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Al principio no había sabido lo que estaba pasando. Ni había querido saberlo ni tampoco se lo había podido permitir. Había oído la discusión entre ella y los padres, le había contado que la habían despedido, y lo último en que quería pensar era si la discusión, el despido y el motivo de ese despido -el cual sospechaba, pero era incapaz de considerar-guardaban alguna relación con lo que había acontecido tras esa puerta del cuarto de baño.

– James, ¿qué está pasando? -Sarah-Jane Beckett le había cogido de la mano y se la había apretado mientras susurraba-: ¡Dios mío! No le habrá pasado nada a Sonia, ¿verdad?

La había mirado y se había dado cuenta de que los ojos le brillaban a pesar de su tono sombrío. Pero no se había preguntado qué significaba ese brillo. Lo único que se había preguntado era cómo librarse de ella y poder ir hacia Katja.

– Llévate al niño -le había ordenado Richard Davies-. ¡Por el amor de Dios, saca al niño de aquí, Sarah!

Había hecho lo que le habían ordenado, y se había llevado al pálido niño a su dormitorio, donde la música sonaba, alegremente, como si nada terrible hubiera sucedido en la casa.

Él mismo había ido a buscar a Katja y la había encontrado en la cocina, donde Robson la estaba obligando a beberse un vaso de coñac. Ella, que intentaba negarse, gritaba: «No, no, no puedo beber eso», despeinada, con los ojos desorbitados y sintiéndose culpable a más no poder, ya que era la niñera cariñosa y encargada de proteger a una niña que había… ¿qué? Tenía miedo de preguntar, miedo porque ya lo sabía y porque no se atrevía a pensar en lo que implicaría para su propia vida si lo que había pensado y temido resultaba ser verdad.

– Bébete esto -le decía Robson-. Katja, por el amor de Dios, serénate. La ambulancia llegará enseguida y no es conveniente que te vean en este estado.

– ¡No lo he hecho! ¡No lo he hecho! -Se dio la vuelta en la silla y se cogió a su camisa, asiendo y retorciendo el cuello-. ¡Debes decírselo, Raphael! Diles que no la he dejado sola.

– Te estás poniendo histérica. Tal vez no haya pasado nada.

Pero ése no resultó ser el caso.

Entonces debería haber estado con ella, pero no lo había hecho porque tenía miedo. El mero pensamiento de que algo pudiera haberle ocurrido a esa niña, o a cualquier niña de una casa en la que él viviera, le había paralizado. Y después, cuando podría haber hablado con ella -y, de hecho, lo intentó-para demostrarle una amistad que no era verdadera, ella se había negado a dirigirle la palabra. Parecía como si las sutiles críticas que estaba recibiendo por parte de la prensa inmediatamente después de la muerte de Sonia la hubieran obligado a quedarse en un rincón, y que la única manera de sobrevivir era volverse diminuta y callada, cual guijarro en un sendero. Todas las historias sobre el drama que estaba aconteciendo en Kensington Square empezaban con un recordatorio de que la niñera de Sonia Davies era la alemana cuya aclamada huida de Alemania Oriental -previamente considerada admirable y milagrosa-había costado la vida de un hombre joven, y que el lujoso ambiente en que se encontraba en Inglaterra suponía un contraste horrendo y desolador a la situación en la que había quedado su familia después de que ella buscara asilo político de una forma tan ostentosa. Cualquier cosa que pudiera ser remotamente cuestionable o interpretable en potencia fue sacada a la luz por la prensa. Y cualquier persona cercana a ella se exponía a recibir el mismo trato. Por lo tanto, había guardado las distancias, y luego ya era demasiado tarde.

Cuando finalmente fue acusada y llevada a juicio, la furgoneta que la trasladaba desde Holloway hasta el Tribunal Central de lo Criminal de Londres había sido bombardeada con huevos y fruta podrida, y gritos de «asesina de bebés» le daban la bienvenida cuando la misma furgoneta la devolvía a la cárcel por las noches y cuando tenía que recorrer los pocos metros que la separaban de la puerta de la prisión. El crimen que supuestamente había perpetrado despertó un gran interés entre el público: porque la víctima era una niña, porque era una niña deficiente, y porque -aunque nadie se atrevía a decirlo directamente- la supuesta asesina era alemana.

«Y ahora estaba de nuevo metido en todo eso», pensaba Pitchley mientras se frotaba la frente. Se veía igual de involucrado que hacía veinte años, como si no hubiera conseguido distanciarse de lo que había sucedido en esa desgraciada casa. Había cambiado de nombre, había cambiado de trabajo cinco veces, pero todos sus enormes esfuerzos por rehacerse a sí mismo iban a quedar en nada si no podía convencer a Bragas Cremosas de que su declaración era de vital importancia para su supervivencia.

Y no es que la declaración de Bragas Cremosas fuera lo único que necesitara para poner su vida en orden. También tenía que arreglar las cosas con Robbie y Brent, dos cañones desbocados que estaban a punto de disparar.

Cuando aparecieron por segunda vez por Crediton Hill, se había imaginado que le pedirían dinero. Aunque ya les hubiera dado un cheque, los conocía lo suficiente para saber que cabía la posibilidad de que Robbie se hubiera dejado inspirar al ver un Ladbrokes, no para depositar esos fondos en una cuenta bancaria, sino en la cabeza de un caballo cuyo nombre le gustaba en demasía. Esa suposición se vio ratificada cuando Robbie dijo: «Enséñaselo, Brent», antes de que hubieran pasado cinco minutos desde que entraran por la puerta principal, trayendo con ellos el hedor de sus pobres hábitos de aseo personal. Siguiendo las instrucciones de Robbie, Brent sacó de la chaqueta un ejemplar de The Source, el cual abrió como si estuviera sacudiendo las sábanas.

– ¡Mira a quién atropellaron delante de tu casa, Jay! -exclamó Brent con una sonrisa mientras le mostraba la portada del escabroso periódico. «Y evidentemente sólo podía ser The Source», pensó Pitchley. Era imposible que Brent o Robbie elevaran sus gustos a algo menos sensacionalista.

No pudo evitar ver lo que Brent balanceaba ante éclass="underline" el llamativo titular, la fotografía de Eugenie Davies, el grabado de la calle en la que él mismo vivía, y una fotografía del chico que había dejado de serlo para convertirse en una celebridad. «Que esa muerte ocupara todas las portadas de los periódicos era culpa suya», pensó Pitchley con amargura. Si Gideon Davies no hubiera conseguido fama, fortuna y éxito en un mundo que valoraba cada vez más esos logros, los periódicos no habrían dado esa información. Simplemente sería un caso de atropellamiento y fuga que la policía no había acabado de investigar. Final de la historia.

– Claro que cuando vinimos ayer aún no lo sabíamos -apuntó Robbie-. ¿Te importa que me la quite, Jay? -Había conseguido desprenderse de su pesada chaqueta impermeabilizada y la había tirado sobre el respaldo de la silla. Se dio una vuelta por la sala y lo inspeccionó todo con atención-. ¡Una casa bien bonita! ¡Has prosperado mucho, Jay! Espero que te hayas hecho un nombre en el mundo de los negocios; como mínimo, entre la gente que cuenta. ¿No es así, Jay? Manoseas su dinero y abracadabra, haces más dinero y, por lo tanto, confían en que sigas haciéndolo, ¿no es verdad?

– Di lo que quieras, pero voy un poco mal de tiempo -le advirtió Pitchley.

– No veo el porqué -respondió Robbie-. Adelante. En Nueva York… – Castañeteó los dedos en dirección a su compañero-. Brent, ¿qué hora es en Nueva York?

Brent miró su reloj obedientemente. Se le movían los labios a medida que lo calculaba. Frunció el ceño y empezó a contar con los dedos de una mano. Al cabo de un rato exclamó: