– ¿Puedo hablar un momento con los tres? -se oyó desde la puerta cuando Lynley acabó de hacer sus comentarios. Se dieron la vuelta y comprobaron que el comisario Leach había regresado a la sala de incidencias, y que tenía un trozo de papel en la mano con el que gesticulaba mientras decía-: Vengan a mi despacho, si son tan amables. -Después desapareció, dando por sentado que lo iban a seguir.
– ¿Ha conseguido averiguar el paradero del hijo que Wolff tuvo mientras estaba en la cárcel? -le preguntó Leach a Barbara Havers cuando entraron en su despacho.
– No me ocupé de ese asunto, porque fui a casa de Pitchley en busca de una fotografía. Pero hoy me ocuparé de ello. No obstante, no hay nada que indique que Katja Wolff quiera averiguar dónde está su hijo, señor. Si hubiera querido encontrarle, habría ido a hablar con la monja. Sin embargo, no lo ha hecho.
Leach carraspeó la garganta como si no acabara de estar de acuerdo. Luego le ordenó:
– De todas maneras, compruébelo.
– De acuerdo -respondió Barbara-. ¿Quiere que me encargue de eso antes o después de ir a ver a Lynn Davies?
– No importa. Limítese a hacerlo, agente -le contestó malhumorado-. Nos ha llegado un informe desde el otro lado del río. El equipo forense ha analizado los trozos de pintura que encontraron sobre el cuerpo.
– ¿Y? -preguntó Lynley.
– Tendremos que cambiar de estrategia. Los del Departamento del Crimen Organizado dicen que la pintura tiene celulosa mezclada con disolvente para diluirla. Eso no concuerda con nada que haya sido usado para pintar coches en los últimos cuarenta años, como mínimo. Aseguran que los trozos de pintura proceden de algo antiguo. Como mucho, de la década de los cincuenta.
– ¿De los cincuenta? -preguntó Barbara con incredulidad.
– Eso explica por qué el testigo de ayer por la noche pensó que era una limusina -apuntó Lynley-. Los coches eran grandes en los años cincuenta. Los Jaguar, los Rolls-Royce y los Bentley eran enormes.
– Así pues, alguien la atropello con uno de esos coches antiguos -dijo Barbara Havers-. ¡Sí que estaba desesperado!
– Podría ser un taxi -subrayó Nkata-. Un taxi fuera de circulación, vendido a alguien que lo reparó y que lo usa como vehículo particular.
– ¡Taxi, coche antiguo o carro dorado! -exclamó Barbara-. Ninguno de los sospechosos tiene un coche de esas características.
– A no ser que usaran un coche prestado -apuntó Lynley.
– No podemos descartar esa posibilidad -asintió Leach.
– ¡Volvemos a estar como al principio! -exclamó Barbara.
– Haré que alguien empiece a investigarlo. Eso y los garajes especializados en coches antiguos. Aunque si se trata de un coche de los cincuenta, no creo que podamos esperar demasiadas abolladuras. En aquella época los coches parecían tanques.
– Pero tenían parachoques de cromo -precisó Nkata-. Enormes parachoques de cromo que podían romperse.
– Así pues, también tendremos que echar un vistazo a las tiendas que venden partes sueltas. -Leach tomó nota-. Sustituir es más fácil que reparar, sobre todo si se sabe que la policía va a ir tras la pista. -Llamó a la sala de incidencias y ordenó que le asignaran a alguien esa tarea. Después colgó el teléfono y le dijo a Lynley-: ¡Podría ser una mera coincidencia!
– ¿De verdad lo cree, señor? -le preguntó Lynley en un mesurado tono de voz que le indicó a Nkata que el inspector buscaba algo más que la simple respuesta que el comisario le pudiera dar.
– Me gustaría creerlo. Pero entiendo que es como llevar una venda puesta: es creer lo que uno quiere creer en esta situación. -Observó el teléfono como si deseara que sonara. Los otros no pronunciaron palabra. Al cabo de un rato, musitó-: Es un buen hombre. Puede que se haya equivocado alguna que otra vez, pero ¿quién de nosotros no lo ha hecho? El hecho de que se haya equivocado no implica que no sea un buen hombre. -Se volvió hacia Lynley, y parecieron decirse algo que Nkata era incapaz de entender-. ¡Venga! ¡Al trabajo!
Una vez en la calle, Barbara Havers le dijo a Lynley:
– Lo sabe, inspector.
– ¿El qué? ¿Quién? -preguntó Nkata.
– Leach -contestó Barbara-. Sabe que Webberly está relacionado con Eugenie Davies.
– ¡Claro que lo sabe! Trabajaron juntos en ese caso. No me sorprende. Ya nos lo podíamos haber imaginado.
– De acuerdo, pero lo que no sabíamos…
– ¡Ya basta, Havers! -replicó Lynley. Intercambiaron una larga mirada antes de que Barbara dijera a la ligera-: ¡Ah! ¡Bien! Entonces me voy. -Después de hacerle un gesto amistoso a Nkata, se dirigió hacia el coche.
Como consecuencia inmediata de esa breve conversación, Nkata notó la reprimenda tácita en la decisión de Lynley de no contarle las nuevas noticias que él y Barbara acababan de averiguar. Nkata era consciente de que se merecía que no se lo contaran -Dios era testigo que no había demostrado tener el nivel de habilidad necesario para hacer lo correcto con una información valiosa-, pero por otra parte pensaba que había sido lo bastante prudente al relatar la metedura de pata de esa mañana para que no le consideraran un incompetente total. Era evidente que ése no había sido el caso.
Nkata sintió una gran pena por su situación.
– Inspector, ¿quiere que me retire? -le preguntó.
– ¿De qué, Winston?
– Del caso. Ya sabe. Si soy incapaz de hablar con dos mujeres sin liarlo todo…
Por su parte, Lynley pareció totalmente confundido, y Nkata sabía que tendría que ir más lejos, admitiendo lo que preferiría mantener en secreto. Dirigió la mirada hacia Barbara, que ya había entrado en su minúsculo coche y estaba en el proceso de intentar arrancar el viejo motor de su Mini.
– Lo que le quiero decir es que si no sé qué hacer con un hecho cuando lo conozco, supongo que entiendo el porqué de su negativa a comunicarme otro hecho. Pero eso tampoco quiere decir que sea menos eficaz, ¿verdad? Aunque está claro que esta mañana no he demostrado mucha eficacia. Por lo tanto, lo que le quiero decir es… que si quiere que deje el caso… lo que le quiero decir es que lo comprenderé. Debería haber sabido cómo tratar a esas dos mujeres. En vez de pensar que lo sabía todo, debería haber pensado que quizás algo se me escapaba. Pero no lo hice, ¿no es verdad? Y, en consecuencia, cuando hablé con ellas lo estropeé todo. Además…
– Winston -Lynley le interrumpió con decisión-. Dadas las circunstancias, sean las que sean, creo que necesita un cilicio. No obstante, puedo asegurarle que por esta vez podemos eximirle del castigo.
– ¿Cómo dice?
Lynley sonrió, y añadió:
– Tiene un futuro muy prometedor, Winnie. A diferencia de todos los demás, no tiene ni una sola mancha en el expediente. Me gustaría verle seguir en esa línea. ¿Comprende?
– ¿Que lo he estropeado todo? ¿Que si vuelvo a meter la pata me harán…?
– No. Lo único es que me gustaría mantenerle al margen si… -De manera inusitada, Lynley se detuvo para pensar en una frase que explicara algo pero sin llegar a revelar lo que quería mantener en secreto-… si nuestros procedimientos son puestos en duda en algún momento; es decir, que prefiero que la responsabilidad sea mía y no suya.-Pronunció esa frase con tal delicadeza que Nkata lo comprendió cuando relacionó las palabras de Lynley con lo que Barbara Havers había dicho sin darse cuenta antes de marcharse.
– ¡Por todos los santos! -exclamó con expresión de incredulidad-. ¡Ha descubierto algo que no quiere revelar!
– ¡Buen trabajo! -respondió Lynley con ironía-. Pero yo no le he dicho nada.
– ¿Lo sabe Barbara?
– Sí, pero sólo porque se encontraba allí. El responsable soy yo, y quiero que las cosas sigan así.
– ¿Lo que ha descubierto podría llevarnos al asesino?