Barbara reflexionaba sobre eso a medida que hacía marcha atrás para salir a la calle. «Pitchley, Pitchford y Hombre Lengua», pensó. Había algo raro en todo eso. Se preguntó inútilmente si el hombre de West Hampstead utilizaría algún otro nombre.
Sabía perfectamente cómo averiguarlo.
Lynley encontró la casa de Ian Staines en una calle tranquila que no estaba muy lejos de St. Ann's Well Gardens. Al haber usado la autopista, no había tardado mucho tiempo en ir desde Henley-on-Thames hasta Brighton, pero la escasa luz de noviembre se desvanecía con rapidez a medida que aparcaba el coche delante de la dirección correcta.
Una mujer que sostenía un gato entre sus brazos, como si de un bebé se tratara, le abrió la puerta. Era un gato de angora, un animal con pedigrí y de mirada insolente que observó a Lynley con sus siniestros ojos azules mientras éste se identificaba. La mujer era una eurasiática de gran belleza, y aunque ya no era lo atractiva y lo joven que habría sido en un pasado, era difícil apartar los ojos de ella a causa de una sutil severidad que se escondía bajo su piel.
Observó la identificación de Lynley y se limitó a decir «de acuerdo» cuando le preguntó si era la esposa de Ian Staines. Esperó a lo que fuera que él quisiera decirle, aunque el hecho de que entornara los ojos le sugirió a Lynley que ella tenía pocas dudas de quién era el objeto de su visita. Le preguntó si podría hablar un momento con ella, y ella se apartó de la puerta y lo condujo a una sala de estar que estaba a medio amueblar. Al darse cuenta de las marcadas huellas que los muebles habían dejado sobre la moqueta, le preguntó si se estaban mudando de casa. Le respondió que no, que no se estaban cambiando de casa, y después de la más diminuta de las pausas, añadió «todavía» de tal modo que Lynley sintió todo su desprecio.
No le indicó que se sentara en una de las dos sillas que quedaban en la escasamente amueblada sala, ya que en ese momento estaban ocupadas por gatos del mismo linaje que el felino que sostenía entre sus brazos. Ninguno de los gatos dormía, tal y como cabría esperar de un animal recostado en una cómoda silla, sino todo lo contrario, ya que estaban atentos, como si Lynley fuera un espécimen de algo en lo que podrían estar interesados si les daba un ataque repentino de energía.
La señora Staines dejó en el suelo el gato que sostenía. Con unas patas que mostraban que le peinaban el pelaje con sumo cuidado, se acercó poco a poco a una de las sillas, se subió tranquilamente de un salto y apartó a su compañero. El gato se unió al otro y se sentó sobre las patas traseras.
– ¡Qué animales tan bonitos! -exclamó Lynley-. ¿Se dedica a la cría de animales, señora Staines?
No respondió. En verdad, no era muy diferente de los gatos: observadora, reservada y manifiestamente hostil.
Se encaminó hacia una mesa que descansaba sola junto a las huellas de moqueta de lo que debería haber sido un sofá. Sobre la mesa no había nada, a excepción de una caja de carey, cuya tapa abrió de golpe la señora Staines con una uña muy cuidada. Sacó un cigarrillo, y del bolsillo de sus estrechos pantalones extrajo un encendedor. Encendió el cigarrillo e inhaló.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó en un tono de voz propio de una mujer que quiere añadir «esta vez» a su pregunta.
No había ningún periódico en la sala. Pero su ausencia no significaba que los Staines no estuvieran al corriente de la muerte de Eugenie Davies.
– En Londres se ha producido una situación de la que me gustaría hablar con su marido, señora Staines. ¿Se encuentra en casa o todavía está en el trabajo?
– ¿En el trabajo? -Soltó una risita entrecortada antes de decir-: ¿Londres, ha dicho? A Ian no le gustan las ciudades, inspector. Apenas puede soportar las aglomeraciones de Brighton.
– ¿Se refiere al tráfico?
– A la gente. La misantropía es una de sus cualidades menos admirables, aunque la mayoría de las veces consigue ocultarlo. -Hizo una calada con la pose estudiada de una antigua estrella de cine, con la cabeza inclinada para que el pelo, grueso, cortado con estilo y con la ocasional veta de pelo cano que destacaba, le cayera por encima de los hombros. Se dirigió hacia una ventana delante de la cual había más huellas en la moqueta de muebles que ya no estaban-. No estaba en casa cuando ella murió. Había ido a verla. Se habían peleado, como ya debe de saber, porque si no, ¿qué otro motivo le habría traído hasta aquí? No obstante, no la mató.
– Entonces, está enterada de lo que le sucedió a la señora Davies.
– Por el Daily Mail -respondió-. Hasta esta misma mañana no sabíamos nada.
– Una persona vio a alguien discutir con la señora Davies en Henley-on-Thames, alguien que se marchó en un Audi con matrícula de Brighton. ¿Ese hombre era su marido?
– Sí -contestó-. Ése debía de ser Ian, hablando de otro excelente plan destinado a fracasar.
– ¿Plan?
– Ian siempre hace planes. Y cuando no tiene planes, tiene promesas. Planes y promesas. Promesas y planes. Y normalmente todo queda en nada.
– Ya es suficiente, Lydia.
La frase, pronunciada con dureza, procedía de la puerta. Lynley se dio la vuelta y vio aparecer a un hombre larguirucho, con la piel amarillenta y arrugada de un fumador crónico. Hizo lo mismo que su mujer había hecho: cruzó la habitación hasta la caja de carey y sacó un cigarrillo. Le hizo un gesto a su mujer con la cabeza. Según parece, eso comunicaba algún deseo, ya que, a modo de respuesta, ella sacó el encendedor por segunda vez. Lydia se lo pasó y él lo utilizó mientras preguntaba:
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Ha venido por lo de tu hermana -apuntó Lydia Staines-. Ya te dije que vendrían, Ian.
– ¡Déjanos solos! -Alzó la barbilla hacia las dos sillas para señalar a los gatos-. Llévatelos contigo antes de que se conviertan en el nuevo abrigo de alguien.
Lydia Staines tiró su cigarrillo, aún encendido, a la chimenea. Cogió un gato con cada brazo.
– Ven con nosotros, Cesar -le dijo al gato que quedaba. Después añadió-: Si no vienes, ya te las arreglarás.
Acompañada por los animales, salió de la habitación.
Staines observó cómo se iba, y había algo en sus ojos que se asemejaba al hambre de un animal a medida que le miraba el cuerpo de arriba abajo, algo en sus ojos que indicaba el odio que siente un hombre hacia una mujer que tiene demasiado poder sobre él. Cuando oyó el sonido de una radio en alguna parte de la casa, dedicó toda su atención a Lynley.
– Sí, vi a Eugenie. Dos veces. En Henley. Tuvimos una discusión. Me había dado su palabra, me había prometido que hablaría con Gideon (es su hijo, pero supongo que a estas alturas ya lo debe de saber, ¿verdad?) y confiaba en que lo haría. Pero después me dijo que había cambiado de opinión, que había surgido algo que hacía imposible que le pidiera… Y eso fue todo. Me marché de allí ciego de rabia. Pero, según tengo entendido, alguien nos vio. Me vio. Vio el coche.
– ¿Dónde está? -le preguntó Lynley.
– En el mecánico.
– ¿En cuál?
– En el del barrio. ¿Por qué?
– Necesito la dirección. Tengo que ver el coche y hablar con la gente del garaje. Supongo que también se ocupan de las carrocerías.
La punta del cigarrillo de Staines relució, larga y brillante, mientras inspiraba suficiente aire para salir de ese apuro.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó.
– Inspector Lynley. Del Nuevo Departamento de Scotland Yard.
– No atrepellé a mi hermana, inspector Lynley. Estaba enfadado. Estaba totalmente desesperado. Pero atropellarla no me habría ayudado a conseguir lo que quiero; por lo tanto, planeé esperar unos días, unas cuantas semanas si era necesario y si yo podía aguantar hasta entonces, e intentar convencerla de nuevo.