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Ya sabía él perfectamente que no los tenía. Max habló:

– Aquí tenemos nuestro propio cuarto oscuro para hacer diapositivas, Ryerson.

Yo me levanté.

– Gracias, Max. Te lo agradezco… Me voy a casa. El día ha sido demasiado largo. He pensado mucho.

– Ven conmigo, querida -dijo Lotty-. No quiero que conduzcas. Y no quiero que vuelvas a ese desastre de apartamento. Además, fuese quien fuese el que entró, puede pensar que tienes algo más que esconder. Me sentiré mejor si estás a salvo conmigo.

Nadie puede sentirse totalmente seguro si tiene que enfrentarse a un recorrido nocturno en coche con Lotty, pero la oferta me animó. La idea de subir las escaleras solitarias de la parte de atrás hasta la puerta de mi cocina no dejaba de darme vueltas en la cabeza.

Esperamos mientras Max estaba abajo en el vestíbulo copiando los papeles. Tenía una pequeña caja fuerte de pared detrás del escritorio, colocada allí por el administrador para que guardase sus papeles personales; «una respuesta absurda al crimen urbano» la llamaba él, pero esa noche se reveló bastante útil.

Murray, casi babeando como un sabueso, cogió las copias. Estuve a punto de reírme al ver su cara cuando intentó leerlas. Nada como la jerga de otro para hacerte sentir completamente ignorante.

– Maldita sea -le dijo a Max-. Si usted y Lotty no me jurasen que estos documentos son amenazadores, estoy seguro de que yo no lo adivinaría ni en cien años. Espero que Nancy Drew Warshawski sepa lo que está haciendo. Yo nunca pegaría un salto y gritaría «Lo siento, yo maté a Malcolm Tregiere» si alguien me enfrentase a ellos.

– ¿No te parece entonces que es mucho mejor que no lleves esto al Star hasta que dispongas de todos los hechos? -le dije impertinente-. De todas formas, no creo que Peter Burgoyne matase a Malcolm. No sé quién lo hizo.

Murray simuló asombro.

– ¿Hay algo que se te haya escapado?

Max nos miraba con evidente regocijo, pero a Lotty la conversación no le parecía especialmente graciosa. Me llevó de prisa hacia el pasillo, sin apenas esperar a que Max se despidiese.

Una vez instalada en el asiento del pasajero del coche de Lotty, me dejé invadir por el cansancio. Si Lotty escogía esa noche para estamparse contra una farola, no sería mi miedo el que se lo impidiese.

Ninguna de las dos habló durante el viaje. Se me ocurrió, desde la lejana concha en la que me mantenía la fatiga, que Lotty necesitaba apoyo. Con sus conocimientos y su experiencia Lotty podía haber exigido cualquier cantidad para que la contratasen en cualquier hospital del país. Pero su mayor logro había sido poder poner su arte al servicio de las personas que más lo necesitaban.

A veces, cuando Lotty me pone furiosa, le pincho acusándola de que se cree que puede salvar al mundo. Pero sospecho que es lo que realmente pretende: librarse de algún modo del infierno que vivió a base de curar a la gente. No me mueven semejantes ideales en mi trabajo de detective. No sólo porque no creo que pueda salvar al mundo, sino porque me parece que la mayoría de la gente está más allá de la redención. No soy más que el barrendero que limpia pequeños montones de porquería aquí y allá.

Como Peter Burgoyne. No me extraña que estuviese tan obsesionado con la muerte de Consuelo y la reacción de Lotty. Porque sabía que la había dejado morir. Yo no podía decir si el tratamiento que le había administrado contribuyó a su muerte o no. Pero aceptar trabajar en un lugar que prometía proporcionar un servicio que no podía proporcionar, había creado la situación que causó su muerte.

Hubo un tiempo en el que había sido un buen médico, muy prometedor. Eso decía en sus referencias el presidente de Friendship, en la carta en la que le ofrecía su puesto de trabajo en el hospital. Ésa debía ser la razón por la que guardó sus notas sobre Consuelo: culpabilidad. Sabía lo que tenía que haber hecho, si hubiese sido el tipo de médico que era Lotty. Pero no tenía agallas como para admitir que estaba equivocado. Así que se atormentaba a sí mismo en privado, sin tener que confesarse en público. El señor Contreras tenía razón, Peter era una insignificancia.

XXXI

Proyección de medianoche

Mientras me dormía entre las sábanas de Lotty, con su olor a lavanda, me acordé del número de teléfono que encontré entre los papeles de Alan Humphries. Me espabilé y volví a marcarlo. Sonó cinco veces: iba a colgar ya cuando una mujer de voz soñolienta contestó.

– Llamo de parte de Alan Humphries -dije.

– ¿Quién? -preguntó-. No sé quién es -hablaba con acento hispano; al fondo se oía llorar a un bebé.

– Quiero hablar con el hombre que ha estado trabajando para Alan Humphries.

Hubo una pausa. Por los murmullos que se oían a través del auricular, me imaginé que estaría conferenciando con alguien. Cuando volvió a hablar, parecía preocupada, o impotente.

– No… no está aquí ahora mismo. Tendrá que llamar más tarde.

Los gritos del bebé se oyeron más fuertes. De pronto, en la relajación total que produce la fatiga, se me vino a la memoria un viejo fragmento de conversación: «Oh, ahora soy un hombre casado, Warshawski. Tengo una mujer muy mona, un niño pequeño…»

No me extrañaba que pareciese preocupada o impotente. La belleza angelical de Sergio debía haberla fascinado. Pero ahora tenía un niño pequeño y un marido que no estaba en casa la mayor parte del tiempo, que tenía frecuentes conversaciones con la policía, que traía a casa grandes cantidades de dinero sobre cuya procedencia ella no debía preguntar.

– ¿Estará en casa mañana, señora Rodríguez?

– No sé. Supongo… supongo que sí. ¿De parte de quién dijo que llamaba?

– De Alan Humphries -repetí.

No me acuerdo ni de haber colgado el teléfono antes de caer profundamente dormida. Cuando me desperté, el sol de agosto se colaba por los bordes de las cortinas color avena de Lotty. Al levantarme, sentí algo desagradable en el estómago. Ah, sí, Peter Burgoyne. Una manzana sana podrida en el corazón. Pero había sido Humphries, no Peter, el que llamaba a Sergio. El que le mandó al apartamento de Malcolm a buscar la grabadora. Tal vez haber golpeado a Malcolm hasta matarlo fuese un toque personal de Sergio, no incluido en el precio de admisión.

Cogí mi reloj de la mesilla de noche. Las siete y media. Demasiado pronto para llamar a Rawlings. Me levanté y me fui a la cocina, donde Lotty estaba ya sentada con su primer café y The New York Times. Lotty nunca hace ejercicio. Mantiene su cuidada silueta a base de fuerza de voluntad. Ningún músculo sería capaz de ponerse fláccido ante una mirada tan severa. Tiene ideas muy rígidas acerca de la dieta, sin embargo. Zumo de naranja fresco, sea cual sea la época del año, y un bol de muesli constituyen su invariable desayuno. Ya se lo había tomado: el bol vacío y el vaso estaban lavados y colocados cuidadosamente en el escurridor.

Me serví una taza de café y me uní a ella en la mesa. Dejó el periódico sobre la mesa y levantó la cabeza para mirarme.

– ¿Estás bien?

Le sonreí.

– ¡Oh, sí, estoy perfectamente! Sólo un poco magullada en el ego. No me gusta tener aventuras con gente que me está utilizando. Pensé que a mí no podían pasarme esas cosas.

Me dio unos golpecitos en la mano.

– Así que eres humana, ¿eh, Victoria? ¿Es tan malo eso? ¿Y qué vas a hacer hoy?

Hice una mueca.

– Esperar. Ver si Rawlings viene a la conferencia de Friendship. Oh, hay una cosa que puedes hacer tú si quieres. ¿Puedes asegurarte de que no den de alta al señor Contreras hasta que pase este fin de semana? Su hija está empeñada en que se vaya a vivir con ella, fuera de los peligros de la capital. El no quiere ir en absoluto, y teme que los médicos insistan en ello. Le dije que le llevaría a casa conmigo si es necesario que alguien le cuide, pero no quiero tener que pasarme media vida preocupada por que pueda estar defendiéndose de Sergio Rodríguez cuando yo no esté.