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Libby le hizo bajar por la escalera y le llevó hasta la cocina, donde se dio cuenta enseguida de que no tenía ninguno de los pasteles que le había prometido. Tampoco tenía nada para poner en la tostadora, pero estaba segura de que él sí y, en consecuencia, lo hizo subir a toda prisa a su casa y le hizo sentarse a la mesa de la cocina mientras ella llenaba la tetera y rebuscaba en los armarios para ver si encontraba té o algo comestible para acompañarlo.

Permanecía sentado cual muerto viviente… aunque Libby se estremeció al pensar en la analogía. Le explicó lo que había hecho durante el día con la intención de distraerle, y se dio cuenta de que estaba poniendo tanta energía en ese esfuerzo que había empezado a sudar por debajo de su vestimenta de cuero. Sin pensarlo dos veces, bajó la cremallera de la chaqueta y empezó a quitársela mientras hablaba.

El periódico sensacionalista que había guardado dentro cayó al suelo. Cayó como un trozo de pan untado con mantequilla, precisamente del lado que uno nunca deseaba que cayera: hacia arriba. El gran titular consiguió lo que los grandes titulares siempre buscaban: llamó la atención de Gideon y se inclinó para cogerlo a medida que Libby también lo intentaba.

– ¡No lo hagas! ¡Sólo hará que empeorar las cosas! -le advirtió.

Levantó los ojos hacia ella y le preguntó:

– ¿Qué cosas?

– ¿Qué necesidad tienes de sufrir más? -le preguntó, asiendo un extremo del periódico mientras él tiraba del otro-. Lo único que hacen es desenterrarlo todo de nuevo. No te hace ninguna falta.

No obstante, los dedos de Gideon eran tan insistentes como los de ella, y sabía que si no le dejaba quedarse con el periódico acabaría rompiéndolo por la mitad, como si fueran dos mujeres luchando por un vestido en las rebajas de Nordstrom. Soltó su mitad y se maldijo mentalmente por haber traído ese periódico y por haber olvidado que lo llevaba consigo.

Gideon leyó el artículo, tal y como había hecho ella. Y del mismo modo, saltó a las páginas cuatro y cinco. Allí, vio las fotografías que habían desenterrado del archivo: su hermana, su padre y su madre, a sí mismo cuando tenía ocho años, y a todas las demás partes involucradas. Supongo que ese día no había muchas más noticias que contar, pensó Libby con amargura.

– Gideon, he olvidado decirte que alguien telefoneó mientras yo llamaba a la puerta. Oí una voz en el contestador automático. ¿Quieres oírlo? ¿Quieres que lo ponga en marcha?

– Eso puede esperar -contestó.

– Podría ser tu padre. Quizá sea algo relacionado con Jill. De hecho, ¿qué opinión te merece esa situación? Nunca me has dicho nada de eso. Debe de ser muy extraño tener un hermano o una hermana pequeña cuando eres lo suficiente mayor para tener tus propios hijos. ¿Ya saben lo que será?

– Una niña -respondió, aunque era evidente que tenía la cabeza en otra parte-. Jill se hizo las pruebas. Será una niña.

– ¡Qué bien! ¡Una hermana pequeña! ¡Qué suerte! ¡Serás un hermano mayor estupendo!

Se puso en pie de un salto y exclamó:

– ¡No puedo seguir teniendo pesadillas! Tardo horas en dormirme cuando me meto en la cama. Me tumbo, escucho y miro el techo. Cuando por fin me duermo, tengo esos sueños. Pesadillas y más pesadillas. ¡Soy incapaz de soportar esos sueños!

La tetera se apagó a sus espaldas. Libby quería encargarse del té, pero había algo en su rostro, algo tan salvaje y desesperante… Nunca había visto una expresión así con anterioridad, y se dio cuenta de que la tenía hipnotizada, que se sentía atraída hacia ella de un modo tan poderoso que era incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarla. Pensó que era mucho mejor eso que no ir en cualquier otra dirección… como, por ejemplo, pensar que había sido responsable de la muerte de su madre.

Eso era imposible, porque ¿qué motivos podía tener? ¿Cómo era posible que un hombre como él perdiera el juicio tras la muerte de su madre? ¿Que había muerto su madre? ¿Que no la había visto ni había tenido noticias de ella durante años? Bien, pues la vio una vez, le pidió dinero, no sabía quién era y se negó. ¿Era ése motivo suficiente para perder la cabeza? Libby creía que no. Lo único que sabía era que estaba muy contenta de que lo visitara una psiquiatra.

– ¿Le has contado tus sueños a la psiquiatra? -le preguntó-. Se supone que saben lo que significan, ¿no es verdad? Lo que te quiero decir es que, ¿por qué otro motivo iba uno a pagarles si no fuera para que te cuenten lo que significan y así dejar de tenerlos?

– He dejado de ir.

Libby frunció el ceño y exclamó:

– ¡A la psiquiatra! ¿Cuándo?

– He cancelado mi cita de hoy. No puede ayudarme a volver a tocar el violín. He estado perdiendo el tiempo.

– Pero yo creía que te gustaba.

– ¿Qué quieres decir con eso de que me gustaba? Si es incapaz de ayudarme, ¿qué sentido tiene? Quería que recordara, y he recordado, y ¿cuál ha sido el resultado? Mírame. Mira todo esto. Mira. Mira. ¿De verdad crees que puedo tocar así?

Gideon alargó las manos, y Libby se percató de algo que no había visto antes, algo que sabía que no había existido veinticuatro horas antes, cuando había ido hacia ella por primera vez y le había contado que su madre había muerto. Las manos le temblaban. Le temblaban mucho, al igual que las manos de su abuelo antes de que le administraran los medicamentos contra el Parkinson.

Una parte de ella deseaba celebrar lo que implicaba que Gideon hubiera dejado de ir a la psiquiatra. Estaba empezando a definirse como algo más que un simple violinista, y eso era bueno. Pero otra parte de ella sentía cierto malestar al oír lo que decía. Sin el violín, podría averiguar quién era, pero tenía que desear hacer esa averiguación, y por lo que decía no parecía el tipo de hombre que estuviera dispuesto a embarcarse en un viaje de autoconocimiento.

Con todo, le dijo dulcemente:

– El hecho de que no toques no quiere decir que sea el fin del mundo, Gideon.

– Es el fin de mi mundo -le replicó.

Gideon entró en la sala de música. Le oyó tropezar, chocarse contra algo y maldecir. Se encendió una luz, y mientras Libby se ocupaba del té -una sugerencia que ahora le parecía de lo más insignificante-, Gideon escuchó el mensaje que habían dejado cuando él intentaba trabajar en el cobertizo.

«Le habla el inspector Thomas Lynley -le dijo una voz afelpada de barítono de obra de época-. Me dirijo a Londres desde Brighton. ¿Me llamará al móvil cuando reciba este mensaje? Necesito hablar sobre su tío con usted.»

«¿Ahora aparece un tío?», se preguntó Libby mientras el detective recitaba el número de teléfono de su móvil. ¿Qué iba a suceder a continuación? ¿Qué más tendría que soportar Gideon y cuándo diría basta?

Estaba a punto de decir: «Espera hasta mañana, Gid. Duerme conmigo esta noche. Haré todo lo posible para que no tengas pesadillas. Te lo prometo», cuando oyó que Gideon empezaba a marcar un número de teléfono. Un instante más tarde comenzó a hablar. Intentó parecer ocupada con el té, pero de todos modos escuchó la conversación, por el bien de Gideon.

– Aquí Gideon Davies -dijo-. He recibido su mensaje… Gracias… Sí, fue un golpe muy duro.-Escuchó durante un buen rato lo que el detective le estaba diciendo. Al cabo de un rato respondió-: Preferiría hablarlo por teléfono, si no le importa.

«Un tanto a nuestro favor -pensó Libby-. Pasaremos una noche tranquila y después nos iremos a dormir.» Pero mientras llevaba las tazas de té a la mesa, Gideon continuó hablando, después de hacer otra pausa para escuchar al policía.

– De acuerdo, entonces. Si no puede ser de otra manera. -Le dio la dirección-. Estaré en casa, inspector. -Después colgó.

Regresó a la cocina. Libby intentó aparentar que no había estado escuchando tras la puerta. Se dirigió hacia un armario y lo abrió, en busca de algo que pudiera acompañar al té. Sacó un paquete de galletas japonesas. Rasgó el paquete y vertió el contenido en un cuenco, cogiendo dos semillas y llevándoselas a la boca a medida que llevaba el cuenco a la mesa.