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– ¿Qué decisión había tomado, señor Robson?

– Vengan conmigo. Quiero enseñarles algo -les dijo a modo de respuesta.

Los hizo salir de la casa e ir al jardín por el mismo camino por el que habían entrado. Se dirigieron hacia el edificio en el que había dicho que los miembros de la comuna restauraban los muebles.

El edificio constaba de una única sala en la que varias piezas antiguas se encontraban en diferentes fases de restauración. Desprendía un fuerte olor a serrín, aguarrás y pintura, y la pátina de polvo que se formaba al serrar las piezas lo cubría todo como si de un vaporoso velo se tratara. Se veían pisadas por todas partes del sucio suelo, desde un banco de trabajo del que colgaban unas herramientas acabadas de limpiar y que resplandecían por el aceite hasta un armario de tres patas, que estaba en la lista de quehaceres, y que estaba tan pulido que sólo quedaba una fina capa de madera de nogal y que, destripado, esperaba la siguiente fase de rejuvenecimiento.

– Esto es lo que pienso -declaró Robson-. Díganme si coincide con la realidad. Le restauré un armario. Era de madera de cerezo. De primera calidad. Precioso. No era el tipo de armario que se ve todos los días. También le restauré una cómoda de principios del siglo XVIII. Era de roble. Y un lavamanos, Victoriano. Madera de ébano con superficie de mármol. Le faltaba un tirador de uno de los cajones, pero era imposible sustituirlo ya que nunca se encontraría una cosa así y, además, dejarlo sin uno de los tiradores le daba más carácter. El armario fue lo que me costó más tiempo, porque uno se niega a entregar una pieza así hasta que no está satisfecho. Uno quiere restaurarla a la perfección y, en consecuencia, pasaron seis meses antes de que obtuviera el aspecto que yo deseaba y puedo asegurarle que nadie -señaló la casa para indicar a sus compañeros- estaba satisfecho de que yo siguiera trabajando en esa armario en vez de hacer algo que pudiera ser más rentable.

Lynley frunció el ceño, a sabiendas de que Robson tenía muchas historias que contar y preguntándose si tendría la habilidad de leer entre líneas con el poco tiempo del que disponían.

– Tuvo una discusión con la señora Davies respecto a una decisión que había tomado. Sólo se me ocurre pensar que no se quedó con el mobiliario que le había restaurado. ¿Estoy en lo cierto?

Robson dejó caer los hombros ligeramente, como si hubiera abrigado la esperanza de que Lynley fuera incapaz de confirmar lo que él había sospechado. No había dejado de asir el pañuelo ni un solo momento, y lo observaba mientras le respondía:

– No los conservó. No se quedó con un solo mueble de los que le restauré. Los vendió todos y entregó el dinero a una institución de beneficencia. O simplemente regaló los muebles, pero no se los quedó. ¿Es eso lo que está intentando decirme?

– No había ningún mueble antiguo en su casa, si eso es lo que quiere saber -declaró Lynley-. El mobiliario era… -Buscó la palabra adecuada para describir cómo estaba amueblada la casa de Eugenie Davies en Friday Street-espartano.

– Supongo que su casa era como la celda de una monja -dijo Robson con cierta amargura-. Era así como se castigaba. Pero esa clase de privación no era suficiente y, por lo tanto, estaba dispuesta a llevarla al extremo.

– ¿A qué se refiere? -Nkata había dejado de escribir durante el recuento de muebles antiguos que le había dado a Eugenie Davies. «Al extremo», sin embargo, parecía más prometedor.

– Me refiero a Wiley -contestó Robson-. Al tipo de la librería. Hacía años que salía con él, y había decidido que había llegado la hora de… -Robson se guardó el pañuelo en el bolsillo y observó el armario de tres patas. Según Lynley, ese armario era irrecuperable, pues le faltaba una pata y el interior mostraba un gran agujero en la parte trasera, como si alguien lo hubiera partido con una hacha-… casarse con él si se lo pedía. Me contó que pensaba, que, de hecho, lo sentía, con esa maldita intuición de las mujeres, que ése iba a ser el siguiente paso. Yo le respondí que si un hombre ni siquiera se molestaba en intentarlo… Que si en tres años aún no se le había insinuado… ¡No estoy diciendo que la violara! No quiero decir que la tirara contra una pared y la forzara. Sólo que… Ni siquiera había intentado acercársele. Ni siquiera le había explicado por qué no lo había intentado. Se limitaban a ir al campo, a pasear, a hacer esas estúpidas excursiones de un día que organizaban para los jubilados… Yo intenté convencerla de que no era normal. De que no era propio de un hombre viril. Y que, por lo tanto, si se casaba con él, si se convertía en la compañera de su vida y acababa con su maldita huida… -Robson se quedó sin aliento y los ojos se le enrojecieron-. Pero supongo que eso era lo que ella quería. Empezar una nueva vida con alguien que no le podría dar nada completo, que no podría darle lo que un hombre suele darle a una mujer cuando ésta lo es todo para él.

Lynley observó a Robson mientras hablaba, y vio cómo la tristeza con la que sus palabras adornaban esa dolorosa historia se veía reflejada en su cara llena de manchas.

– ¿Cuándo vio a la señora Davies por última vez?

– Hace quince días. El jueves.

– ¿Dónde?

– En Marlow. En el pub The Swan and Three Roses; está en las afueras de la ciudad.

– ¿Y no la volvió a ver? ¿No habló con ella?

– Hablé por teléfono con ella dos veces. Quería… No había reaccionado bien a lo que me había contado sobre Wiley, y yo lo sabía. Quería arreglar las cosas. Pero sólo hice que empeorarlas, porque yo todavía deseaba hablar de eso con ella, hablar de Wiley y de lo que significaba que en tres años nunca… Pero ella no quería oírlo. No quería entenderlo. «Es un buen hombre, Raphael», no cesaba de repetir. «Y creo que ha llegado el momento.»

– ¿El momento de qué?

Robson prosiguió como si no hubiera oído la pregunta de Nkata, como si fuera un silencioso Cirano que llevaba tiempo esperando una oportunidad para poder desahogar sus penas.

– No es que discrepara de que no fuera el momento propicio. Hacía años que se castigaba a sí misma. No estaba en la cárcel, pero bien podría haberlo estado, porque de todas maneras hizo que su vida fuera una prisión. Vivía prácticamente una vida de reclusión solitaria, de completa abnegación, y se rodeaba de gente con la que no tenía nada en común, siempre ofreciéndose voluntaria para los peores trabajos, y hacía todo eso sólo para poder pagar, pagar y pagar por lo que había hecho.

– ¿Qué había hecho? -Mientras escribía, Nkata había permanecido de pie junto a la puerta, con la esperanza de que si se mantenía cerca del exterior, su traje de lana gris marengo no se ensuciaría con el polvo que impregnaba el aire de la sala. Pero en ese momento hizo un paso hacia Robson y le lanzó una mirada a Lynley, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que esperara a que el violinista continuara. El hecho de no interrumpirle era una herramienta tan útil como el silencio de Robson.

Al cabo de un rato, Robson prosiguió:

– Cuando nació Sonia, Eugenie no la amó de forma instantánea, tal y como pensaba que debería haberlo hecho. Al principio se sintió agotada, ya que el parto había sido difícil y, después, lo único que quería era recuperarse. Y a mí eso me parece normal, teniendo en cuenta que estuvo treinta horas de parto, y que no le habían quedado fuerzas ni para abrazar a la recién nacida. No es ningún pecado.

– A mí no me lo parece -asintió Lynley.

– Además, al principio no sabían nada de la enfermedad del bebé. Sí, claro, había indicios, pero el parto había sido muy difícil. No había salido resplandeciente y perfecta como si fuera un nacimiento orquestado por una producción de Hollywood. Por lo tanto, los médicos no lo supieron hasta que la examinaron y después… ¡Santo Cielo! Cualquier persona se habría sentido devastada con la noticia. Cualquier persona habría tenido que adaptarse y para eso se necesita tiempo. Pero Eugenie pensaba que debería haber actuado de otra forma. Pensaba que debería haberla amado de inmediato, haberse sentido con fuerzas, haber hecho planes para cuidar de ella, sabido lo que tenía que hacer, qué esperar y cómo comportarse. Al ver que era incapaz de hacerlo, empezó a odiarse a sí misma. Y los demás miembros de la familia no hicieron nada por ayudarla a aceptar el bebé, especialmente el padre de Richard, ese viejo loco, que esperaba otro niño prodigio, y que cuando consiguió lo contrario, hizo que Eugenie no lo pudiera soportar. Los problemas físicos de Sonia, las necesidades de Gideon, que cada vez eran mayores y ¿qué más se podía esperar de educar a un niño prodigio?, los ataques de locura de Jack, el segundo fracaso de Richard…