«Por supuesto que sí.»
«¿Entonces la tocó?»
«Nunca habríamos organizado un concierto en público de tres instrumentos si uno de ellos…»
«¿Entonces la tocó sin problemas? Me refiero al ensayo.»
«Nunca la he tocado sin problemas, doctora Rose. Ni en privado ni durante los ensayos, nunca he sido capaz de tocarla sin estar hecho un saco de nervios, sin retorcimiento de tripas, sin dolor de cabeza, sin una sensación de mareo que me hace pasar una hora en el lavabo, y todo eso me sucede cuando ni siquiera toco en público.»
«¿Qué sucedió la noche de Wigmore Hall? -me pregunta-. ¿Reaccionó de la misma forma ante El Archiduque antes del concierto de Wigmore Hall?»
Dudo.
Veo cómo sus ojos brillan con interés al ver mi vacilación: tenía que evaluar, decidir y escoger entre salir adelante o esperar y dejar que la comprensión y las confesiones llegaran cuando quisieran.
Porque no sufrí antes de esa actuación.
Y hasta este momento nunca me lo había planteado.
26 de octubre
He estado en Cheltenham. Sarah-Jane Beckett ahora se llama Sarah-Jane Hamilton, y se ha llamado así durante los últimos doce años. No ha cambiado mucho físicamente desde la época en que me daba clases: ha engordado un poco, pero aún no se le han desarrollado los pechos, y su pelo es tan rojizo como cuando vivíamos bajo el mismo techo. El corte de pelo es diferente -lo lleva echado hacia atrás con una diadema-, pero lo tiene igual de liso que cuando vivía con nosotros.
La primera cosa que noté distinta era su manera de vestir. Según parece, ya no lleva los vestidos que usaba cuando era mi profesora -que, por lo que recuerdo, solían tener cuellos adornados y encajes- y ha mejorado, ya que ahora lleva faldas, conjuntos y perlas. La segunda cosa que noté diferente eran sus uñas, que ya no las llevaba cortas a más no poder y con las cutículas mordisqueadas, sino que las llevaba largas, brillantes y pintadas, supongo que para poder lucir mejor un anillo de zafiros y de diamantes que era del tamaño de una pequeña nación africana. Me fijé en sus uñas porque mientras estábamos juntos no paró de mover las manos mientras hablaba, como si quisiera mostrarme los progresos que había hecho en la vida.
El que le financiaba esos progresos no se encontraba en casa cuando yo llegué a Cheltenham. Sarah-Jane estaba en el jardín delantero de la casa -situada en un barrio muy elegante, donde todo el mundo parece tener Mercedes-Benz o Range Rovers-y rellenaba un enorme recipiente con alpiste para pájaros; se encontraba en lo alto de una escalera de tres peldaños y sostenía una bolsa muy pesada. No quería asustarla y, en consecuencia, no le dije nada hasta que hubo bajado de la escalera, alisado el conjunto y tocado el pecho para asegurarse de que las perlas aún estaban en su sitio. En ese momento grité su nombre, y después de saludarme con sorpresa y placer, me informó que Perry -marido y generoso proveedor- se encontraba en Manchester por viaje de negocios, y que a la vuelta estaría muy desilusionado al ver que se había perdido mi visita.
– Ha oído hablar mucho de ti a lo largo de estos años -dijo-, pero creo que nunca se ha creído que te conozco de verdad. -En ese instante soltó una risita que me hizo sentir muy incómodo, aunque no sabría decir por qué, a excepción de que ese tipo de risas nunca me han parecido genuinas-. ¡Entra! ¡Entra! ¿Quieres un poco de café? ¿Té? ¿Algún refresco?
Me condujo al interior de la casa, donde todo era de tan buen gusto que sólo podía ser obra de un decorador de interiores: el mobiliario adecuado, los colores perfectos, los objets d'art indicados, iluminación sutil pensada para favorecer, y un toque hogareño en la cuidadosa selección de fotografías de familia. Cogió una cuando se dirigía a preparar el café y me la enseñó.
– Éste es Perry. Sus hijas y las nuestras. Casi siempre están con su madre. Las tenemos cada quince días, la mitad de las vacaciones y en los días de fiesta de mediados de trimestre. La típica familia británica de hoy en día, ya sabes. -Volvió a soltar esa risa, y desapareció tras una puerta giratoria que supuse debía de conducir a la cocina.
Cuando me quedé solo, empecé a mirar a la familia en una fotografía de estudio. El ausente Perry estaba sentado entre cinco mujeres: su mujer estaba sentada junto a él, las dos hijas mayores a su espalda con una mano sobre sus hombros, una chica más pequeña apoyada en Sarah-Jane y la última -más pequeña todavía-sobre las rodillas de Perry. Tenía esa expresión de satisfacción que supongo que sólo se consigue después de haber formado una familia. Las chicas más mayores parecían estar muertas de aburrimiento, las más jóvenes estaban encantadoras, y Sarah-Jane parecía demasiado satisfecha.
Salió de la cocina en el instante en que yo dejaba la fotografía sobre la mesa de la que la había cogido.
– Tener hijastras se parece mucho a dar clases: se trata de animarlas continuamente, pero sin la libertad de decir lo que uno piensa de verdad. Y siempre se acaba discutiendo con los padres, en este caso con la madre. Lamento comunicarte que es adicta a la bebida.
– ¿Conmigo también era así?
– ¡Santo Cielo! Tu madre no bebía.
– Me refiero a lo demás: eso no de poder decir lo que pensabas.
– Uno aprende a ser diplomático -respondió-. Ésta es mi Angelique. -Señaló a la niña que Perry sostenía sobre las rodillas-. Y ésta es Anastasia. Tiene cierto talento para la música.
Esperé a que identificara las chicas más mayores. Al ver que no lo hacía, hice la pregunta obligatoria sobre su instrumento favorito. Me contestó que le gustaba el arpa. «Muy adecuado», pensé. Sarah-Jane siempre había tenido ese aire de realeza, como si de alguna forma hubiera sido un personaje desplazado de una novela de Jane Austen, más apta para escribir cartas, hacer encajes y pintar acuarelas inofensivas que para el continuo ajetreo del que disfrutaban las mujeres modernas. Era incapaz de imaginarme a Sarah-Jane Beckett Hamilton corriendo por Regent's Park con un móvil en la oreja, ni tampoco apagando fuegos, trabajando en una mina de carbón o tripulando un yate en unas Regatas. Por lo tanto, encaminar a su hija mayor hacia el arpa en vez de a la guitarra eléctrica era un acto lógico de educación parental, y no tenía ninguna duda de que lo había usado con destreza tan pronto como su hija le había comunicado su interés por la música.
– ¡Evidentemente, no puedo compararla contigo! -exclamó Sarah-Jane mientras me mostraba otra fotografía, una de Anastasia con su arpa, con los brazos levantados con elegancia para que sus manos, achaparradas, por desgracia, como las de su madre, pudieran rozar las cuerdas-. Pero lo hace bastante bien. Espero que algún día puedas oírla tocar. Cuando tengas tiempo, evidentemente. -Soltó esa alegre risita de nuevo-. ¡Ojalá Perry pudiera estar aquí para conocerte, Gideon! ¿Has venido a hacer un concierto?
Le respondí que no había ido hasta allí para tocar, pero no añadí nada más. Era evidente que no había leído ningún artículo sobre el incidente de Wigmore Hall, y cuanto menos tuviera que hablar de eso con Sarah-Jane, mucho mejor me sentiría. Le expliqué que esperaba poder hablar con ella sobre la muerte de mi hermana y del juicio que hubo a continuación.
– ¡Sí, ya entiendo! -exclamó. Se sentó sobre un rechoncho sofá del color de la hierba recién cortada y me indicó que me sentara en un sillón, cuya tela representaba una escena otoñal de caza con perros y ciervos.
Esperé a que hiciera las preguntas lógicas: «¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahondar en el pasado, Gideon?». Pero no las hizo, y eso me pareció extraño. Sarah-Jane se instaló en el sofá, cruzó las piernas a la altura de los tobillos, colocó una mano sobre la otra -con la del anillo de zafiros en la parte de arriba- y puso una expresión completamente atenta y no defensiva en lo más mínimo, como me había imaginado.