– ¿Qué quieres aclarar?
– Lo que has dicho: que he dedicado mi vida entera a Gideon.
– ¡Ah! ¡Eso!
– Sí, eso. Antes era verdad. Lo era hasta hace un año. Pero ahora ya no lo es. Siempre será importante para mí. ¿Cómo podría no serlo? Es mi hijo. Pero aunque fue el centro de mi mundo durante más de dos décadas, ahora ya no lo es gracias a ti.
Richard le aguantó el abrigo. Ella metió los brazos y se dio la vuelta hacia él.
– Estás contento, ¿verdad? -le preguntó-. Me refiero a nuestra relación y al bebé.
– ¿Contento? -Colocó una mano sobre su enorme estómago-. Si pudiera entrar en tu interior y pasar un rato con nuestra pequeña Cara, lo haría. Sería la única forma en que los tres podríamos estar más unidos de lo que ya estamos.
– Gracias -le dijo Jill, y lo besó, alzando la boca para juntarla con la que ya le era tan familiar, abriendo los labios, sintiendo su lengua y experimentando la correspondida pasión del deseo.
«Catherine -pensó-. Se llama Catherine», pero lo besó con anhelo y pasión, y se sintió violenta: por desearle sexualmente a pesar del avanzado estado de su embarazo. Pero de repente se sintió tan atraída hacia él que la pasión se convirtió en dolor.
– Hazme el amor -le dijo con la boca apretada contra la suya.
– ¿Aquí? -musitó-. ¿En mi incómoda cama?
– No. En mi casa. En Shepherd's Bush. Vamos. Hazme el amor, cariño.
– ¡Humm!
Los dedos de Richard encontraron sus pezones. Los apretó con suavidad. Ella suspiró. Se los apretó con más fuerza, y sintió cómo su cuerpo mandaba fuego a sus genitales a modo de respuesta.
– ¡Por favor! -musitó-. Richard. ¡Dios!
Soltó una risita y le preguntó:
– ¿Estás segura de que es lo que quieres?
– Me muero de ganas de hacer el amor contigo.
– Bien, pues tendremos que buscar una solución. -La soltó, le pasó las manos por los hombros y le observó el rostro-. Pero si pareces estar muy cansada…
Jill sintió que se desanimaba.
– Richard…
– Pero debes prometerme que después te meterás en la cama y que no abrirás los ojos hasta que no hayan pasado, como mínimo, diez horas. ¿De acuerdo?
Un sentimiento de amor -o de algo que ella entendía como tal le invadió el cuerpo. Sonrió.
– Entonces, llévame a casa ahora mismo, y disfruta conmigo. Si no haces ambas cosas, no respondo de lo que pueda suceder en tu incómoda cama.
Había momentos en los que uno debía dejarse guiar por el instinto. El agente Winston Nkata lo había visto muchas veces mientras colaboraba con algún que otro agente para investigar un caso, y reconoció esa misma inclinación en sí mismo.
Una sensación desagradable no le había abandonado en toda la tarde desde que saliera de la tienda de Yasmin Edwards. Le decía que Yasmin no se lo había contado todo. Por lo tanto, se detuvo en Kennington Park Road y salió de la tienda de comidas para llevar con un sarnosa de cordero en una mano y con un tarro de dal para usar como salsa en la otra. Su madre le guardaría la cena caliente, pero podrían pasar horas antes de que pudiera hincarle el diente al estofado de pollo que le había prometido para cenar. Mientras tanto, necesitaba algo para apaciguar sus tripas.
Masticó y se fijó en los empañados cristales de la lavandería Crushley, al otro lado de la calle y tres puertas más abajo de donde había aparcado. Había pasado por delante y había echado un vistazo en el interior cuando la puerta se había abierto de golpe, y la había visto, enorme, en la parte trasera, trabajando junto a una tabla de planchar con el vapor elevándose a su alrededor.
– ¿Hoy ha ido a trabajar? -le había preguntado a su jefe por teléfono poco después de salir de la tienda de Yasmin-. Sólo es una comprobación rutinaria. No hace falta que le diga que estoy al aparato.
– De acuerdo -le había dicho Betty Crushley, como si sostuviera un cigarro entre los labios-. Por una vez en la vida está donde debe.
– Me alegra oírlo.
– Y a mí también.
Por lo tanto, estaba esperando a que Katja Wolff saliera del trabajo. Si recorría directamente la corta distancia que la separaba del edificio Doddington Grove, entonces tendría que empezar a desconfiar de sus instintos; pero si se dirigía a cualquier otro sitio, sabría que no se había equivocado respecto a ella.
Nkata estaba mojando el último trozo de sarnosa en el tarro de dal cuando la mujer alemana salió por fin de la lavandería, con una chaqueta en el brazo. Se metió la pasta en la boca a toda prisa, dispuesto para la acción, pero Katja Wolff sólo permaneció en la acera de delante de la lavandería durante un minuto. Hacía frío, y un fuerte viento llevaba el olor a gasolina a las mejillas de los peatones, pero las bajas temperaturas no parecían importarle.
Tardó un momento en ponerse la chaqueta, y luego sacó del bolsillo una boina azul que se colocó sobre su pelo corto y rubio. Luego se subió el cuello de la chaqueta y empezó a andar por Kennington Park Road rumbo a casa.
Nkata estaba a punto de maldecir sus instintos por haberle hecho perder tanto tiempo en el preciso instante en que Katja hizo lo inesperado. En vez de girar por Braganza Street, que conducía al edificio Doddington Grove, cruzó la calle y continuó avanzando por Kennington Park Road, sin siquiera mirar en la dirección en la que tendría que haber ido. Pasó por delante de un pub, de la tienda de comidas para llevar en la que había comprado su tentempié, de una peluquería y de una papelería, y se detuvo en una parada del autobús, donde se encendió un cigarrillo y esperó entre una pequeña multitud de pasajeros potenciales. No hizo ningún caso de los dos primeros autobuses que se detuvieron, pero se subió en el tercero después de tirar la colilla al suelo. A medida que el autobús se movía pesadamente entre el tráfico, Nkata empezó a seguirla, satisfecho de no encontrarse en un coche patrulla y agradecido por la oscuridad.
No se hizo muy popular entre sus compañeros de conducción a medida que seguía al autobús, parando cada vez que éste lo hacía, manteniendo los ojos fijos en cada una de las paradas para asegurarse de que no iba a perder a Katja en la creciente oscuridad. Más de un conductor le hizo un gesto obsceno con los dedos mientras serpenteaba entre los coches, y estuvo a punto de darle a un ciclista que llevaba una máscara, cuando un pasajero apretó el botón de parada sin darle apenas tiempo al autobús para que se detuviera.
De esta manera, cruzó el sur de Londres. Katja Wolff había tomado asiento junto a una ventana y, por lo tanto, Nkata era capaz de divisar su boina azul cada vez que el autobús tomaba una curva. Confiaba en que sería capaz de verla cuando bajara del autobús, y así fue cuando, después de sufrir la peor hora punta del día, el autobús se detuvo en la estación de Clapham.
Pensó que Katja tenía intención de coger un tren, y se preguntó lo visible que sería si se tenía que montar en el mismo vagón que ella. Mucho, decidió. Pero no podía hacer nada por evitarlo y tampoco tenía tiempo para pensar en otras alternativas. Buscó con desesperación un sitio donde aparcar.
No apartó los ojos de ella a medida que ésta se abría camino entre la multitud de fuera de la estación. No obstante, en vez de entrar en la estación, tal y como había pensado que haría, se dirigió a una segunda parada de autobús, donde, después de una espera de cinco minutos, se embarcó en otro trayecto a través del sur de Londres.
Esa vez no se sentó junto a la ventana y, en consecuencia, Nkata se vio obligado a mantener los ojos bien abiertos cada vez que bajaba algún pasajero. Le estaba causando mucha ansiedad -por no decir nada de lo enfadados que estaban los otros conductores-, pero ignoró el tráfico y se concentró en lo que tocaba.
En la estación de Putney, se vio recompensado. Katja Wolff bajó del autobús y, sin siquiera mirar ni a derecha ni izquierda, empezó a andar por Upper Richmond Road.