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– Inspector, creo que me acordaría si mi madre hubiera intentado ponerse en contacto conmigo. Ni lo hizo, ni podía hacerlo. Mi número no aparece en el listín telefónico y, en consecuencia, sólo podría haberlo hecho a través de mi padre o de mi agente, o presentándose a uno de mis conciertos y enviando una nota a los camerinos.

– ¿No hizo nada de eso?

– No, no hizo nada de eso.

– ¿Y no le hizo llegar ningún mensaje a través de su padre?

– No me envió ningún mensaje -respondió Davies-. Por lo tanto, quizá mi tío mienta al decir que ella quería verme para pedirme dinero. O tal vez sea mi padre el que le mienta con lo de las llamadas telefónicas. Pero esto último es poco probable.

– Parece estar muy seguro. ¿Por qué?

– Porque mi padre era el primer interesado en que nos viéramos. Pensaba que podría serme de ayuda.

– ¿Con qué?

– Con el problema que tengo con la música. Mi padre pensaba que ella…-Entonces Davies volvió a mirar el fuego, y la seguridad que había mostrado unos instantes antes empezó a desaparecer. Las piernas le temblaban. Más para el fuego que para Lynley, prosiguió-: Aunque yo no creo que hubiera podido ayudarme. En este momento no creo que nadie pueda hacerlo. Pero estaba dispuesto a intentarlo. Eso es, antes de que fuera asesinada. Estaba dispuesto a intentarlo todo.

«Un artista que se ve obligado a estar alejado de su arte por culpa del miedo», pensó Lynley. El violinista no pararía hasta encontrar alguna clase de talismán. Estaría dispuesto a creer que su madre era el amuleto que podría hacer que tocara su instrumento de nuevo. Lynley, para asegurarse, le preguntó:

– ¿Cómo, señor Davies?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo podría haberlo ayudado su madre?

– Poniéndose de acuerdo con papá.

– ¿De acuerdo? ¿Sobre qué?

Davies reflexionó sobre la pregunta, y cuando la contestó, le explicó a Lynley muchísimas cosas sobre las diferencias que había entre su vida profesional y lo que le querían hacer creer al público.

– Que aceptara que no me pasa nada. Que aceptara que mi cabeza me está jugando una mala pasada. Eso es lo que papá quería que ella hiciera. Tenía que intentar convencerla, ¿comprende? Cualquier otra cosa habría sido impensable. Bien, «indecible» sería más bien la palabra que definiría a mi familia. Pero ¿impensable…? Eso supondría un esfuerzo demasiado grande. -Se rió débilmente, un claro indicio de que se sentía desanimado y amargado-. No obstante, habría aceptado verla. Y habría hecho todo lo posible por creerla.

En consecuencia, tenía motivos para querer a su madre viva, no muerta. Especialmente si se aferraba a la convicción de que ella era la cura para su enfermedad. Con todo, Lynley dijo:

– Esto es pura rutina, señor Davies, pero tengo que preguntárselo: ¿dónde estaba la noche que su madre fue asesinada? Debió de suceder entre las diez y las doce de la noche.

– Aquí -respondió-. En la cama. Solo.

– Desde que se marchó de su casa, ¿se ha puesto en contacto con un hombre llamado James Pitchford?

Davies pareció sorprendido de verdad.

– ¿James el Inquilino? No. ¿Por qué?

La pregunta le pareció lo bastante ingenua.

– Su madre iba a verle cuando fue asesinada.

– ¿Iba a ver a James? Eso no tiene sentido.

– No -asintió Lynley-. Es verdad.

«Ni tampoco lo tenían muchas otras cosas que Eugenie había hecho», pensó Lynley. Se preguntó cuál de ellas la habría llevado a la muerte.

Capítulo 14

Jill Foster era consciente de que a Richard no le hacía ninguna gracia tener que volver a hablar con la policía. Y Richard aún se sintió más molesto cuando se enteró de que el policía venía de ver a Gideon. Recibió esa información con aparente naturalidad a medida que le indicaba al inspector Lynley que tomara asiento, pero la forma en que tensó la boca cuando el detective le contó los hechos le indicó a Jill que no estaba contento.

El inspector Lynley observaba a Richard de cerca, como si quisiera calibrar sus reacciones más insignificantes. Eso le produjo a Jill una sensación de intranquilidad. Sabía cómo funcionaba la policía porque hacía años que leía historias en los periódicos de casos que se habían hecho famosos por lo mal resueltos que estaban y aún de muchos más casos de errores judiciales; por lo tanto, estaba versada en los extremos a los que podía llegar la policía con el fin de poder acusar falsamente a un sospechoso. Cuando se trataba de asesinatos, la policía estaba más interesada por argumentar un caso sólido en contra de alguien -en contra de cualquiera-que por llegar al fondo de lo que en realidad había sucedido, porque formular un caso en contra de alguien significaba poner fin a la investigación, lo que implicaba volver a casa para ver a sus mujeres y a sus familias a una hora razonable por una vez en la vida. Ese deseo permanecía latente en cualquier movimiento que hicieran en una investigación de asesinato, y recordar ese hecho incumbía a cualquier persona que fuera interrogada por la policía.

«La policía no es amiga nuestra, Richard -le dijo a su prometido en silencio-. No digas ni una palabra que más tarde puedan alterar y usar en tu contra.»

Y sin lugar a dudas eso era lo que estaba haciendo el detective. Fijó sus oscuros ojos -eran castaños, y no azules como uno habría esperado en una persona rubia-en Richard y esperó pacientemente la respuesta a su comentario, con una pulcra libreta abierta entre sus grandes y bonitas manos.

– Cuando nos vimos ayer, no me comentó que había estado intentando convencer a Gideon para que viera a su madre, señor Davies. Y no entiendo el porqué.

Richard estaba sentado en una silla de respaldo alto que había girado desde la mesa en la que él y Jill solían comer. Esa vez no le había ofrecido ninguna taza de té. Eso hubiera significado que daban la bienvenida al detective, y desde luego ése no era el caso. Tan pronto como hubo llegado, e incluso antes de que el inspector mencionara la visita que le había hecho a Gideon, Richard ya había protestado:

– Quiero serle útil, inspector, pero debo pedirle que sea razonable con sus visitas. Jill necesita sus horas de descanso, y si pudiéramos vernos durante el día, le estaría muy agradecido.

Los labios del policía se habían movido de tal forma que una persona ingenua habría pensado que era una sonrisa. Pero miró a Richard de una manera que indicaba que no era el tipo de hombre que estuviera acostumbrado a que le dijeran lo que tenía que hacer, ni tampoco se tomó la molestia de disculparse por haberse presentado en South Kensington ni por robarles demasiados momentos de su tiempo.

– ¿Señor Davies? -repitió Lynley.

– No le conté que estaba intentando organizar un encuentro entre Gideon y su madre porque no me lo preguntó -respondió Richard. Se volvió hacia el extremo de la mesa en el que estaba sentada Jill, con el portátil en marcha e intentando escribir por quinta vez el Acto III de la Escena I de su adaptación televisiva de Hermosos y malditos-. Supongo que querrás seguir trabajando, Jill. ¿Por qué no te vas a la mesa del estudio…?

Jill, que no iba a permitir que la condenaran a esa especie de mausoleo que Richard le había dedicado a su padre en ese lugar que él designaba el estudio, le respondió:

– De momento no tengo ningún problema para concentrarme. -Después grabó y revisó lo que acababa de escribir. Si iban a hablar de Eugenie, ella iba a estar presente.

– ¿Le había pedido ver a Gideon? -le preguntó el detective a Richard.

– No.

– ¿Está seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! No quería vernos a ninguno de los dos. Esa es la elección que hizo años atrás cuando decidió marcharse sin siquiera preocuparse por decirnos adónde iba.