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– No sé cómo has conseguido que la policía piense que Alan Humphries es culpable de asesinato. Pero has creado una situación legal muy seria contra ti misma, Vic. Muy seria. Si presentamos o no un cargo por calumnias depende solamente de la generosidad de mi cliente.

– Y del tiempo que pase en chirona -dije alegremente-. ¿Sabes, Dick? Lotty Herschel siempre me pregunta cómo pude casarme contigo. Y la verdad es que yo misma no lo entiendo. No podías ser tan gilipollas cuando íbamos juntos a la facultad de Derecho, ¿verdad?

Giró sobre sus talones con tal fuerza que hizo salir humo de las suelas y llamó a la puerta. Se asomó un hombre uniformado para ver quién era. Dick le enseñó su pase y le dejaron entrar.

Un par de minutos después, Rawlings salió para hablar conmigo.

– ¿Llevó usted a la doctora a casa sana y salva? La necesitaré como testigo en las cuestiones médicas. Tenemos aquí a un médico de la policía, pero no tiene ni puta idea de nacimientos y partos.

– Estoy segura de que Lotty lo hará. Ha hecho todo lo humanamente posible para aclarar la muerte de Malcolm. No se limitará a eso, ¿verdad? ¿Qué pasa con Fabiano? Es evidente que se lo cargó.

Rawlings hizo una mueca.

– Según el testimonio de Burgoyne. Y Burgoyne está muerto. Esperaba conseguir que no le soltasen bajo fianza, pero ahora que ese imbécil que lo representa está aquí, ya no estoy tan seguro. Va a decir que fue Burgoyne el que compró y disparó el revólver. Por supuesto, podremos comprobarlo, pero no antes de la audiencia preliminar, y este Yarborough tiene pinta de ser de los que tratan al tribunal por todo lo alto. Mi única oportunidad es que algún viejo compinche esté esta noche de juez en el juzgado de guardia. Necesitamos más cosas. ¿No tiene usted alguna prueba? Me refiero a algo concreto.

– Puede llamar a Coulter; el tipo del departamento de Recursos Humanos. Pero eso no le proporciona más que pruebas de fallos en la asistencia perinatal. ¿Y Sergio?

Rawlings sacudió la cabeza.

– Tengo una orden contra él. Pero eso puede ser contraproducente. Por una cantidad lo bastante grande, Sergio jurará no haber visto a Humphries en su vida.

Pensé en todo ello.

– Sí. Tiene usted un problema. Déjeme hacer mi declaración y salir de aquí. Puede que consiga traerle algo.

– ¡Warshawski! Si usted… -se calló-. No importa. Si tiene alguna idea, no quiero saber nada hasta que la haya puesto en práctica. Estaré más tranquilo.

Le sonreí con dulzura.

– ¿Ve usted? Es fácil trabajar conmigo, una vez que se descubre el modo.

XXXIV

Audiencia preliminar

Tuve que conducir durante varias manzanas alejándome de la comisaría de policía antes de encontrar una cabina de teléfono. La mujer nerviosa me contestó al quinto timbrazo; se seguía oyendo al niño llorar al fondo.

– ¿Señora Rodríguez? La llamé hace dos noches. Para hablar con Sergio. ¿Está?

– Él… No. No, está en casa. No sé dónde está.

Esperé un segundo y me pareció que descolgaban otro teléfono.

– El asunto es el siguiente, señora Rodríguez: Alan Humphries está en la cárcel. Ahora mismo. En las oficinas centrales del Área Seis. Puede llamar y comprobarlo si quiere. Van a concederle inmunidad, ¿sabe lo que quiere decir? Inmunidad procesal. Eso quiere decir que no irá a la cárcel. Si les dice que Sergio fue el que mató a Malcolm Tregiere y a Fabiano Hernández. Asegúrese de que Sergio recibe este mensaje, señora Rodríguez. Adiós.

Esperé hasta que colgó. Con bastante seguridad, oí un segundo clic. Me sonreí ferozmente a mí misma, volví al coche y fui a instalarme detrás de la comisaría de policía. Para entonces, los medios de comunicación ya se habían enterado de la noticia. El Canal 13 y el Canal 5 tenían unidades móviles aparcadas delante.

Alrededor de las cuatro y media, hubo un aumento de la actividad. Las unidades móviles cobraron vida cuando una multitud de hombres uniformados, rodeando a un Humphries casi invisible, salió por la puerta lateral. Le metieron en un furgón celular, llevaron a otros tres hombres esposados al furgón y cerraron con llave. Los periodistas rodaron gran cantidad de metros del traslado de Humphries. Quedaría muy bien en las noticias de las diez: Mary Sherrod frente al furgón de la policía especulando sobre lo que iba a suceder.

Dick salió unos minutos más tarde. Se llevó su Mercedes por la curva adelante con gran despliegue de ruidos de marchas. Yo arranqué mi Chevy y le seguí más despacio, por Western Avenue hacia la calle Veintiséis y California, donde se encuentra el Tribunal de Justicia Criminal. Como el furgón celular se saltaba los semáforos gracias a sus luces, yo me quedé rápidamente rezagada. Pero había pasado tanto tiempo en el tribunal que no corría el riesgo de perderme. Me interesaba más comprobar si no nos seguía más gente, pero Dick era el único coche que seguía al furgón; nadie me seguía a mí.

El edificio del tribunal se construyó en los años veinte. Sus techos pintados, sus puertas bellamente labradas y los suelos interiores de mármol contrastaban de manera singular con los crímenes que allí se trataban. A la entrada me pararon para que me sometiese a una minuciosa inspección: vacié el bolso sobre un mostrador y allí salió un tampón sobado, un puñado de recibos de diferentes procedencias y un pendiente que creía haber perdido en la playa. La ordenanza me recordaba los días en que trabajaba en el tribunal; charlamos un rato acerca de sus nietos antes de que me encaminase a la tercera planta, donde se encontraba el juzgado de guardia.

La audiencia preliminar de Humphries nos mostró a Dick dando lo mejor de sí mismo. Traje gris perla abrochado, el pelo tan bien peinado que parecía que acababa de dejar el secador; era la auténtica imagen del poder acaudalado. Humphries, por su parte, parecía sobrio y confundido, un hombre cumplidor de la ley atrapado en unos acontecimientos que no entendía, pero haciendo todo lo posible para que las cosas se aclarasen.

La abogada del estado, Jane LeMarchand, estaba bien informada. Era una fiscal mayor, hábil y capaz, pero la petición de que no hubiese fianza fue rechazada, debido al hecho de que la prueba de asesinato se basaba en las palabras de un hombre que en ese momento estaba muerto. El juez arguyó que el estado tendría probablemente motivos para procesar a Humphries, fijó la fianza en ciento quince mil dólares y el caso entró en la computadora para que le adjudicasen fecha para el proceso. Dick escribió muy airoso un cheque por el diez por ciento de la cantidad, y él y Humphries se marcharon entre los flashes de los fotógrafos. Sólo por fastidiar, le di a los periodistas el teléfono y dirección particulares de Dick. Poca cosa, pero me molestaba que saliese de todo aquello sin sufrir ninguna molestia en particular.

Rawlings me alcanzó a la salida del tribunal.

– Vamos a tener que elaborar el caso muy cuidadosamente, señora W., para cuando lo tengamos que presentar en el proceso.

– Quiere decir para la primera vista -dije amargamente-. El proceso no saldrá hasta dentro de cinco años. ¿Se apuesta algo?

Se frotó los anchos dedos contra la frente, cansado.

– Olvídelo. He intentado convencer al juez de que nos dejase detener al cursi ese veinticuatro horas para interrogarle. Me gustaría verle pasar una noche en la cárcel. Pero su marido, su ex marido, es demasiado astuto para nosotros. ¿Quiere que vayamos a beber algo? ¿O a comer?

Me quedé sorprendida.

– Me encantaría. ¿Me reserva la invitación para otra vez? Tengo que hacer una cosa esta noche. Puede que nos ayude.

O puede que lo eche todo a perder, me dije a mí misma.

Frunció las cejas.