– Tengo que encontrarla -insistió Gideon-. Es la única solución.
– No. Haz el favor de escucharme. Es una solución errónea. Sientes que tienes el derecho y te aseguro que conozco esa sensación. Si pudieras, volverías al pasado y le arrancarías los miembros uno a uno antes de que pudiera hacerlo, y así evitar que hiciera el daño que le acabó haciendo a tu familia. Pero conseguirías tan poco como yo, Gideon, cuando oigo el veredicto del jurado y sé que he ganado, pero al mismo tiempo sé que he perdido porque nada puede devolverle la vida a un niño muerto. Una mujer que quita la vida de un niño es el peor demonio que existe porque ella puede dar la vida si así lo decide. Y quitar la vida de alguien cuando uno puede darla es un crimen de los peores, un crimen para el que ninguna condena será lo bastante larga y para el que ningún castigo, ni siquiera la muerte, será lo bastante bueno.
– Debe hacerse justicia -contestó Gideon. Parecía más terco que desesperado-. Mi madre está muerta, ¿no se da cuenta? Debe hacerse justicia, y ésa es la única manera. No tengo elección.
– Sí que la tienes -replicó Cresswell-White-. Puedes elegir no rebajarte a su nivel. Puedes optar por creer lo que te estoy diciendo, porque lo que te estoy diciendo es el resultado de décadas de experiencia. La venganza para ese tipo de cosas no existe. Ni siquiera la muerte era una venganza, cuando la pena de muerte era legal y posible, Gideon.
– No lo comprende.
Gideon cerró los ojos, y por un momento Libby pensó que se iba a poner a llorar. Quería hacer algo para evitar que se desmoronara y se humillara todavía más delante de un hombre que en realidad no lo conocía y que, por lo tanto, no podía saber lo que había tenido que soportar durante más de tres meses. Pero también quería hacer algo por suavizar las cosas, por si existía la posibilidad remota de que a la mujer alemana le sucediera algo malo accidentalmente en el futuro, en cuyo caso Gideon sería la primera persona con la que hablarían después de esa breve conversación en el Colegio de Abogados. No es que pensara que Gideon fuera capaz de hacerle daño a nadie. Sólo estaba hablando. Sólo buscaba algo que le hiciera sentir que su mundo no se estaba desmoronando.
– Ha estado despierto toda la noche -le dijo Libby al abogado en voz baja-. Y cuando consigue dormir, tiene pesadillas. La vio y…
Cresswell-White se incorporó, fijándose en lo que le acababa de decir, y le preguntó:
– ¿A Katja Wolff? ¿Se ha puesto en contacto contigo, Gideon? Las normas de la libertad condicional le prohíben ponerse en contacto con los miembros de la familia, y si ha infringido esas normas, podemos ocuparnos de que…
– ¡No, no, vio a su madre! -le interrumpió Libby-. Vio a su madre, pero no sabía quién era porque no la había visto desde que era un niño pequeño. Y eso le ha estado atormentando desde que se enteró que había sido… ya sabe, asesinada.
Le lanzó una mirada cautelosa a Gideon. Todavía tenía los ojos cerrados; la cabeza le temblaba, como si quisiera negar todo lo que había sucedido y que le había llevado a esa situación: a tener que suplicarle a un abogado que no conocía de nada que infringiera las normas que tuviera que infringir para darle la información que Gideon le pedía. Eso no iba a suceder, y Libby lo sabía. Cresswell-White no iba a ponerle a la niñera alemana en bandeja, y con ello correr el riesgo de arruinar su reputación y su carrera profesional. A ella le parecía muy bien y muy adecuado. Lo último que necesitaba Gideon en ese momento de su vida era ponerse en contacto con la mujer que había matado a su hermana y quizás a su madre.
Pero Libby sabía cómo se sentía, o, como mínimo, eso creía. Sentía que había desaprovechado la oportunidad de redimirse de algún tipo de pecado, el castigo del cual era su incapacidad de volver a tocar el violín. Y eso era a lo que se reducía todo: al maldito violín.
– Gideon, Katja Wolff no se merece que pases ni un minuto de tu tiempo buscándola -le dijo Cresswell-White-. Es una mujer que no mostró ningún tipo de remordimiento, y que estaba tan segura de su exculpación que ni siquiera se esforzó por justificar sus acciones. Su silencio decía: «Les dejaré que demuestren que tienen un caso», y sólo se decidió a hablar cuando vio que los hechos salían a la luz, los cardenales, y esas fracturas que no habían sido curadas en el cuerpo de tu hermana, y cuando oyó el veredicto y la condena. Imagínatelo. Imagínate el tipo de persona que se debe de esconder tras esa negativa por cooperar, por responder las preguntas más básicas, cuando una niña que estaba a su cargo ha muerto. Ni siquiera lloró cuando hizo su única declaración. Y ahora tampoco lo hará. No puedes esperar que lo haga. No es como nosotros. La gente que abusa de los niños nunca lo es.
Libby observaba a Gideon con ansiedad mientras Cresswell-White hablaba, en busca de un indicio que le mostrara que lo que Cresswell-White estaba diciendo estaba surgiendo algún efecto sobre él. Pero su desespero no hizo más que aumentar cuando Gideon abrió los ojos, se puso en pie y habló.
– Se trata de lo siguiente: antes no lo comprendía pero ahora sí. Y tengo que encontrarla -declaró Gideon, como si las palabras de Cresswell-White no hubieran significado nada para él. Se dirigió hacia la puerta del despacho, llevándose las manos a la frente, como si deseara hacer lo que había dicho antes: arrancarse el cerebro de la cabeza.
– No está bien -le dijo Cresswell-White a Libby.
– ¿Bien? ¡Imposible! -respondió Libby. Después se fue tras Gideon.
La casa de Raphael Robson en Gospel Oak estaba situada en una de las zonas más ruidosas de todo el barrio. Resultó ser un edificio eduardiano desvencijado que necesitaba reformas con urgencia, y cuyo jardín delantero estaba escondido tras un seto de tejos y pavimentado para ser utilizado como aparcamiento. Cuando llegaron Lynley y Nkata, había tres vehículos aparcados delante de la casa: una furgoneta blanca que estaba muy sucia, un Vauxhall negro y un Renault plateado. Lynley se fijó en que el Vauxhall no era lo bastante antiguo para poder ser el vehículo que se había usado para los atropellamientos.
Mientras se acercaban a la escalera de entrada, un hombre salió por la parte lateral de la casa. Se dirigió hacia el Renault sin percatarse de su presencia. Cuando Lynley le llamó, el hombre se detuvo, con las llaves del coche en la mano para abrir la puerta del coche. Lynley le preguntó si era Raphael Robson, y le mostró su identificación.
El hombre no era atractivo en lo más mínimo, y una mata de pelo de color pardo le surgía por encima de la oreja izquierda, lo que hacía que pareciera que alguien le hubiera pintado con acuarelas una celosía sobre la cabeza. Tenía manchas en la piel, como si hubiera pasado demasiadas vacaciones en el Mediterráneo en el mes de agosto, y sus hombros estaban cubiertos de una abundante cantidad de caspa. Echó un vistazo a la identificación de Lynley y dijo que sí, que era Raphael Robson.
Lynley le presentó a Nkata y le preguntó si podrían hablar con él en algún sitio, lejos del ruidoso tráfico que pasaba por delante de ellos al otro lado del seto. Robson les respondió que sí, no faltaba más, y que si eran tan amables de seguirle…
– La puerta principal está atascada -les informó-. Aún no la hemos arreglado. Tendremos que entrar por la puerta de atrás.
Eso les llevó por un sendero de ladrillos que conducía a un jardín muy extenso. Estaba repleto de malas hierbas y de plantas; asimismo, estaba rodeado por un muro que hacía tiempo que había empezado a derrumbarse, y los pocos árboles que había no se habían podado en muchos años. A su sombra, las húmedas hojas caídas se estaban pudriendo para unirse en la tierra con las hojas de los otoños anteriores. Sin embargo, había un edificio nuevo en medio de todo ese caos y decadencia. Robson se dio cuenta de que tanto Lynley como Nkata lo observaban, y les dijo:
– Ése fue nuestro primer proyecto. Nos ocupamos de los muebles.