Выбрать главу

La gente no comprendía lo que era estar dentro, tener que elegir entre la soledad y el compañerismo, entre correr los riesgos que implicaba estar solo y aceptar la protección que venía con el hecho de elegir -o de permitir ser escogido- una amante, compañera y amiga. Estar sola era como estar encerrada dentro de la cárcel, y la aflicción que esa doble cárcel infligía en una mujer podría destruirla y dejarla inservible para cuando se reincorporara de nuevo en sociedad.

Por lo tanto, había dejado las dudas a un lado y había aceptado lo que implicaban las palabras de la versión de Katja. Katja Wolff no era una asesina de bebés. Katja Wolff no era ninguna asesina.

– Señora Edwards -dijo el agente Nkata con esa voz amable y formal que los policías siempre usaban hasta que veían que las cosas no estaban saliendo del modo que querían-, comprendo la situación en la que se encuentra. Ya hace mucho tiempo que están juntas. Siente lealtad hacia ella por la época en que estuvieron encerradas, y la lealtad es algo muy positivo. Pero cuando hay una persona muerta y alguien está mintiendo…

– ¡Qué sabrá usted de la lealtad! -le gritó-. ¡Usted no sabe nada de nada! Ahí está, pensándose que es Dios porque ha hecho una elección afortunada que le ha llevado por un camino diferente al nuestro. Sin embargo, no sabe nada de la vida, ¿verdad?, porque sus elecciones siempre le mantienen a salvo, pero no hay nada en ellas que le haga sentir vivo.

Él la observaba con placidez, y parecía que no hubiera nada que ella pudiera hacer o decir para alterar esa tranquilidad tan constante. Y le odiaba por ese aspecto tan tranquilo que mostraba, porque sabía, sin que nadie se lo tuviera que decir, que esa serenidad procedía directamente de su corazón.

– ¡Katja estaba en casa! -exclamó de pronto-. Tal y como le dijimos. Ahora salga de aquí. Tengo cosas que hacer.

– ¿Adónde se imagina que fue esos días que llamó a la lavandería para decir que estaba enferma, señora Edwards? -le preguntó.

– No llamó a la lavandería. No llamó para decir que estaba enferma ni nada parecido.

– ¿Se lo dijo ella misma?

– No tiene por qué hacerlo.

– Pues más le valdría preguntárselo. Y también fíjese en sus ojos cuando le responda. Si le miran fijamente, probablemente le esté mintiendo. Claro que, después de veinte años en la cárcel, seguro que sabe mentir muy bien. Por lo tanto, si sigue con lo que estaba haciendo cuando le haga la pregunta, también es muy probable que le esté mintiendo.

– ¡Le he pedido que se fuera! -exclamó Yasmin-. ¡Y no suelo pedirlo dos veces!

– Señora Edwards, está en una situación delicada, pero no es la única y creo que debe saberlo. Su hijo también está en peligro. Puede estar contenta con su hijo, es inteligente y bueno. Es evidente que la quiere más que nada en este mundo, y si cualquier cosa la obligara a separarse de él de nuevo…

– ¡Salga! -gritó-. ¡Salga de mi tienda! ¡Si no sale ahora mismo…!

«¿Qué? ¿Qué? -pensó, confundida-. ¿Qué estaría dispuesta a hacer? ¿Acuchillarle como a su esposo? ¿Insultarle? Pero después, ¿qué le harían a ella? ¿Y a Daniel? ¿Qué le sucedería a su hijo? Si se lo quitaban, y lo ponían bajo responsabilidad del estado aunque sólo fuera un único día mientras arreglaban las cosas del modo que siempre lo hacían, sería incapaz de soportar el peso de su responsabilidad por el dolor y la confusión de su hijo.»

Yasmin bajó la cabeza. No estaba dispuesta a dejarse ver la cara. Sin embargo, el detective podía notar su respiración entrecortada, podía observar las gotas de sudor que le bajaban por el cuello. Pero ella no estaba dispuesta a darle más que eso. Ni por el mundo, ni por su libertad, ni por nada.

De repente, vio cómo su oscura mano se deslizaba sobre el mostrador. Yasmin se echó hacia atrás, pero luego se dio cuenta de que no iba a tocarla. Simplemente se limitó a dejar una tarjeta de visita, y después apartó la mano. En un tono de voz tan bajo que parecía una plegaria, le dijo:

– Llámeme, señora Edwards. Mi número de móvil está en esa tarjeta, así que llámeme. De día o de noche. Llámeme. Cuando esté preparada…

– No tengo nada más que decirle. -Pero tan sólo susurró esas palabras, ya que le dolía demasiado la garganta para poder hacer más.

– Cuando esté preparada -repitió-, señora Edwards.

Yasmin no levantó la mirada, pero tampoco tuvo necesidad de hacerlo. Sus pasos resonaron con estrépito sobre el suelo amarillo de linóleo a medida que salía de la tienda.

Después de que ella y Lynley se separaran, Barbara Havers se dirigió en primer lugar a The Valley of Kings. Estaba lleno de camareros medio orientales de tez morena. Cuando por fin pareció que aceptaban, con cierta desaprobación colectiva, que una mujer fuera vestida de calle en vez de con una sábana negra, examinaron uno a uno la fotografía de Eugenie Davies que Barbara y Lynley habían conseguido desenterrar de la casa que la mujer tenía en Friday Street. Posaba junto a Ted Wiley en el puente que hacía de entrada a Henley-on-Thames, y habían tomado la fotografía durante la Regata, si había que guiarse por los estandartes, los botes y las multitudes vestidas con colores vivos del fondo. Barbara había doblado la fotografía con cuidado para excluir al comandante Wiley. No había necesidad de confundir la memoria de los camareros al enseñarles una fotografía de Eugenie Davies acompañada de un hombre que los camareros de The Valley of Kings probablemente nunca habrían visto.

No obstante, fueron negando con la cabeza uno por uno. La mujer de la fotografía no era nadie que recordaran.

Barbara, con el propósito de ayudarles, les dijo que probablemente habría ido acompañada de un hombre. Habrían entrado por separado pero con la intención de reunirse, probablemente en el bar. Habrían parecido estar interesados uno por el otro, interesados en un modo que conduce al sexo.

Dos de los camareros parecieron escandalizarse al percatarse del fascinante cambio que estaba tomando la información. Otro camarero, con cierta expresión de disgusto, afirmó que la lujuria en público entre un hombre y una mujer era precisamente lo que había esperado ver después de vivir en el Reino Unido y de ver cómo este país había respondido ante los hechos de Gomorra. No obstante, esa nueva información que Barbara les dio no sirvió de nada. Bien pronto estaba de nuevo en la calle, caminando despacio hacia el Comfort Inn.

Pensó que el nombre del hotel no correspondía con la realidad, pero ¿había algún hotel cómodo en una calle ruidosa de la capital de la nación? Mostró la fotografía de Eugenie Davies -al recepcionista, a las sirvientas, a todo el mundo que tuviera contacto con los residentes del hotel-pero con los mismos resultados. El recepcionista nocturno, sin embargo, la persona que habría visto a la mujer fotografiada más de cerca en caso de que ésta hubiera ido al hotel con su amante después de haber cenado en The Valley of Kings, aún no estaba de servicio. Por lo tanto, el director del hotel le dijo que si quería regresar más tarde…

Barbara decidió que eso era lo que haría. No tenía ningún sentido dejar algún cabo suelto.

Se dirigió hacia el lugar en el que había dejado el coche; estaba aparcado ilegalmente delante de una calle peatonal adoquinada que conducía a un frondoso vecindario. Se sentó en el interior, sacó un cigarrillo del paquete de Players y lo encendió, abriendo una ventana para que entrara el frío aire de otoño. Fumó pensativamente y analizó dos cosas: la ausencia de abolladuras en el coche de Ted Wiley y el hecho de que nadie hubiera podido identificar a Eugenie Davies en la zona de South Kensington.