– Podía estar celoso de lo que la familia tenía. También podía estar enfadado por la forma en que trataban a su amada. Quizá quisiera librarla de su situación, o quizá quisiera vengarse de una gente que poseía algo que él nunca podría alcanzar y, por lo tanto, decidió eliminar a la niña. Katja asume la responsabilidad por él, ya que conoce su pasado y piensa que sólo le caerá un año o dos de condena por negligencia, mientras que a él le habría caído condena perpetua por asesinato premeditado. Y a ella nunca se le ocurre pensar cómo reaccionará un jurado ante su silencio sobre la muerte de un bebé discapacitado. Y piense en lo que les debía de pasar por la cabeza por aquel entonces: el infierno de Mengele en Auschwitz y cosas así, inspector, y ella negándose a decir lo que sucedió. En consecuencia, el juez la acusa de todo lo posible, la condena a veinte años de cárcel, y Pitchford desaparece de su vida, dejando que ella se pudra en la cárcel mientras él se hace rico en la Bolsa.
– ¿Y después qué? -le preguntó Lynley-. Sale de la cárcel y ¿qué, Havers?
– Le cuenta a Eugenie lo que sucedió de verdad y quién lo hizo. Eugenie le sigue la pista a Pitchley del mismo modo que yo se la seguí a Pytches. Va a enfrentarse con él, pero nunca lo consigue.
– Porque…
– Porque la atropellan en medio de la calle.
– Ya entiendo. Pero ¿quién la atropella, Barbara?
– Creo que Leach también va a por él, señor.
– ¿A por Pitchley? ¿Por qué?
– Katja Wolff quiere justicia. Eugenie también. La única forma de conseguirla es haciendo desaparecer a Pitchley, pero no creo que se atreva.
Lynley negó con la cabeza y le preguntó:
– Entonces, ¿cómo explicas lo que le ha sucedido a Webberly?
– Creo que ya sabes la respuesta.
– ¿Por las cartas?
– Creo que ha llegado el momento de entregarlas. Has de comprender que son muy importantes, inspector.
– Havers, fueron escritas hace más de diez años. No tienen nada que ver con este asunto.
– ¡Erróneo, erróneo, erróneo! -Barbara se tiró del rojizo flequillo para indicar su frustración-. ¡Mira! Imaginemos que había algo entre Pitchley y Eugenie. Imaginemos que ésa era la razón por la que se encontraba en su calle la otra noche. Imaginemos que él ha ido en secreto a Henley para verla, y que durante una de esas citas encuentra las cartas. Se ha vuelto loco de celos y, por lo tanto, se libra de ella y después va a por el comisario jefe.
Lynley negó con la cabeza y afirmó:
– Barbara, no tienes razón en todo. Estás manipulando los hechos para que encajen en tu teoría. Pero los hechos no encajan, y el caso no está solucionado.
– ¿Por qué no?
– Porque hay demasiados cabos sueltos. -Lynley fue contando con los dedos cada una de las razones-. ¿Cómo podría Pitchley haber tenido un romance con Eugenie Davies sin que Ted Wiley se enterara, teniendo en cuenta que Wiley mantenía un control estricto de todas las entradas y salidas de Doll Cottage? ¿Qué tenía Eugenie que confesarle a Wiley y por qué murió la noche anterior a la anunciada confesión? ¿Quién es Jete? ¿Con quién se encontraba en esos pubs y hoteles? ¿Y qué hacemos con la coincidencia de que Katja Wolff saliera de la prisión en la misma época en la que se producen dos casos de atropellamiento y fuga, cuyas víctimas son de extrema importancia en el caso que la condenó?
Barbara suspiró, dejó caer los hombros y asintió:
– De acuerdo. ¿Dónde está Winston? ¿Qué puede decirnos de Katja Wolff?
Lynley le puso al corriente sobre el informe que Nkata le había pasado sobre las idas y venidas de la mujer alemana desde Kennington hasta Wandsworth de la noche anterior. Concluyó diciendo:
– Está convencido de que tanto Yasmin Edwards como Katja Wolff le ocultan algo. Cuando se enteró de lo de Webberly, dejó un mensaje que decía que se iba a su casa para interrogarlas de nuevo.
– Así pues, también piensa que los dos casos de atropellamiento y fuga están relacionados.
– Sí, y yo también estoy de acuerdo. Están relacionados, Havers. Lo único que pasa es que no lo vemos con claridad. -Lynley se puso en pie, le devolvió las notas a Barbara y empezó a coger material de su escritorio-. Vayamos a Hampstead. A estas alturas seguro que el equipo de Leach debe de haber averiguado algo con lo que podamos trabajar.
Winston Nkata permaneció sentado delante de la comisaría de Hampstead durante más de cinco minutos antes de salir del coche. A causa de una colisión en cadena de cuatro coches que se había producido en la enorme rotonda situada justo antes de cruzar Vauxhall Bridge, Winston había tardado más de noventa minutos en llegar desde el sur de Londres. Estaba satisfecho, ya que el hecho de haberse quedado sentado en el coche mientras los bomberos, las ambulancias y la policía de tráfico se encargaban de la confusión de trozos de metal y de los heridos le había dado el tiempo que necesitaba para adaptarse al lío que se había hecho durante el interrogatorio de Katja Wolff y Yasmin Edwards.
Había metido la pata hasta el fondo. Había revelado sus intenciones. Había embestido cual toro que acaban de soltar del toril sesenta y siete minutos después de haber abierto los ojos esa mañana, corriendo desde casa de sus padres hasta Kennington en la hora más temprana que había considerado razonable. Soltando bufidos y arañando el suelo con las patas, deseoso de bajar los cuernos y atacar, se había montado en ese chirriante ascensor con la estimulante sensación de que estaba a punto de resolver el caso. Y había tomado todas las medidas posibles para cerciorarse de que su misión en Kennington sólo guardaba relación con el caso. Porque si Katja Wolff le estaba ocultando algo, y Yasmin Edwards lo desconocía, y si podía averiguar qué era lo que le ocultaba de tal forma que pudiera crear un distanciamiento entre las dos mujeres, entonces nada podría evitar que Yasmin Edwards le contara lo que él sabía a ciencia cierta que era verdad: que Katja Wolff no se encontraba en casa durante la noche del asesinato de Eugenie Davies.
Se había dicho a sí mismo que ésa era su única intención. Sólo era un policía que estaba cumpliendo con su deber. Su piel no significaba nada para éclass="underline" suave y tersa, del color de los peniques acabados de acuñar. Su cuerpo tampoco le importaba: ágil y firme, con una cintura que se inclinaba sobre unas caderas acogedoras. Sus ojos eran unas meras ventanas: oscuros como las sombras e intentando ocultar lo que eran incapaces de ocultar, la ira y el miedo. Y esa ira y ese miedo debían ser utilizados, utilizados por él, ya que ella no le importaba, ya que era tan sólo una presidiaría perezosa que una noche se había cargado a su marido a navajazos y que se había juntado con una asesina de bebés.
No era responsabilidad suya solucionar el hecho de que Yasmin Edwards hubiera metido a una asesina de bebés en su casa, la misma en la que vivía su propio hijo, y Nkata lo sabía. Pero no dejaba de repetirse a sí mismo, aparte de darles la oportunidad que necesitaban en la investigación, que sería muy positivo que el distanciamiento que pudiera crear entre esas dos mujeres condujera a una separación que alejara a Daniel Edwards de una asesina convicta como tal.
Se negó a escuchar lo que ya sabía: que la propia madre del niño también era una asesina convicta. Después de todo, había matado a un adulto. No había nada en su historial que indicara que sentía inclinaciones por matar niños.
Por lo tanto, cuando llamó al timbre de Yasmin Edwards estaba convencido de que estaba cumpliendo con su deber. Y cuando al principio vio que no contestaban, se limitó a interpretar esa ausencia de respuesta como una provocación. Le hizo replantearse los motivos por los que estaba allí, y siguió llamando hasta que les obligó a abrir la puerta.
Nkata era un hombre que había tenido que soportar prejuicios y odio durante casi toda su vida. Era imposible ser miembro de una raza minoritaria en Inglaterra sin recibir un tratamiento hostil de un centenar de sutiles formas cada día. Incluso en el Departamento de Policía, donde había asumido responsabilidades que no tenían nada que ver con su color de piel, había aprendido a controlarse, sin permitir nunca que los demás se le acercaran demasiado, sin bajar jamás la guardia del todo, con el fin de no tener que pagar el precio al presuponer que la familiaridad en el trato significaba igualdad de mentes. Ése no era el caso, al margen de lo que pudiera pensar un observador no iniciado. Y sabio era el hombre negro que nunca lo olvidaba.