A Barbara no le costó demasiado tiempo examinar dos décadas de documentos legales en St. Catherine, ya que sabía muy bien lo que andaba buscando. Y lo que por fin encontró la envió a toda prisa al Nuevo Departamento de Scotland Yard, desde donde llamó por teléfono a la comisaría que se ocupaba de la zona de Tower Hamlets; se pasó una hora intentando localizar y hablando con el único agente que siempre había trabajado allí. Su habilidad para recordar el más mínimo detalle y el hecho de que hubiera guardado suficientes notas como para escribir sus memorias varias veces, le proporcionaron a Barbara el filón de oro que había estado buscando.
– ¡Y tanto! -exclamó con lentitud-. ¡Es un nombre muy difícil de olvidar! ¡Toda la familia nos ha estado dando la lata desde que pusieron un pie sobre la capa de la tierra!
– Pero con respecto al hombre que… -le insistió Barbara
– Puedo contarle una o dos historias sobre él.
Apuntó todo lo que el detective le contaba y, tan pronto como colgó el teléfono, se fue en busca de Lynley.
Lo encontró en su oficina, de pie junto a la ventana, con una expresión solemne. Según parecía, había pasado por casa después de ir al hospital y antes de ir a la comisaría, porque tenía el aspecto de siempre: perfectamente acicalado, bien afeitado y vestido de forma adecuada. La postura que adoptaba era el único indicio de que la situación no era normal. Siempre había sido un hombre con la espalda muy recta, pero ahora parecía hundido, como si llevara sacos de grano a sus espaldas.
– Lo único que Dee me ha dicho es que estaba en coma -dijo Barbara a modo de saludo.
Lynley le hizo un recuento a Barbara de la gravedad de las lesiones del comisario jefe. Concluyó diciendo:
– La única buena noticia es que el coche no lo atropello «del todo». La fuerza del impacto hizo que saliera disparado hacia un buzón; fue un accidente grave, pero podría haber sido peor.
– ¿Hubo algún testigo?
– Sólo una persona que vio cómo un vehículo negro se alejaba a toda velocidad por Stamford Brook Road.
– ¿Como el coche que atropello a Eugenie?
– Era grande -contestó Lynley-. Según el testigo, podría haber sido un taxi. Le pareció ver que estaba pintado en dos tonalidades: negro y con el techo gris. Hillier asegura que el techo le debió de parecer gris por el reflejo de las farolas sobre el negro.
– ¡Olvidémonos de lo que ha dicho Hillier! -se mofó Barbara-. Hoy en día los taxis están pintados de maneras muy diferentes: de dos colores, de tres colores, rojos y amarillos o cubiertos de arriba abajo con anuncios publicitarios. Diría que sería mejor guiarnos por lo que dijo el testigo. Y ya que estamos hablando otra vez de un coche negro, creo que los dos casos están relacionados, ¿no cree?
– ¿Con el de Eugenie Davies? -Lynley no esperó la respuesta-. Sí, creo que están relacionados. -Le hizo un gesto con una libreta que había cogido de encima del escritorio, y se puso las gafas mientras daba la vuelta a la mesa para sentarse, inclinando la cabeza para indicarle a Barbara que hiciera lo mismo-. Pero de hecho aún no tenemos nada por lo que empezar, Havers. He estado repasando las notas con la esperanza de encontrar algo, pero no he llegado muy lejos. Lo único que he podido constatar es que las versiones de Richard Davies, su hijo y Ian Staines no coinciden respecto al hecho de que Gideon viera o no a su madre. Staines asegura que Eugenie tenía intención de pedirle dinero a Gideon para poder pagar sus deudas antes de que perdiera la casa y todas las pertenencias, pero también asegura que su hermana le dijo, después de haberle prometido que hablaría con su hijo, que había surgido un imprevisto y que, en consecuencia, no le pediría el dinero a Gideon. Mientras tanto, Richard Davies asegura que ella no le había pedido ver a Gideon, sino todo lo contrario. Dice que quería que ella intentara ayudar a Gideon con el problema del miedo al escenario y que ésa era la razón por la que se iban a encontrar; es decir, que lo había sugerido el mismo Davies. Gideon confirma esa teoría, más o menos. Me explicó que su madre nunca había intentado verlo o que, como mínimo, él no se había enterado. Lo único que sabe es que su padre quería que se encontraran para ver si podía ayudarle con su música.
– ¿También tocaba el violín? -preguntó Barbara-. No vi ninguno en su casa de Henley.
– Gideon no se refería a que su madre fuera a darle clases. De hecho, me contó que en realidad ella no podía hacer nada por ayudarle con su problema que no fuera «ponerse de acuerdo» con su padre.
– ¿Qué querrá decir con eso teniendo en cuenta el estado en el que se encuentra?
– No lo sé. Pero estoy seguro de una cosa: no tiene miedo al escenario. Ese hombre tiene graves problemas.
– ¿Quieres decir que se siente culpable? ¿Dónde estaba hace tres noches?
– En casa. Solo. O, al menos, eso es lo que dice. -Lynley lanzó la libreta sobre el escritorio y se quitó las gafas-. Y eso tampoco nos ayuda a obtener información a partir del correo electrónico de Eugenie Davies, Barbara. -La puso al corriente sobre esa cuestión, y concluyó diciendo-: El mensaje estaba firmado por un tal Jete. ¿Te sugiere algo ese nombre?
– ¿Crees que se puede tratar de un acrónimo? -Consideró las posibles palabras que podrían empezar por una de esas cuatro letras, y lo único que le vino a la mente fue justo y engullir. Intentó relacionar sus pensamientos con otros mensajes electrónicos-. ¿Piensas que Pitchley puede haber cambiado de apodo?
– ¿Qué has conseguido averiguar de él en St. Catherine? -le preguntó Lynley.
– He encontrado un filón de oro -contestó-. En St. Catherine me han confirmado que se llamaba James Pitchford hace veinte años.
– ¿Y dónde está el filón de oro?
– En lo que le voy a contar a continuación -respondió Barbara-. Antes de llamarse Pitchford, tenía otro nombre: se llamaba Jimmy Pytches, señor, el pequeño Jimmy Pytches de Tower Hamlets. Cambió su nombre por el de Pitchford seis años antes del asesinato de Kensington Square.
– Es extraño -asintió Lynley-, pero no tiene nada de malo.
– En sí mismo, no. Pero si uno se cambia de nombre dos veces y hay dos gamberros que saltan por la ventana cuando la policía llama a la puerta, uno no puede evitar pensar que hay algo que huele a chamusquina. Por lo tanto, llamé a la comisaría de Tower Hamlets y pregunté si alguien se acordaba de un tal Jimmy Pytches.
– ¿Y bien? -preguntó Lynley.
– Pues que presta atención a lo que voy a decirte: toda la familia tiene problemas con la justicia. Ya los tenían entonces y los siguen teniendo ahora. Hace muchos años, cuando Pitchley todavía se hacía llamar Pytches, un bebé murió mientras lo cuidaba. En aquella época era un adolescente, y después de la investigación no pudieron acusarle de nada. Al final, la investigación judicial lo calificó de muerte en la cuna, pero antes Jimmy tuvo que pasarse cuarenta y ocho horas retenido en la comisaría y tuvo que soportar los interrogatorios, ya que le consideraban el sospechoso número uno. Ten. Echa un vistazo a mis notas, si quieres.
Lynley lo hizo, poniéndose las gafas de nuevo.
– Que un segundo bebé muriera mientras él vivía en la misma casa -apuntó Barbara. Lynley examinó la información-. La verdad es que no queda muy bien, ¿no crees, inspector?
– Si en realidad mató a Sonia Davies y permitió que Katja Wolff cargara con las consecuencias… -empezó Lynley, pero Barbara le interrumpió:
– Quizás eso explique por qué Katja nunca pronunció palabra cuando la arrestaron, señor. Supongamos que ella y Pitchford hubieran estado liados, de hecho, estaba embarazada, y cuando Sonia se ahogó, ambos sabían que la policía investigaría a Pitchford a causa de la otra muerte, una vez que averiguaran quién era de verdad. Si hubieran podido conseguir que pareciera un accidente, un descuido…
– ¿Qué motivo podría haber tenido para matar a la hija de los Davies?