Referente al coche de Wiley, la conclusión le parecía obvia: al margen de lo que Barbara hubiera pensado en un principio, Ted Wiley no había atropellado a la mujer que amaba. Respecto al otro tema, sin embargo, las cosas no parecían estar tan claras. Una conclusión posible era que Eugenie no se relacionaba con J.W. Pitchley, también conocido como James Pitchford, en el presente, a pesar de haber estado en contacto con él en el pasado y de la coincidencia de que ella tuviera su dirección apuntada y de que muriera en la misma calle en la que él vivía. Otra conclusión posible es que estuvieran relacionados de algún modo, pero no de una forma que implicara una cita en The Valley of Kings o unos cuantos revolcones en el Comfort Inn. Una tercera conclusión se basaría en que hacía tiempo que eran amantes y que se encontraban en cualquier otro sitio antes de la noche en cuestión, cuando decidieron quedar en casa de Pitchley-Pitchford, lo que explicaría el motivo por el que Eugenie Davies llevaba apuntada su dirección. Y la cuarta conclusión era que -aunque sería mucha casualidad- Eugenie Davies se había puesto en contacto a través de Internet con Hombre Lengua -Barbara se estremeció al pensar en el nombre- y que se había reunido con él, al igual que las demás amantes, en The Valley of Kings para tomar unas copas y cenar, y que después le había seguido hasta casa y había regresado otra noche para tener alguna especie de encuentro con él.
No obstante, lo que era importante era que existieran esas otras amantes. Si Pitchley-Pitchford acudía con regularidad a ese restaurante y a ese hotel, entonces alguien recordaría su cara, o la de Eugenie. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que al ver su cara junto a la de Eugenie, recordaran algo que pudiera ser de utilidad para la investigación. Así pues, Barbara fue consciente de que necesitaba una fotografía de Pitchley-Pitchford. Y sólo había una forma de conseguirla.
Tardó cuarenta y cinco minutos en llegar hasta Crediton Hill, y deseó, no por primera vez, tener el mismo talento que un taxista que hubiera pasado el examen con matrícula de honor. Cuando llegó, no había ni un solo sitio donde aparcar, pero las casas tenían caminos de entrada; por lo tanto, Barbara usó el de Pitchley. Reparó en que era un barrio elegante, compuesto por casas de un tamaño que indicaba que en esa parte del mundo nadie tenía problemas de dinero. La zona aún no estaba tan de moda como Hampstead -con sus cafeterías, callejuelas y ambiente bohemio-pero era agradable, un buen lugar para familias con hijos y un sitio inesperado para un asesinato.
Cuando Barbara salió del coche, miró hacia arriba y vio un ligero movimiento en la ventana delantera de Pitchley. Llamó al timbre. No hubo respuesta inmediata, lo que le pareció extraño ya que la habitación en la que había visto el movimiento no estaba muy lejos de la puerta principal. Llamó por segunda vez y oyó que un hombre gritaba: «¡Ya voy! ¡Ya voy!», y un momento después, la puerta se abrió de par en par y vio a un tipo que no se parecía en absoluto al don Juan cibernauta que Barbara se había imaginado. Pensaba que sería alguien vagamente aceitoso, sin lugar a dudas con pantalones muy apretados, con la camisa descaradamente abierta y mostrando un medallón de oro como si fuera un premio que tuviera que ser desenmarañado del copioso vello que le cubría el pecho. No obstante, lo que vio delante de ella era un hombre de ojos grises parecido a un perro lebrel, que medía menos de metro ochenta y que tenía unas mejillas redondas y sonrosadas que habrían sido la ruina de su juventud. Vestía pantalones vaqueros azules y una camisa de algodón a rayas con cuello de botones, que llevaba abotonada hasta la mismísima garganta. Unas gafas asomaban del bolsillo de la camisa. También calzaba unas zapatillas que parecían caras.
«Se acabó lo de las ideas preconcebidas», pensó Barbara. Era evidente que había llegado la hora de elevar el nivel de sus lecturas, porque esas novelas románticas y baratas le estaban ensuciando la mente.
Sacó su placa y se identificó.
– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó.
La respuesta de Pitchley fue inmediata a medida que intentaba cerrar la puerta:
– No sin la presencia de mi abogado.
Barbara alargó la mano, intentó parar la puerta y le dijo:
– Mire, señor Pitchley, necesito una foto suya. Si no está relacionado con Eugenie Davies, no le perjudicará en lo más mínimo darme una.
– Le acabo de decir…
– Ya lo he oído. Y lo que yo le digo es lo siguiente: para conseguir la fotografía que quiero puedo seguir el proceso legal con toda la gente que haga falta, desde su abogado hasta el juez presidente del Tribunal Constitucional y del Supremo, pero creo que no sólo alargará sus problemas, sino que también será un entretenimiento estupendo para sus vecinos cuando me presente en el coche patrulla y con el fotógrafo de la policía. Con la sirena conectada y las luces en el techo para crear el efecto adecuado, evidentemente.
– No se atrevería.
– Póngame a prueba -le dijo.
Lo estuvo pensado, recorriendo la calle con la mirada. Al cabo de un rato, dijo:
– Ya he declarado que hacía años que no la veía. Ni siquiera la reconocí cuando vi su cuerpo. ¿Por qué todo el mundo se niega a creerme? Estoy diciendo la verdad.
– ¡De acuerdo! ¡Estupendo! Entonces, déjeme demostrarlo a todo el mundo que pueda estar interesado. No sé lo que piensa el resto del cuerpo policial, pero yo no tengo ningún interés en culpar de este asesinato a una persona que no guarde una relación directa con el caso.
Se balanceó de un pie a otro como un niño pequeño. Aún seguía asiendo la puerta con una mano y la otra mano se deslizó hacia arriba para coger la jamba.
Era una reacción interesante, pensó Barbara. A pesar de todo lo que le había dicho para tranquilizarle, seguía bloqueando la entrada. Se comportaba como un hombre que tiene algo que ocultar. Barbara deseaba saber qué era.
– Señor Pitchley… ¿se acuerda de la fotografía…?
– Muy bien. Voy a buscar una. Si es tan amable de esperar…
Barbara entró en la casa a empujones, no queriendo darle la oportunidad de añadir «aquí o en la escalera», al margen de que añadiera un educado «por favor». Le respondió sinceramente:
– Muchísimas gracias. Muy amable de su parte. Me sentará muy bien alejarme del frío durante unos minutos.
Movió las ventanas de la nariz en señal de desagrado, pero contestó:
– De acuerdo. Espere aquí. Volveré enseguida. -A continuación salió disparado hacia las escaleras.
Barbara escuchó sus pasos con atención. También se fijó en los sonidos de la casa. Había confesado que ligaba con mujeres maduras en la red, pero también cabía la posibilidad de que ligara con presas más jóvenes. Si ése era el caso, y si tenía el mismo éxito con las adolescentes que con las otras, nunca correría el riesgo de llevar una al Comfort Inn. Cualquier tipo cuya respuesta inicial fuera «quiero a mi abogado» cada vez que hablaba con un policía, seguro que sabía perfectamente lo que le sucedería si le pillaban con una menor de edad. Si las cosas iban por ahí, seguro que se aseguraba de no correr ningún riesgo en público. Si las cosas iban por ahí, seguro que correría el riesgo en casa.
El hecho de haber visto un movimiento desde la calle en la habitación de arriba al llegar a la casa le sugirió que, fuera lo que fuera que Pitchley estuviera haciendo, seguro que estaba ocurriendo en ese piso de la casa. Así pues, Barbara se dirigió poco a poco hacia una puerta cerrada que había a su derecha a medida que Pitchley trasteaba en el piso de arriba. Abrió la puerta de golpe y entró a una ordenada sala de estar amueblada con antigüedades.
El único objeto que parecía estar fuera de lugar era una raída chaqueta impermeabilizada que descansaba sobre una silla. Le parecía extraño que el pulcro de Pitchley hubiera dejado allí una prenda suya. Había algo en él que indicaba que era muy ordenado y que sugería que el último lugar en el que dejaría una chaqueta así después de su paseo diario o lo que fuera sería en esa sala de estar atestada de mobiliario antiguo.