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– Eh, señora W., usted que es abogada debería saberlo. Sospechamos de todo el mundo en este momento. Incluso de usted y de la señora aquí presente.

– No tiene gracia, detective -las espesas cejas de Lotty se alzaron con desdén-. Tengo pacientes esperando, así que si no desea usted nada más… -salió de la sala de interrogatorios: decididamente, Su Majestad no se estaba divirtiendo.

Yo la seguí más despacio, esperando algún comentario final del detective. Cuando lo hizo, no fue de gran ayuda:

– Eso sí que es una señora de sangre fría. No se le mueve un pelo ante un crimen que a mí me revuelve las tripas. No me gustaría tener que vérmelas con ella.

Hay días en los que hubiera estado de acuerdo con él, pero dije:

– Si alguna vez se encuentra con una bala, Rawlings, asegúrese de que le llevan a la doctora Herschel. No hay nadie mejor.

Me reuní con Lotty en la entrada. Nos dirigimos al coche en silencio.

Mientras volvíamos a casa cruzando la ciudad, Lotty dijo:

– ¿Qué crees tú?

– ¿Quieres decir que sí encontrarán a los chorizos que lo hicieron? No parece probable. Depende de lo que anden fanfarroneando y del miedo que les tengan los soplones. Lo mejor que puedes hacer es conseguir que Hatcher y el hospital hagan presión sobre el director del Área Seis. Así pondrán todos los medios posibles para aclarar el caso. Esto tiene toda la pinta de un atraco domiciliario cualquiera, y se ocuparán de ello de manera rutinaria.

– ¿Fabiano?

– Ya sé, ya sé. Carol y Paul piensan que su machismo pudo más que su mediano interés por Consuelo y que mató a Malcolm para demostrar que era un auténtico macho protegiendo a su mujer. ¿Pero un alfeñique semejante? ¡Imposible!

– En cualquier caso, Vic, hazme un favor. Averígualo.

Los ojos negros me miraban imperiosos: no como una amiga a otra amiga, sino como el cirujano jefe a un neófito.

Me piqué un poco.

– Claro, Lotty, tus deseos son órdenes para mí -frené bruscamente frente a la clínica.

– ¿No estoy siendo razonable? Puede ser, sí. Malcolm me importaba, Vic. Más que esa pobre niña y su inaguantable marido. Necesito estar segura de que la policía no barre todo esto tranquilamente debajo de la alfombra, lo mete en el fichero de casos no resueltos y ya está.

– Archivo -corregí irritada. Tamborileaba los dedos sobre el volante, intentando dominar mi impaciencia-. Lotty, esto es como… una epidemia de cólera. Tú no pensarías que ibas a acabar con ella; llamarías a la gente de Sanidad y lo dejarías en sus manos. Porque ellos tienen los medios y la técnica para controlar una epidemia y tú no. Bueno, pues la muerte de Malcolm es lo mismo. Yo puedo comprobar unas cuantas cosas, pero no tengo ni la tecnología ni la gente como para abrirme camino entre un centenar de conductos, y seguir un centenar de pistas falsas. De verdad, la muerte de Malcolm es un trabajo para el Gobierno.

Lotty me miró con furia.

– Bueno, para poner la misma comparación que tú, si un amigo al que yo quisiese se estuviera muriendo a causa de esa epidemia me ocuparía de él, aunque no pudiese detener la plaga. Y eso es lo que te estoy pidiendo en nombre de Malcolm. Tal vez no puedas aclarar el crimen, tal vez acabar con la epidemia de la violencia de las bandas sea demasiado para cualquiera, incluso para el Gobierno. Pero te lo estoy pidiendo de amiga a amiga, por un amigo.

Me sentí como si me estuviese ahogando bajo el cuello de seda. La imagen del bebé, jadeando, volvió a cruzar por mi mente.

– Bueno, vale, Lotty -murmuré-. Haré lo que pueda. No sólo sentarme durante noches y noches esperando a que la fiebre ceda.

Apenas esperé a que cerrase su portezuela antes de lanzarme hacia la esquina y acelerar por Irving Park. Me crucé con una furgoneta que tocó la bocina ferozmente a la entrada de Lake Shore Drive y aceleré frente a un montón de coches que venían hacia mí. Al oír un estruendo de bocinas y frenos chirriando, me sentí muy realizada durante un instante. Luego me di cuenta de que estaba utilizando una máquina letal para desahogar mi frustración. Paré en uno de los pequeños espacios que sirven para cambiar un neumático pinchado y esperé a que se me normalizara el pulso.

El lago se hallaba a mi izquierda. La superficie pulida como un espejo estaba surcada por luces y colores que hubiesen inspirado a Monet. Parecía tranquilo y atractivo a un tiempo. Pero sus frías profundidades pueden acabar contigo sin piedad. Arranqué el coche con sensatez y me dirigí lentamente hacia la Circunvalación.

VI

En los archivos

Aparqué en el garaje que hay al sur del parque Grant, debajo de la avenida Michigan, y caminé hacia mi oficina. El vestíbulo del edificio Pulteney en South Wabash despedía el habitual olor fétido a azulejos mohosos y orina rancia. Pero el edificio era viejo, construido cuando la gente construía para que las cosas durasen; dentro de sus vestíbulos sin aire acondicionado y de sus escaleras se sentía el fresco atrapado entre los gruesos muros de cemento.

El ascensor estaba estropeado, lo que ocurría dos veces por semana. Tuve que abrirme camino a través de huesos de pollo y desperdicios menos apetitosos. Las medias y los tacones no son el calzado perfecto para subir los cuatro pisos que hay hasta mi oficina. No sabía por qué me había molestado, por qué no trabajaba directamente en mi casa. El no poder permitirme alquilar algo en un edificio mejor, y tener una oficina junto al centro financiero (porque la delincuencia que había en él era mi especialidad), no parecía razón suficiente para pasarme la vida luchando en aquel tugurio y sus continuas averías.

Abrí la puerta de mi oficina y contemplé la visión de un montón de correspondencia que se había acumulado durante una semana, esparcida por el suelo. Mi alquiler incluía un chico de dieciséis años que recogía el correo del vestíbulo y lo repartía entre los inquilinos. Ningún empleado postal subiría todos aquellos escalones a diario.

Puse en marcha el aire acondicionado de la ventana y llamé a mi servicio de contestador. Tessa Reynolds quería hablar conmigo. Mientras marcaba el número me di cuenta de que la planta que había comprado para alegrar la habitación se había muerto deshidratada.

– V. I., ¿has oído lo de Malcolm? -su voz profunda sonaba tensa, filtrándose con dificultad entre las cuerdas vocales-. Me… me gustaría contratarte. Quiero asegurarme de que los encuentran, de que retiran a esos bastardos de la circulación.

Le expliqué con tanta paciencia como pude lo que le había dicho a Lotty.

– ¡Vic! ¡No es propio de ti! ¿Qué quieres decir con lo de que es un trabajo para la policía y con lo de la rutina? Quiero estar completamente segura de que cuando esa rutina diga que no hay manera humana de encontrar al asesino, es que de verdad no hay manera. Quiero estar segura de eso. No quiero irme a la tumba pensando que podían haber encontrado al asesino, pero que no buscaron bien y que Malcolm después de todo, aunque fuese un gran cirujano, ¡no dejaba de ser un negro muerto más!

Intenté volver al racionalismo que hacía posible mi trabajo. Tessa no se estaba metiendo conmigo de manera personal. Estaba comportándose del modo en que algunas personas se comportan cuando sienten dolor: con rabia, y exigiendo razones para comprender su aflicción.

– Acabo de tener esta conversación con Lotty, Tessa. Haré las preguntas que pueda en las pocas fuentes que tengo. Y ya he prometido a los Alvarado que hablaré con Fabiano. Pero no puedes esperar de mí que resuelva este crimen. Si averiguo algún camino a seguir, se lo indicaré directamente al oficial de turno porque él tiene los medios para seguirlo.

– Malcolm te respetaba tanto, Vic. Y le estás dando la espalda -un sollozo que quebró su voz profunda fue lo que me impidió darle un grito.