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De vuelta a casa comprobé que había recuperado mis poderes. El teléfono de Sergio contestó a la tercera llamada.

– ¿Sí? -la voz masculina estaba llena de sospecha.

– Sergio Rodríguez, por favor.

– ¿Quién es usted?

– Soy V. I. Warshawski. Sergio me conoce.

Me dijeron que esperase. Pasaban los minutos. Estaba tumbada de espaldas y levantaba las piernas, sosteniendo el teléfono junto a la oreja derecha. Cuando ya había levantado treinta veces cada pierna, la gruesa voz volvió.

– Sergio dice que no le debe a usted nada. No necesita hablar con usted.

– ¿Quién dice que me deba nada? Yo no. Por favor, me gustaría hablar con Sergio.

Aquella vez esperé menos.

– Si quiere verlo, vaya esta noche a las diez y media al mil seiscientos sesenta y dos de Washtenaw. Vaya sola, sin armas y limpia.

– A la orden, capitán.

– ¿Qué has dicho, tía? -la voz volvía a ser suspicaz.

– «Ya te he oído, tío», según los gringos -colgué.

Me quedé en el suelo durante un rato, mirando la escayola del techo. Washtenaw, el corazón del territorio de los Leones. Deseé poder ir con un batallón de la policía detrás. O mejor aún, delante. Pero lo único que conseguiría con eso sería que me pegasen un tiro, si no era esta noche, unos días más tarde. WARSHAWSKI empezaría a aparecer en letras enormes pintado con spray en las puertas de los garajes de Humboldt Park. O tal vez fuese un nombre demasiado difícil de escribir. Tal vez fuesen sólo mis iniciales.

Puede que lo hiciesen aunque yo siguiera sus instrucciones. Me dispararían en cuanto me marchase del edificio. Lotty sentiría entonces haberme forzado a meterme en esto. Lo sentiría, pero sería demasiado tarde. Muy conmovida, me imaginé mi funeral. Lotty se dominaba; Carol sollozaba abiertamente. Mi ex marido venía con su elegante segunda esposa. «¿De verdad estuviste casado con ella, querido? Tan desordenada e irresponsable… Y mezclándose con gángsters, además. No puedo creerlo.»

El pensar en la Terri de plástico me hizo reír un poco. Me levanté del suelo y me quité la ropa de correr, poniéndome unos vaqueros y un jersey de punto rojo brillante. Garabateé una nota diciendo a dónde iba y por qué y la bajé al patio, donde el señor Contreras rondaba preocupado alrededor de sus tomateras. Estaban cargadas de frutos maduros.

– ¿Cómo pasaron la noche? -pregunté solidaria.

– Oh, muy bien. ¿Quieres algunos? Tengo demasiados y no sé qué hacer con ellos. A Ruthie no le gustan.

Ruthie era su hija. Venía a verle periódicamente con dos niños sumisos para intentar convencer a su padre que se fuese a vivir con ella.

– Claro. Déme los que no quiera. Le haré una auténtica salsa de tomate del viejo mundo. Podemos tomar un día pasta juntos este invierno… Tengo que pedirle un favor.

– Claro, cielo. Lo que quieras. -Se volvió a sentar sobre los talones y se limpió cuidadosamente la cara con un pañuelo.

– Tengo que ir a ver a una gentuza esta noche. No creo que corra ningún peligro. Pero por si acaso… He escrito aquí la dirección y por qué voy allí. Si no he vuelto a casa mañana por la mañana, ¿podría ocuparse de que el teniente Mallory reciba esto? Está en Homicidios, en la calle Once.

Cogió el sobre y lo miró. Bobby Mallory había estado en la policía con mi padre, puede que hubiese sido su mejor amigo. Aunque odiase que yo trabajara como detective, si yo muriera se aseguraría de que cazaran a la gentuza correspondiente.

– ¿Quieres que vaya contigo, cielo?

El señor Contreras tenía setenta y tantos años. Bronceado, saludable y fuerte para su edad, pero no aguantaría mucho en una pelea. Sacudí la cabeza.

– Pusieron como condición que fuese sola. Si llevo a alguien conmigo, empezarán a disparar.

El suspiró con pena.

– ¡Qué vida más emocionante llevas! Si tuviese veinte años menos… Estás muy guapa hoy, cielo. En mi opinión, si vas a ir a ver verdadera gentuza, ponte un poco más discreta.

Le di las gracias muy seria y me quedé charlando con él hasta la hora de comer. El señor Contreras había sido mecánico en una pequeña fábrica de herramientas, hasta que se retiró hacía cinco años. Opinaba que escuchar el relato de mis casos era mejor que ver Cagney y Lacey. Como compensación, me obsequiaba con historias acerca de Ruthie y su marido.

Por la tarde me dirigí hacia Wahstenaw Avenue y pasé despacio por delante del lugar de la cita. La calle estaba en una de las zonas más ruinosas de Humboldt Park, cerca de donde limita con Pilsen. La mayoría de los edificios se habían incendiado. Incluso los que seguían ocupados estaban cubiertos de graffitis pintados con spray. Latas y cristales rotos ocupaban el lugar del césped y de los árboles. Los coches estaban subidos en cajones, sin ruedas. Uno aparcado a unas dos yardas del bordillo, medio tapando la calle. No tenía ventanilla de atrás.

La dirección en la que tenía que encontrarme con Sergio pertenecía a la fachada de una tienda con muchas persianas metálicas. A un lado tenía un edificio de tres pisos parcialmente demolido y a la izquierda una ruinosa tienda de licores. Cuando llegase por la noche, los Leones estarían escondidos en el edificio en ruinas, puede que remoloneando delante de la tienda de licores, y haciéndose señas unos a otros desde puestos de vigilancia en ambos extremos de la manzana.

Giré hacia la izquierda por la esquina y encontré el callejón que recorría la parte trasera de los edificios. Los tres niños de unos diez años que jugaban a la pelota a la entrada serían probablemente miembros de la banda. Si me metía con el coche por el callejón o hablaba con ellos, sin duda se lo contarían a Sergio.

No vi ningún modo de aproximarse al lugar de la cita de manera segura. A menos que me arrastrase por las alcantarillas y saliese por la tapa en medio de la calle.

VII

El pozo de los Leones

Me quedaban ocho horas antes de la cita. Pensé que si aprovechaba bien todos los minutos, el lunes podría ir a ver a Lotty, a Tessa y a los Alvarado y decirles bajo palabra de honor que había hecho lo que había podido, y luego dejarlo todo en manos de Rawlings.

Subí por Western hasta Armitage, seguí por Milwaukee, donde los lazos de la autopista se ciernen amenazadores sobre el vecindario sobre altos pilotes de cemento. En una esquina de por allí abajo estaba la escuela del Santo Sepulcro, en la que estudiaba Consuelo.

Había jugado al tenis en las pistas de asfalto irregular, encantadora con sus pantalones blancos y su blusa, respirando el amianto de los frenazos de los coches que pasaban sobre su cabeza. Lo sabía: una tarde la vi jugar un partido. Así que podía entender por qué Fabiano se fijó en ella. El solía andar por un bar que se encontraba calle arriba, esperando a su hermana mientras daba clases de tenis. Cuando Consuelo se unió al equipo, él merodeaba alrededor de la escuela mirando a las chicas, y más tarde llevaba a todo el equipo a los partidos. Y así ocurrió todo. Paul me había contado la historia cuando se supo la noticia del embarazo de Consuelo.

La ciudad tiene ciertas normas acerca de bares y escuelas: no pueden estar juntos. Hice un recorrido por la zona y encontré un par de bares lo suficientemente cerca del Santo Sepulcro como para que pudieran ser los refugios de Fabiano. Tuve suerte en el primero. Fabiano estaba bebiendo cerveza en El Gallo, un local sórdido con un gallo chillón pintado a mano en la puerta principal. Estaba viendo a los Sox en un aparato muy pequeño fijado a la pared, muy alto, fuera del alcance de los posibles ladrones. Había otros quince hombres en el bar, atendiendo también al juego. ¿Dejaría caer Ron Kittle otra pelota de rutina? Se veía que estaban conteniendo la respiración.