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De repente, cuando ya había bajado seis escalones de la puerta principal, el aire frío la hizo reflexionar: «¡Espera, Barbara!», se dijo, al entrar de nuevo en el piso y obligarse a sentarse a la mesa que utilizaba para comer, planchar, trabajar y preparar la mayor parte de lo que utilizaba para sus comidas diarias. Se encendió un cigarro y se convenció a sí misma de que tenía que calmarse si quería ser de utilidad para alguien. Si el accidente de Webberly y el asesinato de Eugenie Davies guardaban alguna relación, no podría ayudar en la investigación si continuaba yendo de un lado a otro cual ratón electrificado.

Y había relación entre los dos eventos. Estaba dispuesta a jugarse su carrera por ello.

La noche anterior no se había sentido muy satisfecha de su segundo viaje a The Valley of Kings y Comfort Inn. Lo único que había averiguado era que J.W. Pitchley era un cliente habitual en ambos establecimientos, pero tan habitual que ni los camareros del restaurante ni el recepcionista nocturno del hotel recordaban si le habían visto allí la noche que Eugenie Davies había sido asesinada.

– ¡Sí, y tanto, este caballero tiene mucho éxito con las mujeres! -le había comentado el recepcionista mientras examinaba la fotografía de Pitchley a la vez que escuchaba cómo el comandante James Bellamy y su esposa tenían una especie de discusión sobre las distinciones de clases en un antiguo episodio de Arriba y abajo que estaban mirando en un vídeo cercano. El recepcionista del turno de noche había hecho una pausa, había mirado durante un momento el drama que estaba teniendo lugar, había negado con la cabeza y, soltando un suspiro, había exclamado: «Ese matrimonio nunca funcionará», antes de volverse hacia Barbara, de entregarle la fotografía que había conseguido en West Hampstead y de proseguir-: Trae mujeres muy a menudo. Siempre paga en metálico y hace que las mujeres se esperen allí, escondidas en la sala. Lo hace para que nunca las vea ni llegue a sospechar que tienen intención de utilizar la habitación durante unas cuantas horas para sus relaciones sexuales. Este hombre ha estado aquí varias veces.

En The Valley of Kings sucedió prácticamente lo mismo. J. W. Pitchley había probado todos los platos del menú del restaurante y los camareros recordaban todo lo que había pedido en los últimos cinco meses, pero por lo que respectaba a sus compañeras… eran rubias, morenas, pelirrojas, con pelo cano… Todas eran inglesas, obviamente. ¿Qué más se podía esperar de una cultura tan decadente?

El hecho de mostrar la fotografía de Eugenie Davies junto a la de J.W Pitchley no la había llevado a ninguna parte. Y sí, Eugenie también era una mujer inglesa, ¿verdad?, le habían comentado tanto los camareros como el recepcionista. Sí, podría haber estado con él alguna noche. Pero quizá no. La gente sólo tenía interés en el caballero. ¿Cómo era posible que un hombre normal y corriente tuviera tanto éxito con las mujeres?

– En el peligro cualquier refugio es bueno -había musitado Barbara por respuesta-. Supongo que entienden lo que quiero decir.

No lo habían entendido y ella no se había molestado en explicárselo. Había optado por irse a casa y esperar a que llegara la hora de que abrieran el St. Catherine por la mañana.

Eso era lo que se suponía que debía estar haciendo, se percató Barbara mientras estaba sentada delante de su pequeña mesa, fumando y esperando que la nicotina le pusiera el cerebro en marcha. Había algo oscuro en la persona de J.W. Pitchley, y si el hecho de que la mujer muerta llevara su dirección apuntada no era suficiente indicación, sí que lo era que esos dos matones hubieran saltado por la ventana de su cocina y que lo hubiera pillado escribiendo un cheque para uno de ellos.

No podía hacer nada que sirviera de ayuda al comisario jefe Webberly. Pero podía continuar con lo que tenía previsto, para ver si podía averiguar lo que ocultaba J.W. Pitchley, también conocido como James Pitchford. Lo que averiguara podría ser lo que le relacionara con el asesinato y con la agresión a Webberly. Y si ése era el caso, ella quería ser la persona encargada de atrapar a ese desgraciado. Se lo debía al comisario jefe, porque tenía una deuda con Malcolm Webberly que nunca podría pagar.

Un poco más calmada, consiguió sacar el abrigo de lana del armario, junto con una bufanda a cuadros escoceses que se puso alrededor del cuello. Ataviada de una forma más apropiada para el frío de noviembre, se adentró de nuevo en la gélida y húmeda mañana.

Tuvo que esperar a que St. Catherine abriera, y aprovechó la oportunidad para comerse un bocadillo caliente de panceta y champiñones, preparado con ese estilo de café antiguo que ya estaba desapareciendo de la ciudad. Después llamó al Charing Cross Hospital, donde le informaron que no había habido cambios respecto al estado de salud de Webberly. A continuación llamó al inspector Lynley, quien le respondió desde el móvil mientras iba en camino hacia el Departamento de Policía. Le contó que había estado en el hospital hasta las seis, momento en el que se había dado cuenta de que si seguía en la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos sólo conseguiría ponerse nervioso, y que tampoco podría hacer nada por mejorar el estado de salud de Webberly.

– Hillier está allí -dijo Lynley con brusquedad, y esas tres palabras lo explicaron todo. En circunstancias normales, el subjefe de policía Hillier no era una persona muy afable. En circunstancias difíciles, debía de ser simplemente insoportable.

– ¿Y el resto de la familia? -le preguntó Barbara.

– Miranda ha venido desde Cambridge.

– ¿Y Frances?

– En casa. Laura Hillier está con ella.

– ¿En casa? -Barbara frunció el ceño-. ¿No te parece un poco raro, inspector?

– Helen ha llevado ropa y un poco de comida al hospital. Randie se dirigió al hospital con tantas prisas que ni siquiera llevaba zapatos y, en consecuencia, Helen le ha llevado unos zapatos deportivos y un chándal por si se quiere cambiar. Me llamará si hay algún cambio repentino. Me refiero a Helen, claro está.

– Señor… -Barbara se preguntó por qué Lynley se mostraba tan reticente. Aún quedaba mucha tierra por labrar y tenía intención de coger la azada. Era una policía de pies a cabeza y, por lo tanto, dejando de lado por un momento las sospechas sobre J.W. Pitchley, no podía evitar preguntarse si el hecho de que Frances Webberly no hubiera ido al hospital podría significar algo más que no fuera tan sólo el estado de conmoción. De hecho, no podía evitar preguntarse si podría significar que se había enterado de la infidelidad de su marido-. Señor, por lo que respecta a Frances, se ha planteado si…

– ¿Qué tienes pensado hacer hoy por la mañana, Havers?

– Señor…

– ¿Qué has conseguido averiguar sobre Pitchley?

Lynley le estaba dejando muy claro que no tenía ninguna intención de hablar de Frances Webberly con ella; por lo tanto, Barbara intentó ocultar su irritación -aunque sólo fuera por ese momento-y le contó lo que había descubierto sobre Pitchley el día anterior: su comportamiento sospechoso, la presencia en su casa de dos gamberros que habían saltado por la ventana para no tener que vérselas con ella, el cheque que había estado escribiendo, la confirmación del recepcionista nocturno y de los camareros de que Pitchley era un cliente habitual tanto de The Valley of Kings como del Comfort Inn.

– Así pues, lo que pienso es lo siguiente: si se cambió el nombre una vez a causa de un crimen, ¿quién nos asegura que no lo cambió una segunda vez a causa de otro?

Lynley le respondió que le parecía poco probable, pero le dio luz verde para continuar. Quedaron en encontrarse más tarde en el Departamento de Policía.