– Ahórrate lo de impresionado. Lo podrías haber hecho tú mismo si tuvieras unos conocimientos básicos de tecnología.
– No seas demasiado duro con él, Simon. -Helen le dedicó una sonrisa cariñosa a su marido-. No hace mucho tiempo que por fin ha aceptado usar el correo electrónico en el trabajo. No le presiones a aceptar el futuro con tanta rapidez.
– Podría ser contraproducente -asintió Lynley. Sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta-. ¿Qué tenemos por aquí?
– Primero el uso que hizo de Internet. -St. James le explicó que el ordenador de Eugenie Davies, por no decir nada de los ordenadores en general, siempre mantenía constancia de las páginas que se habían visitado. St. James le entregó una lista, y Lynley se sintió satisfecho al ver que incluso él era capaz de reconocer que eran direcciones de Internet-. Visitó páginas muy corrientes -apuntó St. James-. Si crees que hacía algo sospechoso en la red, no creo que lo encuentres aquí.
Lynley echó un vistazo a la lista de direcciones que St. James había confeccionado tras analizar el historial de navegación de Eugenie Davies: le explicó que eran las direcciones que habría tecleado en la barra de localización con el fin de acceder a páginas concretas. Con tan sólo dejar el cursor sobre la flecha que había junto a la barra de localización y apretar el botón de la izquierda, se podía acceder con facilidad al rastro que dejaba cualquier persona después de conectarse a la red. Sin prestar demasiada atención a las explicaciones que St. James le daba sobre cómo había obtenido esa información, Lynley iba haciendo gestos de asentimiento a medida que inspeccionaba las direcciones que Eugenie Davies había escogido. Se percató de que St. James había hecho un seguimiento del uso de Internet por la mujer muerta con la precisión que le caracterizaba. Todas las páginas -como mínimo las direcciones- parecían guardar relación con su trabajo de directora del Club Para Mayores de 6o Años: había consultado de todo, desde una página dedicada a la Seguridad Social hasta otra que organizaba viajes en autocar por el Reino Unido para jubilados. También parecía que hubiera consultado algunos periódicos, principalmente Daily Mail e Independent. Y todas las páginas que había visitado con regularidad, especialmente durante los últimos cuatro meses. Eso podría confirmar lo que Richard Davies le había dicho con respecto al seguimiento que Eugenie Davies había hecho del estado de salud de Gideon a través de los periódicos.
– No creo que me sirva de mucho -asintió Lynley.
– No, pero quizás esto sí. -St. James le entregó el resto de los papeles-. Sus mensajes de correo electrónico.
– ¿Hay muchos?
– Muchísimos. Desde el primer día que se conectó a la red.
– ¿Los guardó?
– Sí, pero no tenía intención de hacerlo.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que la gente intenta protegerse en la red, pero que no siempre funciona. Escogen contraseñas que resultan ser evidentes para cualquier persona que los conozca…
– Tal y como hizo al escoger Sonia.
– Sí, exacto. Ése fue su primer error. El segundo consistió en no saber si su ordenador estaba programado para guardar todos los mensajes que recibía. La gente piensa que tiene intimidad, pero la verdad es que su vida es un libro abierto para cualquier persona que sepa qué teclas tocar. En el caso de la señora Davies, los mensajes que borraba iban a parar a la papelera de reciclaje, pero como nunca vació dicha papelera, los mensajes siguieron guardados en el ordenador. Sucede sin parar. La gente aprieta el botón de borrar y supone que se ha deshecho de algo, cuando lo único que ha hecho es cambiarlo de ubicación.
– Entonces, ¿están todos aquí? -Lynley señaló el fajo de papeles.
– Sí, todos los mensajes que recibió. Debes darle las gracias a Helen por haber hecho la impresión. También los ha revisado todos y te ha marcado los que parecen mensajes de trabajo con el fin de ahorrarte un poco de tiempo. Supongo que querrás leer el resto con atención.
– Muchas gracias, querida -le dijo a su mujer, que había cogido un bollo de la bandeja y estaba mordisqueando las puntas.
Examinó el fajo de papeles, dejando a un lado los que Helen había marcado como correspondencia de trabajo. Leyó los demás por orden cronológico. Buscaba cualquier cosa que pudiera ser mediañámente sospechosa, cualquier cosa de alguien que hubiera querido hacerle daño a Eugenie Davies. Y aunque sólo lo admitió para sí mismo, también buscaba algo de Webberly, algo reciente, algo que pudiera ser comprometedor para el comisario jefe.
Aunque algunos de los remitentes no usaban sus nombres verdaderos, sino apodos relacionados con su ámbito de trabajo o intereses especiales, Lynley se sintió aliviado al ver que no había ningún mensaje que pudiera ser relacionado con su superior del Nuevo Departamento de Policía de Londres. En la lista tampoco aparecía ninguna dirección de Scotland Yard, y eso aún era mucho mejor.
Lynley soltó un suspiro de alivio y siguió leyendo los mensajes, a pesar de que no encontró ninguno que procediera de alguien que se diera a conocer como Hombre Lengua, Pitchley o Pitchford. Y cuando examinó por segunda vez el primer documento que St. James le había entregado, se percató de que ninguna de las direcciones que Eugenie Davies había consultado parecía ser una tapadera inteligente para una página web en la que se concertaran encuentros sexuales. Lo cual podría llevar o no a que tacharan a Hombre Lengua-Pitchley-Pitchford de la lista.
Se dedicó de nuevo a leer la lista de mensajes de correo electrónico mientras que St. James y Helen volvían al examen detenido de los gráficos en los que habían estado trabajando a su llegada.
– El último mensaje que recibió fue la mañana del día que fue asesinada, Tommy -añadió Helen-. Es el último del montón, pero quizá quieras echarle un vistazo ahora. Me llamó la atención.
Lynley comprendió por qué cuando lo extrajo de debajo de la pila. El mensaje sólo estaba compuesto por tres frases, y sintió cierto estremecimiento al leerlas: «Debo volver a verte, Eugenie. Te lo suplico. No me ignores después de tanto tiempo».
– ¡Maldita sea! -exclamó-. «Después de tanto tiempo.»
– ¿Qué opinas? -le preguntó Helen, aunque por el tono de voz parecía que ya había llegado a sus propias conclusiones sobre el asunto.
– No lo sé.
No había ninguna despedida en el mensaje, y el remitente se encontraba entre el grupo que usaba un apodo en vez de su nombre verdadero. Jete era la palabra que precedía a la identificación del proveedor. El proveedor en sí era Claranet, aunque no llevaba asociado ningún nombre de empresa.
Eso indicaba que habían usado un ordenador personal para ponerse en contacto con Eugenie Davies, lo cual le produjo cierto grado de alivio, porque, que él supiera, Webberly no tenía ordenador en casa.
– Simon, ¿hay alguna forma de averiguar el nombre verdadero de alguien que usa un apodo? -le preguntó.
– A través del proveedor -contestó St. James-, aunque supongo que tendrás que presionarles para que te lo digan. No están obligados a hacerlo.
– Pero en una investigación por asesinato… -inquirió Helen.
– Eso sería más que suficiente -admitió St. James.
Deborah regresó con cuatro copas y un decantador.
– ¡Aquí está! -anunció-. Bollos y jerez.-Procedió a servirlo.
– Yo no quiero, Deborah. Gracias -se apresuró a decir Helen, mientras untaba un trozo de bollo con mantequilla.
– Debes beber algo -replicó Deborah-. Estamos trabajando como esclavos. Nos merecemos un premio. ¿Prefieres una tónica con ginebra, Helen? -Arrugó la nariz-. ¿En qué demonios debo estar pensando? ¿Tónica con ginebra y bollos? ¡Eso sí que parece apetecible! -Le pasó una copa a su marido y otra a Lynley-. Hoy es un día bastante señalado. Nunca me hubiera imaginado que fueras a rehusar una copa de jerez, Helen, y mucho menos después de haber sido explotada por Simon. ¿Te encuentras bien?