Выбрать главу

Eso mismo había ocurrido en su propio matrimonio. Por lo tanto, había decidido que eso no sucedería en el seno del matrimonio espiritual, y tan difícil de definir, que había tenido con Eugenie Davies.

Se siguió engañando a sí mismo a medida que el tiempo pasaba y ellos seguían viéndose. Se dijo a sí mismo que la profesión que había elegido era perfecta para respaldar la infidelidad que él había empezado a calificar de «derecho bendecido por Dios». Su trabajo siempre había requerido un horario desigual, ya que había pasado fines de semana enteros investigando casos, o a veces había tenido que salir de casa de modo repentino a causa de una llamada en medio de la noche. ¿Por qué el destino, Dios o una simple coincidencia le habían hecho elegir ese tipo de trabajo si no era para que lo usara con el fin de mejorar su crecimiento y desarrollo como ser humano? Así pues, se convenció a sí mismo de que debía continuar, representando el papel de su propio Mefistófeles, echando miles de barcos de deslealtad al mar de la vida. El hecho de que pudiera llevar una doble existencia -justificaba sus ausencias con excusas laborales-empezó a hacerle creer que esa doble existencia era su deber.

No obstante, el peor defecto de la humanidad es el deseo de tener más de todo. Y el deseo de Webberly había acabado por enturbiar lo que en un principio había sido amor celestial, calificándolo de temporal al igual que cualquier otra cosa, pero sin dejar de considerarlo menos apremiante. Después de todo, ella había puesto fin a su matrimonio. Él podría hacer lo mismo con el suyo. Sería cuestión de mantener unas cuantas conversaciones molestas con su mujer, y después sería libre.

Pero nunca había conseguido tener esas conversaciones con Frances, ya que sus fobias eran las que le habían hablado a él. Había caído en la cuenta de que él, su amor y todo el coraje que pudiera cobrar para defender a ese amor no eran nada comparado con la aflicción que se había apoderado de su mujer, y que había acabado por apoderarse de ambos.

Nunca se lo había dicho a Eugenie. Le había escrito una última carta, pidiéndole que le esperara, pero nunca le había vuelto a escribir. Nunca la había vuelto a llamar. Nunca la había vuelto a ver. En vez de todo eso, había suspendido temporalmente su vida, convenciéndose a sí mismo de que debía calibrar cada uno de los progresos de Frances, anticipando el momento en el que ella se encontrara lo suficiente bien para que él pudiera decirle que quería marcharse.

Con el tiempo se había dado cuenta de que la enfermedad de su mujer no era algo que se pudiera solucionar con facilidad; habían pasado demasiados meses, y no podía soportar la idea de ver de nuevo a Eugenie si luego tenía que separarse de ella para siempre. La cobardía le paralizaba la mano que podría haber cogido el bolígrafo o marcado el número de teléfono. Era mucho mejor convencerse de que en realidad no habían tenido nada -sólo unos cuantos años de intervalos apasionados con el disfraz de unidad amorosa- que enfrentarse con ella, tener que perderla de nuevo y reconocer que el resto de su vida carecería del significado que él se desvivía por darle. En consecuencia, dejó que las cosas pasaran y siguieran su propio rumbo, permitiendo que Eugenie pensara de él lo que quisiera.

Ella ni le había llamado ni le había buscado, y había utilizado esos hechos para asegurarse de que no se veía tan afectada como él por la relación que habían mantenido y por el brusco final de ésta. Y después de haberse convencido de eso, había empezado a borrar su imagen de su mente, y a olvidar los recuerdos de las mañanas, tardes y noches que habían pasado juntos. Al hacerlo, le había sido tan infiel como a su propia mujer. Y había pagado por ello.

No obstante, había averiguado que había conocido a un hombre, a un viudo, alguien libre para amarla y para darle todo lo que ella se merecía.

– Un hombre llamado Wiley -le había dicho Lynley por teléfono-. Nos contó que ella deseaba confesarle algo. Algo que, según parece, había evitado que ellos pudieran tener una relación.

– ¿Cree que podría haber sido asesinada para impedir que ella hablara con Wiley? -le preguntó Webberly.

– Eso sólo es una posibilidad entre muchas -le había respondido Lynley.

Había continuado haciendo una descripción de todas las demás, actuando como un perfecto caballero -en vez de emplear la cruel determinación del investigador que debería haber sido-y tampoco le dijo nada sobre lo que había descubierto sobre sus relaciones con la mujer asesinada. Se limitó a hablar largamente del hermano, del comandante Ted Wiley, de Gideon Davies, de J.W. Pitchley, también conocido por James Pitchford, y del ex marido de Eugenie.

– Wolff ha salido de la cárcel -anunció Lynley-. Hace doce semanas que está en libertad condicional. Davis no la ha visto, pero no quiere decir que ella no le haya visto a él. Y Eugenie declaró contra ella en el juicio.

– Al igual que casi todo el mundo que estuvo implicado en ese asunto. La declaración de Eugenie no fue más irrecusable que las demás, Tommy.

– Sí, bien. Creo que todo el mundo que estuvo relacionado con ese caso debería andarse con cuidado hasta que hayamos aclarado las cosas.

– ¿Cree que están en peligro?

– Es una posibilidad que no podemos descartar.

– ¡No me diga que está pensando que Katja Wolff piensa ir a por todos!

– Tal y como le he dicho, lo único que creo es que deberían tener un poco de cuidado, señor. A propósito, ha llamado Winston. La ha estado siguiendo esta misma noche hasta una casa de Wandsworth. Parecía una cita. Hay muchas cosas que no sabemos de ella.

Webberly había esperado a que Lynley continuara hablando de la cita de Katjia Wolff- por el mensaje de infidelidad que implicaba- y que lo relacionara con su propia infidelidad, pero no lo había hecho. El inspector se había limitado a decirle:

– Estamos investigando su correo electrónico y el uso que hizo de Internet. La misma mañana en que murió recibió un mensaje, y lo había leído porque estaba en la papelera de reciclaje, de alguien llamado Jete que quería verla. De hecho, suplicaba verla. «Después de tanto tiempo» habían sido sus palabras.

– ¿Se refiere al correo electrónico?

– Sí. -Lynley hizo una pausa antes de continuar-. La tecnología avanza a una rapidez que me es difícil de seguir, señor. Simon se encargó de investigar en su ordenador. También nos ha dado una lista con todos sus mensajes y con todas las páginas que consultó.

– ¿Simon? ¿Por qué ha llevado el ordenador de Eugenie a casa de St. James? ¡Por el amor de Dios, Tommy! Debería haberlo llevado directamente a…

– Sí, sí, ya lo sé… Pero quería ver… -Lynley dudó de nuevo y por fin se aventuró-. No me resulta fácil preguntarle esto, señor. ¿Tiene ordenador en casa?

– Randie tiene un portátil.

– ¿Tiene acceso a él?

– Cuando está aquí, sí, pero normalmente lo tiene en Cambridge. ¿Por qué?

– Supongo que ya sabe el porqué.

– ¿Sospecha que Jete soy yo?

– «Después de tanto tiempo.» Se trata de borrar el nombre de Jete de la lista, en el caso de que sea usted, ya que no puede haberla asesinado…

– ¡Santo Dios!

– Lo siento. Lo siento de veras. Pero tengo que decírselo. No puede haberla asesinado porque estaba en casa con una docena de testigos celebrando sus bodas de plata. Por lo tanto, si es Jete, señor, me gustaría saberlo para no tener que perder el tiempo intentando localizarle.