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– ¡Es temprano!

– De acuerdo -asintió Robbie-. Ves, Jay, aún es temprano. La bolsa de Nueva York todavía no ha cerrado. Aún te queda mucho tiempo para ganar unas cuantas libras antes de que se acabe el día. Incluso con esta pequeña conferencia que te estamos dando.

Pitchley soltó un suspiro. La única forma que tendría de librarse de esos dos hombres sería haciendo ver que les seguía el juego. Por lo tanto, se limitó a decir: «De acuerdo, tienes razón». Se dirigió hacia un escritorio que había junto a una ventana que daba a la calle y sacó un talonario y un bolígrafo que destapó con autoridad. Llevó el talonario al comedor, cogió una silla, se sentó y empezó a escribir. Empezó con la cantidad: tres mil libras. No se podía imaginar que Rob fuera a pedirle menos.

Rob entró en el comedor a grandes pasos. Brent, como siempre, siguió a su hermano.

– ¿Es eso lo que te piensas, Jay? ¿Que cada vez que venimos a verte sólo queremos dinero?

– ¿Qué más podríais querer? -Pitchley escribió la fecha y empezó a apuntar el nombre.

Robbie, golpeando la mesa del comedor con la mano, gritó:

– ¡Eh! ¡Haz el favor de dejar de escribir y de mirarme! -Y como medida de precaución, le quitó el bolígrafo de la mano-. ¿Piensas que se trata de dinero, Jay? Brent y yo venimos corriendo a tu casa, y mira que Hampstead nos pilla lejos, no te creas, dejando todos nuestros negocios de lado -al decirlo, inclinó la cabeza hacia la sala de estar, por lo que Pitchley pensó que se estaba refiriendo a la calle-, perdiendo dinero en grandes cantidades para estar aquí y charlar contigo diez minutos, y tú vas y te crees que hemos venido a por dinero. ¡Joder, hombre! -Se volvió hacia su hermano-. ¿Qué opinas, Brent?

Brent se unió a ellos junto a la mesa, con The Source todavía colgándole de los dedos. No sabría qué hacer con el periódico hasta que su hermano le diera nuevas instrucciones. Y por el momento, le daba algo con lo que tener las manos ocupadas.

«El pobre zoquete es patético», pensó Pitchley. Era un milagro que hubiera aprendido a atarse los zapatos.

– Muy bien, de acuerdo -dijo, y luego se reclinó en la silla.

– ¿Por qué no me cuentas a qué habéis venido, Rob?

– ¿No podemos pasar a hacerte una visita como amigos?

– Nuestra relación no se ha basado en eso, que digamos.

– ¿No? Bien, pues piensa en qué se ha basado. Porque nuestra relación está lo bastante madura para poder hacerte una visita, Jay. -Robbie rozó The Source con el dedo pulgar. Con ánimo de cooperar, Brent lo levantó un poco, como si fuera un estudiante mostrando su primitiva obra de arte-. Hay pocas noticias en portada últimamente. No hay nadie en la familia real que se porte mal, ni tampoco han pillado a ningún miembro del parlamento con la polla dentro del agujero de una adolescente. Los periódicos van a empezar a indagar, Jay. Brent y yo hemos venido a contarte nuestro plan.

– Plan -Pitchley repitió la palabra con sumo cuidado.

– Claro. Ya nos encargamos de todo una vez. Podemos volver a hacerlo. La situación se calentará con rapidez tan pronto como la policía averigüe quién eres, y cuando se lo cuenten a la prensa, como siempre hacen…

– Ya lo saben -respondió Pitchley, con la esperanza de poder librarse de Robbie, de poder engañarle con una media verdad que podría considerar una verdad completa-. Ya se lo he contado.

Pero Rob no estaba dispuesto a tragarse ese cuento.

– No me lo creo, Jay. Porque si lo hubieras hecho, te habrían tirado a los tiburones tan pronto como hubieran necesitado demostrar que están trabajando mucho. Ya sabes cómo funcionan las cosas. Supongo que es verdad que les contaste algo. Pero como te conozco, sé que no se lo contaste todo. -Lo observó con perspicacia y pareció gustarle lo que veía en su rostro-. Bien, por lo tanto, Brent y yo nos imaginamos que tendríamos que trazar algún plan. Necesitarás protección y nosotros sabemos cómo dártela.

«Y entonces estaré en deuda para siempre -pensó Pitchley-. El doble de lo que ya estoy, porque habréis conseguido mantener a los sabuesos a raya dos veces.»

– Nos necesitas, Jay -le dijo Robbie-. ¿Brent y yo? Nunca giramos la espalda cuando sabemos que alguien nos necesita. Alguna gente lo hace, pero nosotros no somos así.

Pitchley ya podía imaginarse cómo irían las cosas: Robbie y Brent lucharían por él, y utilizarían los mismos métodos de mano dura que tan ineficazmente habían usado en el pasado.

Estaba a punto de decirles que se fueran a casa, con sus esposas, con sus negocios ruinosos, inadecuados y mal llevados, a limpiar, encerar y pulir los coches de la gente rica con la que nunca se mezclarían. Estaba a punto de mandarles a la mierda para siempre, porque estaba cansado de ser drenado cual bañera y de ser tocado como si fuera un piano desafinado. De hecho, estaba a punto de abrir la boca para decírselo cuando sonó el timbre, cuando se dirigió hacia la ventana para ver quién era, cuando les dijo «no os mováis de aquí», y cuando cerró la puerta del comedor a sus espaldas.

«Pero ahora -pensaba con tristeza mientras estaba sentado delante del ordenador intentando, sin éxito, encontrar la manera de convencer a Bragas Cremosas- aún estaré más en deuda con ellos.» Les debería más por la rápida reacción de Rob, esa reacción que les hizo salir de la casa y llegar al parque antes de que esa policía regordeta fuera capaz de echarles el guante cuando estaban escondidos en la cocina. Aunque lo que hubieran podido contarle no habría empeorado una situación ya de por sí calamitosa. Pero Robbie y Brent no lo verían de la misma manera. Pensarían que su rápida reacción le había servido de ayuda y, por lo tanto, pasarían a cobrar cuando lo consideraran conveniente.

Después de ir al taller en el que estaban reparando el Audi de Ian Staines, Lynley regresó a Londres sin ningún contratiempo. Se había llevado a Staines con él a fin de evitar que pudiera llamar al garaje para intentar dirigir el curso del interrogatorio de Lynley, y una vez que se hubieron detenido delante del garaje, le había pedido que esperase en el Bentley mientras él entraba a hacer unas preguntas.

Una vez dentro, le confirmaron casi todo lo que el propio hermano de Eugenie Davies le había contado. Era verdad que estaban revisando el coche; lo había llevado a las ocho de esa misma mañana. Habían concertado la cita el jueves anterior, y la secretaria no había anotado nada irregular -como, por ejemplo, que repasaran la carrocería-cuando ésta se había hecho cargo de la llamada.

Cuando Lynley preguntó si podía ver el coche tampoco le pusieron ninguna traba. El representante del garaje lo acompañó hasta el coche, hablando por los codos de los grandes avances que Audi había hecho con respecto al montaje, a la maniobrabilidad y al diseño. Si sentía cierta curiosidad por saber por qué un policía le preguntaba por un coche en particular, no dio ninguna muestra de ello. Un cliente en potencia era, después de todo, un cliente en potencia.

El Audi en cuestión estaba en una de las plataformas de servicios, elevado a unos dos metros de altura sobre un montacargas hidráulico. Esa posición le dio a Lynley la oportunidad de examinar la parte inferior además de la parte delantera y de ambos guardabarros para ver si se había ocasionado algún desperfecto. La parte delantera estaba en perfecto estado, pero había unas rayas y una abolladura en el guardabarros izquierdo del coche que parecían misteriosas. Además, parecían recientes.

– ¿Es posible que hayan cambiado algún parachoques roto antes de que empezara a revisar el coche? -le preguntó al mecánico.

– ¡Esa posibilidad siempre existe, hombre! -le respondió-. Si la gente supiera comprar bien, no tendría por qué dejarse ni un céntimo en los garajes.

Así pues, a pesar de que había sido corroborado que el Audi se encontraba en buen estado y que se hallaba en el lugar en el que Staines le había dicho, aún cabía la posibilidad de que esas rayas y esa pequeña abolladura significaran alguna cosa más que unas limitadas habilidades automovilísticas. Staines no podía ser tachado de la lista, a pesar de que había insistido en que esas rayas y esa abolladura también eran un misterio para él y de la frase «la maldita Lydia también usa el coche, inspector».