ver todas estas ilustraciones y llenarme la mirada con ellas», porque en la extraordinaria y terrible oscuridad de aquella sala del Tesoro repleta de objetos se podía sentir muy de cerca la presencia de Dios.

A menudo, gracias a la divina Providencia, surgían parábolas sobre la ceguera entre las leyendas de las páginas que hojeaba. El jeque Ali Riza de Shiraz, que había pintado las hojas del plátano una a una de manera que cubrieran el cielo en la famosa escena en la que se describe cómo Sirin, en un paseo por el campo, ve la imagen de Hüsrev colgada de una rama del árbol y se enamora de él, había intentado pintar el mismo árbol, de nuevo con todas sus hojas, sobre un grano de arroz para demostrar orgullosamente que el verdadero tema de la ilustración no era la pasión de la hermosa joven sino la del ilustrador en respuesta a un imbécil que había mirado la pintura y había comentado que el verdadero tema no debía ser el plátano. Si la firma orgullosa que había a los hermosos pies de una de las encantadoras damas de Sirin no me engañaba, estaba viendo el extraordinario árbol del gran maestro, el que había hecho sobre el papel, por supuesto, y no el del grano de arroz, que apenas tenía a medias cuando se quedó ciego siete años y tres meses después de haber comenzado el trabajo. En otra página Rüstem aparecía cegando a Alejandro con su flecha de doble punta como lo habría hecho un ilustrador que conociera el país del Indo, con un vigor y un colorido tales que al observador le daba la impresión de que la ceguera, el ansia vital y el secreto deseo del verdadero ilustrador, no era sino el comienzo de una alegre celebración.

Contemplaba todos aquellos libros e imágenes tanto con la excitación de quien quiere ver con sus propios ojos las leyendas sobre las que lleva años oyendo hablar, como con la inquietud de un anciano que siente que poco después ya no podrá ver nunca más. En aquella fría sala del Tesoro envuelta en una rojiza oscuridad como nunca antes había visto, causada por el color de las telas y el polvo y por la extraña luz de las velas de los candelabros, de vez en cuando lanzaba un grito de admiración y Negro y el enano acudían junto a mí, miraban por encima de mi hombro la asombrosa página que yo estaba observando y, sin poder contenerme, se la explicaba.

– Este rojo pertenece al gran maestro de Tabriz Mirza Baba Imami, cuyo secreto se llevó a la tumba consigo. Pintó con él los lados de la alfombra, la señal de su pertenencia a los kizilbas en el turbante del sha safaví y, mirad, también la panza del león en esta página y aquí el caftán de este guapo muchacho. Este rojo tan hermoso, que Dios nunca muestra directamente a sus siervos excepto cuando hace fluir su sangre pero que ha escondido en ciertos minerales o insectos muy raros para que a base de esfuerzo podamos encontrarlo, en este mundo sólo podemos verlo con los ojos desnudos en telas hechas por el hombre y en las ilustraciones de los grandes maestros -y añadía-: Gracias le sean dadas a Él, que nos lo muestra ahora.

»Mirad esto -les dije mucho después, de nuevo sin poder contenerme, y les mostré una ilustración maravillosa que habría podido estar en cualquier libro de poesía que hablara del amor, de la amistad, de la primavera y de la felicidad. Miramos los árboles abriéndose multicolores a la primavera, los cipreses de un jardín parecido al del Paraíso y la felicidad de los amantes sentados en dicho jardín bebiendo vino y recitando poemas, y nos pareció que podíamos oler el suave aroma de las flores y de la piel de los alegres amantes en aquella fría sala del Tesoro que olía a moho y a polvo-. Mirad la rudeza al trazar el ciprés de atrás del mismo ilustrador que fue capaz de pintar con tanta sinceridad los brazos de los amantes, sus pies descalzos, la elegancia de sus posturas y el placer de los pájaros que vuelan a su alrededor. Es una obra de Lütfi el de Bujara, que dejaba todas sus pinturas a medias a causa de su mal humor y su propensión a las pendencias, que discutía con todos los shas y janes porque decía que no entendían de pintura y que nunca paró mucho en ninguna ciudad. Este gran maestro, que, a fuerza de disputas, fue de ciudad en ciudad del palacio de un sha al de otro sin que llegara a encontrar ningún soberano por el que valiera la pena trabajar en un libro, por fin se unió al taller de un oscuro señor que gobernaba sobre unas montañas peladas y allí pasó los últimos veinticinco años de su vida afirmando: "Su país será pequeño, pero el jan entiende de pintura". Todavía hoy se discute y es motivo de bromas si sabía o no que ese oscuro señor estaba ciego.

»¿Veis esta página? -dije mucho después de medianoche y en esta ocasión ambos corrieron de inmediato con candelabros en la mano-. Desde Herat hasta aquí, desde los tiempos del nieto de Tamerlán hasta ahora, este libro ha cambiado diez veces de dueño en ciento cincuenta años -los tres juntos leímos, todo aumentado por mi lente, las firmas, las dedicatorias, las frases con la fecha y los nombres de sultanes, encajados unos sobre otros o entre los demás, que en la vida real se habían estrangulado entre ellos y que llenaban cada esquina de la página del colofón-. Este libro fue terminado, con la ayuda de Dios, en Herat por el calígrafo Sultán Veli, hijo de Muzaffer el de Herat, en el año ochocientos cuarenta y nueve de la Hégira para Ismet-üd Dünya, esposa de Muhammed Cûki, victorioso hermano de Baysungur, señor del Mundo -luego leímos que había pasado a manos de Halil, el sultán de los Ovejas Blancas, después a las de su hijo Yakup Bey, de él a los sultanes uzbecos del norte, y de aquellos sultanes uzbecos, cada uno de los cuales se había entretenido feliz con el libro durante un tiempo sacando un par de ilustraciones y añadiendo un par de otras, incorporando entusiasmados desde el primero los rostros de sus hermosas mujeres y escribiendo orgullosos sus nombres en el colofón, pasó a manos de Sam Mirza, conquistador de Herat y hermano del sha Ismail, que regaló el libro a su hermano con una dedicatoria distinta, y el sha Ismail se llevó el libro a Tabriz y lo preparó como regalo e hizo escribir una nueva dedicatoria, pero después de que fuera derrotado en Çaldiran por el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, y de que su palacio de Los Ocho Cielos en Tabriz fuera saqueado, el libro cruzó desiertos, montañas y ríos con los soldados del sultán victorioso y llegó a Estambul, a esta sala del Tesoro.

¿Hasta qué punto compartían Negro y el enano el entusiasmo y el interés de un anciano ilustrador como yo? Cada vez que abría un nuevo volumen y pasaba las páginas sentía en mi corazón la profunda tristeza de miles de ilustradores distintos en temperamento y carácter que se habían quedado ciegos demostrando su talento trabajando al servicio de crueles shas, janes y señores en cientos de ciudades. Pasando avergonzado las páginas de un primitivo libro que mostraba técnicas e instrumentos de tortura sentí las palizas que todos nos habíamos llevado en nuestros años de aprendices, los reglazos en nuestras mejillas hasta que se quedaban hechas un puro moratón y los golpes con tinteros de mármol en nuestras cabezas afeitadas. No sé qué hacía aquel libro miserable en el Tesoro de la casa de Osman, un libro encargado a ilustradores deshonestos capaces de pintarrajear aquellas ilustraciones a cambio de un puñado de monedas de oro para viajeros infieles que lo usarían para demostrar a sus correligionarios lo crueles y despiadados que éramos en lugar de mostrar que la tortura es una práctica que necesariamente debe hacerse en presencia de un cadí para asegurar la justicia de Dios sobre la Tierra. Me sentí avergonzado por el evidente y retorcido placer que el ilustrador había obtenido pintando todas aquellas imágenes de hombres sufriendo bastinados, palizas, crucifixiones, ahorcamientos, suspendidos boca abajo, colgados de ganchos, empalados, atados a la boca de un cañón que luego se disparaba, atravesados por clavos, ahogados, con la garganta cortada, dados de comer a los perros, azotados, metidos en sacos, metidos en presas, sumergidos en agua fría, con el pelo arrancado, los dedos rotos, despellejados poco a poco, con las narices cortadas y los ojos arrancados de sus cuencas. Sólo los que son como nosotros, sólo los auténticos ilustradores que a lo largo de todos sus años de aprendizaje han sufrido crueles bastinados, palizas gratuitas, puñetazos para que el maestro nervioso que ha trazado mal una línea pueda tranquilizarse, golpes con palos y reglas durante horas para que el diablo de nuestro interior muera y se convierta en el genio de la pintura, sólo alguien así puede obtener un placer tan profundo pintando escenas de palizas y torturas y colorear los instrumentos con unos colores tan despreocupadamente alegres como los que usaría un niño para decorar su cometa.