– ¿Los construyen?
– No, los restauramos. Tenemos intención de arreglar toda la casa. El hecho de vender los muebles antiguos que restauramos nos da un poco de dinero para seguir haciendo mejoras. Reformar un sitio como éste cuesta una fortuna. -Hizo un gesto para señalar el imponente edificio-. Cuando tenemos suficiente dinero para reformar una habitación, lo hacemos. Estamos tardando mucho, pero nadie tiene prisa. Y creo que se desarrolla cierto tipo de camaradería cuando la gente está involucrada en el mismo proyecto.
Lynley reflexionó sobre la palabra camaradería. En un principio, había pensado que Robson se refería a su mujer y a su familia, pero la expresión desarrollar camaradería implicaba otra cosa. Pensó en los vehículos que había visto aparcados delante de la casa y le preguntó:
– Entonces, ¿es una comuna?
Robson abrió la puerta de par en par y se encontraron en un pasillo que tenía un banco de madera a lo largo de toda la pared; debajo había una hilera de botas de agua y de un perchero de la pared colgaban varias chaquetas de adulto.
– Esa palabra me parece más propia de los años sesenta, pero supongo que sí, que podría llamarlo comuna. En realidad, somos un grupo con intereses comunes.
– ¿Como por ejemplo?
– Hacer música y convertir este sitio en algo que todos podamos disfrutar.
– ¿No están interesados en la restauración de muebles? -le preguntó Nkata.
– Eso sólo es un medio para conseguir nuestro objetivo. Los músicos no ganamos lo bastante para poder financiar una reforma de estas dimensiones si no tenemos nada más a lo que podamos recurrir.
Los hizo entrar a un pasillo que había ante ellos, y cuando estuvieron dentro cerró la puerta con llave escrupulosamente. Les dijo «por aquí», y los condujo a una sala que antes debía de haber sido un comedor y que ahora era una rancia combinación de sala de estar, cuarto trastero y oficina: la parte superior de las paredes estaba revestida con un papel pintado con manchas de agua, mientras que la parte inferior estaba cubierta con una especie de recubrimiento estropeado. Un ordenador formaba parte de las funciones de oficina que hacía la sala. Desde donde estaba, Lynley vio el cable telefónico que tenía conectado.
– Le hemos seguido la pista por un mensaje que dejó en el contestador automático de una mujer que se llamaba Eugenie Davies, señor Robson. Eso fue hace cuatro días. A las ocho y cuarto de la tarde.
Nkata, que estaba junto a Lynley, sacó su libreta de piel y su portaminas, y le dio la vuelta para sacar una mina finísima. Robson observó cómo lo hacía, y después se dirigió a una mesa en la que había esparcidos una serie de anteproyectos. Pasó la mano por el de arriba como si quisiera examinarlo, pero respondió la pregunta con una única palabra:
– Sí.
– ¿Sabe que la señora Davies fue asesinada hace tres días?
– Sí, ya lo sé. -Lo dijo con voz baja y mientras su mano asía un anteproyecto que aún estaba enrollado. Con el dedo pulgar tocaba la goma elástica que hacía que tuviera forma de tubo-. Me lo contó Richard. -Levantó los ojos hacia Lynley-. Cuando llegué para una de las sesiones se lo estaba contando a Gideon.
– ¿Sesiones?
– Doy clases de violín. Gideon ha sido alumno mío desde que era un niño. Ahora ya no lo es, claro está. Ya no es el alumno de nadie. Pero tocamos juntos tres horas al día cuando no está haciendo grabaciones, ensayando o de gira. Es evidente que debe haber oído hablar de él.
– Creía que hacía meses que no tocaba.
Robson alargó la mano para tocar de nuevo el anteproyecto que había sobre la mesa, pero vaciló y no lo hizo. Soltó un profundo suspiro y, volviéndose hacia ellos, les indicó:
– Siéntese, inspector. Usted también, agente. No sólo es importante guardar las apariencias en una situación como la de Gideon, sino que también lo es seguir con la rutina siempre que sea posible. En consecuencia, sigo pasando tres horas diarias en su casa, y esperamos que cuando haya pasado suficiente tiempo, será capaz de tocar de nuevo.
– ¿Esperamos? -Nkata alzó la cabeza en espera de una respuesta.
– Richard y yo. Me refiero al padre de Gideon.
En alguna parte de la casa se oyó un scherzo. Docenas de notas enérgicas empezaron a extenderse por todas partes en lo que al principio parecía un clavicordio, pero que de repente cambió a un oboe, y que después, con la misma rapidez, se convirtió en una flauta. Ésta fue acompañada por un aumento de volumen y por el sonido rítmico y repentino de varios instrumentos de percusión. Robson se dirigió hacia la puerta, la cerró y exclamó:
– Lo siento. Creo que Janet se está pasando un poco con el teclado eléctrico. Está entusiasmada con cualquier cosa que pueda hacer con un circuito integrado de ordenador.
– ¿Y usted? -le preguntó Lynley.
– No tengo bastante dinero para comprarme un teclado.
– Me refería a los circuitos integrados del ordenador, señor Robson. ¿Utiliza éste? Veo que está conectado al teléfono.
Robson le echó un vistazo rápido. Atravesó la sala y se sentó en una silla que sacó de debajo de la lámina de madera contrachapada que hacía las funciones de escritorio. Al verlo, Lynley y Nkata también se sentaron, desplegando dos sillas metálicas y colocándolas en una posición que los tres formaban un triángulo alrededor del ordenador.
– Lo usamos todos -contestó Robson.
– ¿Para el correo electrónico? ¿Para chatear? ¿Para navegar por la red?
– Yo casi siempre lo uso para enviar mensajes. Mi hermana vive en Los Angeles. Mi hermano está en Birmingham. Y mis padres tienen una casa en la Costa del Sol. Nos va muy bien para seguir en contacto.
– Su dirección es…
– ¿Por qué la quiere saber?
– Por curiosidad -respondió Lynley.
Robson se la dijo, con una expresión perpleja. Lynley oyó lo que había sospechado que oiría al ver el ordenador en la sala de estar. Jete era el apodo de Robson en la red y, por lo tanto, formaba parte de su dirección electrónica.
– Parece ser que estaba bastante tenso con la señora Davies -le comentó al violinista-. El mensaje que dejó en el contestador automático parecía bastante urgente, señor Robson, y el último mensaje que le mandó también parecía un poco apremiante. «Debo verla. Se lo suplico.» ¿Habían tenido algún tipo de altercado?
El asiento de Robson era una silla con ruedas, y la usó para dar vueltas y para examinar la apagada pantalla del ordenador, como si allí pudiera ver el último mensaje que le había mandado a Eugenie Davies.
– Claro está, lo han examinado todo -se dijo más para sí mismo que para ellos. Después prosiguió en un tono de voz normal-. Nos despedimos bastante enfadados. Le dije algunas cosas que… -Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente, donde las primeras gotas de sudor ya habían empezado a aparecer-. Esperaba poder tener la oportunidad de disculparme. Incluso mientras me alejaba del restaurante, y admito que estaba muy furioso, no me fui pensando: «¡Ya está! ¡He acabado con este asqueroso asunto para siempre! ¡Es una vaca estúpida y ciega, y se acabó!», sino que en realidad pensé: «¡Dios mío! ¡Parece enferma! ¡Nunca había estado tan delgada! Por el amor de Dios, ¿por qué no quiere darse cuenta de lo que eso quiere decir?».
– ¿A qué se refiere? -le preguntó Lynley.
– A que ella había tomado una decisión y a que a ella debía de parecerle muy sensata. Pero su cuerpo se estaba rebelando contra esa decisión, lo que era su manera de… No lo sé… Supongo que era la forma que tenía su alma de decirle que se detuviera, que no llevara las cosas más lejos. Esa rebelión era evidente. Créanme, uno incluso podía llegar a verla. No sólo consistía en que había empezado a abandonarse, ya que había empezado a hacerlo años atrás. Había sido muy atractiva, pero al verla, especialmente en el estado de los últimos años, nadie habría dicho que hubo una época en la que los hombres se volvían para mirarla.