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Y cuando mi padre ordenaba, Raphael obedecía.

Eso explicaba que hubiera sido mi profesor durante tanto tiempo: él llevaba las riendas de mi formación musical. Mi padre llevaba las riendas del resto de mi vida. Y Raphael siempre había aceptado esa división de responsabilidades.

De adulto, evidentemente, podría haber sustituido a Raphael por cualquier otra persona para que me acompañara en las giras -aparte de papá, claro está-y para que fuera mi compañero en las sesiones diarias de ensayo de violín. Pero después de dos décadas de clases, cooperación y compañerismo, conocíamos nuestro estilo de vida y de trabajo tan bien que nunca se me había pasado por la cabeza contratar a nadie más. Además, cuando podía tocar, me gustaba hacerlo con Raphael Robson. Era -y todavía lo es- un músico excelente. Aunque le falta chispa, una pasión adicional que le habría obligado a superar los nervios y a tocar en público mucho tiempo atrás, sabiendo que tocar es como crear un vínculo con el público, lo que hace que el cuadrinomio compuesto por compositor-música-público-músico sea perfecto. Pero al margen de esa chispa, tiene talento musical y ama la música, además de tener una habilidad excepcional para destilar la técnica en una serie de críticas, órdenes, ajustamientos, cometidos e instrucciones que son comprensibles para el artista neófito y de un valor incalculable para el músico profesional que desea mejorar su dominio del instrumento. Por lo tanto, nunca consideré la posibilidad de sustituir a Raphael por otra persona, a pesar de su obediencia -y de su aversión-hacia mi padre.

Siempre debo de haber notado la antipatía que hay entre ellos, aunque no lo hubiera visto abiertamente. Se las arreglaban a pesar del desagrado que sentían uno por el otro, y hasta este momento -en el que tienen serios problemas para disimular su aversión mutua-nunca me había sentido obligado a preguntarme el porqué de ese odio.

La respuesta natural era mi madre: a causa de los sentimientos que Raphael podía haber tenido hacia ella. Pero eso sólo parecía explicar por qué a Raphael le caía tan mal mi padre, ya que éste tenía lo que quizá hubiera deseado para sí mismo. Pero no justificaba la aversión que mi padre sentía por Raphael. Debía de haber otro motivo.

«Quizá fuera a causa de lo que Raphael podía ofrecerle», me sugiere como posible respuesta.

Es verdad que mi padre no sabía tocar ningún instrumento, pero creo que su aversión estaba causada por algo más básico y atávico.

Mientras dejábamos los elefantes y nos íbamos a ver los koalas, le he dicho a Raphaeclass="underline"

– Hoy te han ordenado que me saques de casa.

No lo negó, y añadió:

– Tu padre piensa que vives demasiado en el pasado y que evitas el presente.

– ¿Tú qué opinas?

– Confío en la doctora Rose. O, como mínimo, confío en el doctor Rose padre. Y por lo que se refiere a la doctora Rose hija, supongo que debe de hablar del caso con él. -Me miró con ansiedad mientras pronunciaba la palabra caso, lo cual me redujo a un fenómeno que sin lugar a dudas aparecería en una revista psiquiátrica en un futuro, con mi nombre escrupulosamente omitido, pero todo lo demás formando flechas de neón que me señalarían como el paciente-. Él tiene décadas de experiencia en el tipo de cosa que estás padeciendo, y seguro que ella ha aprendido mucho de él.

– ¿Qué tipo de cosa crees que estoy padeciendo?

– Sé cómo lo llama ella: amnesia.

– ¿Te lo ha dicho mi padre?

– Es normal, ¿no te parece? Estoy tan involucrado en tu carrera como cualquier otro.

– Pero tú no crees en la amnesia, ¿verdad?

– Gideon, no soy yo quien se lo tiene que creer o no.

Me llevó al recinto de los koalas, donde unas ramas entrecruzadas que surgían del suelo simulaban ser eucaliptos, mientras que el bosque en el que los osos habrían vivido en estado natural estaba expresado por un mural pintado en un alto muro de color rosa. Un solo oso diminuto dormía entre las ramas, y cerca de él colgaba un cubo que contenía las hojas con las que se suponía tenía que alimentarse. El suelo del bosque era de hormigón, y no había ni arbustos, ni diversiones, ni juguetes para él. Tampoco tenía ningún compañero para aliviar su soledad, sólo los visitantes del recinto, que silbaban y le gritaban, frustrados al ver que una criatura nocturna por naturaleza no hacía el esfuerzo de adaptarse a sus horarios.

Lo observé todo y sentí cierta pesadez en los hombros.

– ¡Santo Cielo! ¿Por qué viene la gente a los zoológicos?

– Para recordar su propia libertad.

– Para regocijarse de su superioridad.

– Supongo que eso también es verdad. Después de todo, los humanos somos los que controlamos la situación, ¿no es verdad?

– ¡Ah! -exclamé-. Ya me había imaginado que había un propósito oculto en esta excursión a Regent's Park aparte de la excusa de salir a tomar el aire. Nunca te había visto tan interesado ni por el ejercicio ni por los animales. Así pues, ¿qué te ha dicho mi padre? «Muéstrale que debería estar agradecido con lo que tiene. Enséñale lo dura que puede ser la vida.»

– Si ésa era su intención, Gideon, hay lugares mucho peores que los zoológicos.

– ¿Y qué? Y no me vengas con el cuento de que ha sido idea tuya.

– Estás obsesionado. No es saludable. Y tu padre lo sabe.

Me reí sin ganas, y le pregunté:

– ¿Lo que ha sucedido hasta ahora lo es?

– No sabemos lo que ha sucedido. Sólo lo podemos conjeturar. Y de eso va la amnesia. Es una conjetura cualificada.

– Por lo tanto, estás de su parte. Nunca hubiera creído que eso fuera posible, teniendo en cuenta vuestra relación en el pasado.

Raphael mantuvo la mirada fija en el patético koala, una bola de pelo inmóvil sobre el trozo de madera que quería imitar las ramas de su país natal.

– Mi relación con tu padre no es asunto tuyo -replicó con tranquilidad, aunque las gotas de sudor, siempre su justo castigo, empezaron a aparecerle en la frente. Dos minutos más tarde, su rostro ya estaría goteando y tendría que utilizar el pañuelo para secarse el sudor.

– Estabas en casa la noche que Sonia se ahogó -afirmé-. Me lo contó mi padre. Siempre lo has sabido todo, ¿verdad? Todo lo que aconteció, todo lo que provocó su muerte, y todo lo que vino después.

– ¡Vayamos a por un poco de té! -sugirió Raphael.

Fuimos al restaurante de Barclays Court, aunque un simple quiosco que vendiera bebidas calientes y frías nos habría bastado. No pronunció palabra hasta que hubo leído minuciosamente el vulgar menú que anunciaba todo lo que hacían a la barbacoa; despues le pidió un té Darjeeling y unas cuantas pastas a una camarera de mediana edad que llevaba unas gafas retro.

– Muy bien, cariño -le dijo la camarera, y esperó a que yo pidiera, dando golpecitos a la libreta con el bolígrafo. Pedí lo mismo, a pesar de que no tenía hambre. Se marchó a buscarlo.

No era hora de comer y, en consecuencia, había muy poca gente en el restaurante y nadie a nuestro alrededor. Sin embargo, estábamos sentados junto a la ventana, y Raphael dirigió su mirada hacia el exterior, donde un hombre hacía todo lo posible por desenredar una manta de las ruedas de un cochecito mientras que una mujer con un bebé en brazos gesticulaba y le daba instrucciones.

– Tengo la sensación de que era de noche cuando Sonia se ahogó. Pero si eso es verdad, ¿qué estabas haciendo en casa? Papá me contó que también estabas allí.

– Se ahogó a última hora de la tarde, entre las cinco y media y las seis. Me había quedado para hacer unas llamadas.