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– ¿Convencerla de qué?

Al igual que su mujer, lanzó el cigarrillo a la chimenea.

– ¡Venga conmigo! -le sugirió, y salió de la sala de estar.

Lynley lo siguió. Subieron al primer piso de la casa, por unas escaleras tan bien enmoquetadas que sus pisadas no hacían el menor ruido. Recorrieron un pasillo en el que rectángulos de papel más oscuro en la pared indicaban que antes había habido cuadros o grabados. Entraron en una habitación oscura que hacía la función de despacho: encima del escritorio había una pantalla de ordenador que relucía con textos e información numérica. Lynley lo examinó y vio que Staines estaba conectado a Internet y que había escogido la página de un corredor de bolsa como material de lectura o investigación.

– Invierte en bolsa -dijo Lynley.

– Abundancia.

– ¿Qué?

– Abundancia. Se trata de pensar y vivir en la abundancia. Pensar y vivir en la abundancia crea abundancia, y esa abundancia produce más de lo mismo.

Lynley frunció el ceño, intentando relacionar lo que le decía con lo que veía en pantalla. Staines prosiguió.

– Lo más importante está en el pensamiento. La mayoría de la gente no sale de la escasez porque es lo único que conoce y lo único que le han enseñado. Yo también era así antes. Mierda, claro que era así. -Se acercó a Lynley y puso la mano sobre un grueso libro abierto que estaba junto al teclado del ordenador. Estaba subrayado con rotuladores de varios colores, como si el lector lo hubiera estado estudiando durante años y hubiera aprendido algo nuevo con cada una de las cuidadosas lecturas. Parecía un libro de texto, A Lynley se le ocurrió que podía ser de economía, pero las palabras de Staines parecían hacer referencia a una filosofía new age. El hombre continuó en voz baja e intensa-: Atraemos a nuestras vidas lo que más se parece a nuestros pensamientos -afirmó con insistencia-. Si uno piensa en la belleza, somos bellos. Si uno piensa en la fealdad, somos feos. Si uno piensa en el éxito, al final lo obtiene.

– Si uno piensa en dominar el mercado internacional, ¿al final lo consigue? -le preguntó Lynley.

– Sí. Sí. Si uno se pasa la vida contemplando sus límites, no puede esperar ninguna libertad de esa limitación. -Los ojos de Staines se concentraron en la reluciente pantalla. Bajo esa luz, Lynley se dio cuenta de que tenía cataratas en el ojo izquierdo, y que la piel de debajo estaba hinchada-. Solía vivir dentro de mis límites. Estaba limitado por las drogas, por la bebida, por los caballos, por las cartas. Si no era una cosa, era otra. Lo perdí todo, mi mujer, mis hijos y mi casa, pero no me volverá a suceder. Lo juro. La abundancia llegará. Vivo abundancia.

Lynley empezaba a comprender lo que le decía.

– Pero invertir en la bolsa es bastante arriesgado, ¿no es verdad, señor Staines? -apuntó-. Se puede ganar mucho dinero, pero también se puede perder.

– Con fe, acciones correctas y convicción, no se corre ningún riesgo. Los pensamientos adecuados hacen que se lleven a cabo las intenciones de Dios, que es sólo bondad y que sólo quiere bondad para sus hijos. Si estamos unidos a Él y formamos parte de Él, entonces formamos parte de lo bueno. Debemos repetirnos ese mensaje.

Mientras hablaba, miraba la pantalla fijamente. Estaba dividida de tal modo que los precios continuamente cambiantes de la bolsa aparecían en una franja intermitente de la parte inferior de la pantalla. Staines parecía estar hipnotizado por esa franja, como si esas cifras variables fueran instrucciones en clave para encontrar el Santo Grial.

– Sin embargo, lo bueno puede tener diversas interpretaciones, ¿no es verdad? -le preguntó Lynley-. ¿Y no es posible que la línea del tiempo del hombre y la de Dios para alcanzar el bien puedan seguir calendarios diferentes?

– Todo reside en la abundancia -afirmó Staines, hablando entre dientes-. Nosotros la definimos y ésta viene a nosotros

– Y si no viene, tenemos deudas -apuntó Lynley.

Abruptamente, Staines se inclinó hacia delante y apretó un botón del monitor. La pantalla se fue apagando poco a poco. Dirigió sus palabras hacia la pantalla, y su tono de voz dejaba entrever una furia que mantenía a raya.

– Hacía años que no la veía. Hacía años que no me preocupaba de ella. La última vez fue en el funeral de nuestra madre, e incluso entonces me mantuve al margen, porque sabía que si hablaba con ella también tendría que hablar con él, y yo odiaba a ese cabrón. Desde el día en que me marché de casa, había leído todas las necrológicas con la esperanza de ver su nombre, esperando leer que el gran hombre de Dios por fin había abandonado el infierno que había creado para todos los que le rodeaban y que se había ido al suyo propio. Sin embargo, ellos se quedaron. Doug y Eugenie se quedaron. Permanecían sentados como buenos soldados de Cristo y escuchaban sus sermones de los domingos, mientras que el resto de la semana tenían que sentir la correa a sus espaldas. No obstante, yo me escapé de casa a los quince años y nunca regresé. -Se quedó mirando a Lynley-. Nunca le pedí nada a mi hermana. Durante todos esos años de drogas, bebida y caballos, nunca le pedí nada. Pensaba que era la más joven, que se había quedado, que había tenido que soportar lo peor de la furia de ese hijo de puta y que, por lo tanto, se merecía vivir su propia vida. Y no me importaba haberlo perdido todo, todo lo que alguna vez tuve o amé, porque ella era mi hermana y nosotros éramos sus víctimas, y porque ya me llegaría el momento. Así pues, acudí a Doug, y siempre que podía me ayudaba. Pero la última vez me dijo: «Esta vez no puedo ayudarte, hermano. Si no te lo crees, mira el talonario». Por lo tanto, ¿qué más podía hacer?

– Le pidió dinero a su hermana para pagar sus deudas. ¿Cómo las contrajo, señor Staines? ¿Especulando a la baja? ¿Contratando posicionistas de un solo día? ¿Comprando contratos de compra de valores bursátiles? ¿Cómo?

Staines se apartó del monitor, como si en ese momento se sintiera ofendido al verlo.

– Hemos vendido todo lo que hemos podido -replicó-. En nuestro dormitorio sólo nos queda la cama. Utilizamos una caja de cartón para comer en la cocina. Hemos vendido todos los artículos de plata. Lydia ha perdido todas sus joyas. Lo único que necesito es una racha de suerte, y ella me podría haber ayudado a conseguirla; prometió ayudarme. Yo le dije que le devolvería el dinero, que se lo devolvería a él. Debe de tener miles, millones. Seguro que los tiene.

– ¿Gideon? ¿Su sobrino?

– Confiaba en que ella le hablaría. Pero cambió de opinión. Me dijo que había sucedido algo y que, por lo tanto, no le podía pedir dinero.

– ¿Se lo contó cuando la vio la otra noche?

– Sí, me lo dijo entonces.

– ¿No se lo dijo antes?

– No.

– ¿Le contó de qué se trataba?

– Discutimos muchísimo. Supliqué. Le supliqué a mi propia hermana, pero… no. No me lo contó.

Lynley se preguntó por qué le estaría contando tantas cosas. Sabía por experiencia personal que los adictos eran unos virtuosos cuando se trataba de hacer bailar a sus amigos de confianza al son de su música. Su propio hermano lo había hecho durante años. Pero él no era un amigo íntimo del hermano de Eugenie, ni un familiar cercano cuyo abrumador sentido de la responsabilidad por algo que de hecho no era responsabilidad suya iba a obligarle a dejarle el dinero que necesitaba «sólo por esta vez». Con todo, su larga experiencia le decía que Staines no hablaba por hablar.

– ¿Adónde fue cuando dejó a su hermana, señor Staines?

– Estuve dando vueltas con el coche hasta la una y media de la madrugada, para no encontrarme a Lydia despierta cuando regresara a casa.

– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo? ¿Se detuvo en alguna gasolinera?