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– Sí -respondió la mujer, pero pronunció la palabra como si fuera una pregunta, e inclinó la cabeza a un lado, perpleja, cuando miró la identificación de Barbara. Era de la misma altura que Barbara, lo que quería decir que era baja, pero su cuerpo parecía estar en buena forma bajo su sencillo atuendo de pantalones vaqueros azules, zapatillas deportivas y un suéter a rayas. Barbara llegó a la conclusión de que debía de ser la cuñada de Eugenie Davies, ya que Lynn parecía tener la misma edad que la mujer muerta, a pesar de que el abundante pelo que le caía por los hombros y la espalda tan sólo le empezaba a encanecer.

– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó Barbara.

– Sí, sí, por supuesto.

Lynn Davies abrió la puerta de par en par y la hizo pasar a un vestíbulo cuyo suelo estaba cubierto por una pequeña alfombra de ganchillo. Había un paragüero en una de las esquinas, y junto a él se ubicaba un perchero de junco del que colgaban dos impermeables idénticos, ambos de color amarillo chillón y con ribetes negros. Condujo a Barbara hasta la sala de estar, donde una ventana salediza daba a la calle. En el hueco de la ventana, un caballete sostenía una gruesa lámina de papel blanco sobre el que había trazos de color que reflejaban el estilo inconfundible de los cuadros pintados con los dedos. Más láminas de papel -éstas eran obras de arte acabadas- colgaban de las paredes de la sala, asidas de cualquier modo con chinchetas. La lámina del caballete no era una obra acabada, pero la pintura ya estaba seca, y daba la impresión de que el artista había sufrido un sobresalto en medio de su creación, ya que había tres dedos de pintura en una de las esquinas mientras que el resto del cuadro estaba pintado con unos trazos alegres e irregulares.

Lynn Davies no dijo nada mientras Barbara echaba un vistazo a los cuadros. Se limitó a esperar en silencio.

– Supongo que es familia de Eugenie Davies por matrimonio -le dijo Barbara.

– En realidad, no -le respondió Lynn Davies-. ¿De qué se trata, agente? -Frunció el ceño con un gesto de preocupación aparente-. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie?

– ¿No es hermana de Richard Davies?

– Fui la primera esposa de Richard. Por favor. Cuénteme. Me está asustando. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie? -Entrelazó las manos delante de ella, con fuerza, de tal modo que los brazos le formaban una V perfecta con el torso-. Debe de haber sucedido algo, porque si no fuera así, usted no se encontraría aquí.

Barbara intentó adaptarse a la nueva situación: no era la hermana de Richard, sino la primera esposa de Richard, con todo lo que implicaban las palabras «primera esposa de Richard». Observó a Lynn con atención mientras le explicaba las razones por las que la policía había ido a verla.

Lynn tenía la piel de color verde oliva, y unas oscuras medias lunas, parecidas a manchas de café, debajo de sus profundos ojos marrones. Su piel empalideció ligeramente cuando se enteró de los detalles del caso de atropellamiento y fuga de West Hampstead.

– ¡Santo Cielo! -exclamó y se dirigió a un antiguo sofá de tres plazas. Se sentó, mirando fijamente al frente, pero diciéndole a Barbara-: Por favor… -señalando después un sillón junto al que había una ordenada pila de libros infantiles. How the Grinch Stole Christmas, de Theodor Seuss Geisel, estaba, de modo oportuno, arriba del todo.

– Lo siento -dijo Barbara-. Entiendo que debe de tener un gran disgusto.

– ¡No sabía nada! -exclamó Lynn-. Y seguro que ha salido en los periódicos, ¿verdad? A causa de Gideon. Y a causa del… modo en que dice que murió. Pero no los he leído, me refiero a los periódicos, porque no me he encontrado tan bien como imaginaba… ¡Dios mío! ¡Pobre Eugenie! ¡Que todo haya acabado así!

No parecía en absoluto la típica reacción de una primera esposa amargada ante la muerte de la segunda.

– Supongo que la conocía bien -apuntó Barbara.

– Conocía a Eugenie desde hacía muchos años.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– La semana pasada. Vino al entierro de mi hija. Ésa es la razón por la que no he visto… por la que no sabía nada… -Lynn se frotó la palma de la mano derecho contra el muslo, como si con ello pudiera calmar algo en su interior-. Virginia, mi hija, murió de forma bastante repentina la semana pasada, agente. Sabía que podía suceder en cualquier momento. Pero uno nunca está lo bastante preparado.

– Lo siento -repuso Barbara.

– Estaba pintando, tal y como hacía cada tarde. Yo me encontraba en la cocina preparando el té. Oí cómo caía. Salí de la cocina a toda prisa. Y eso fue… ¿cómo lo diría, agente?… el final. Llegó ese momento tan importante y tan temido, y yo no estaba con ella. Ni siquiera pude decirle adiós.

«Igual que Tony», pensó Barbara, y le dolió que su hermano le viniera a la mente en un momento en el que no estaba preparada para pensar en él. Igual que Tony, que había muerto solo, sin ningún miembro de la familia junto a su lecho de muerte. No le gustaba pensar en Tony, en su muerte lenta y en el infierno que su familia había tenido que soportar. Se limitó a decir:

– Los hijos no deberían morir antes que sus padres, ¿no cree? -Sintió una tensión creciente en la garganta.

– Los médicos me dijeron que antes de caer al suelo ya estaba muerta -le explicó Lynn Davies-. Y sé que tenían intención de consolarme. Pero cuando te has pasado casi toda la vida cuidando de una niña como Virginia, una niña pequeña para siempre, tu mundo se hace pedazos cuando se la llevan, especialmente si sólo has salido de la habitación para prepararle la merienda. En consecuencia, no he sido capaz de leer un periódico, y mucho menos una novela o una revista, y tampoco he puesto la televisión ni la radio, porque aunque me gustaría distraerme, si lo hago existe la posibilidad de que deje de sentir lo que siento, y lo que siento en este mismo momento, si comprende lo que le quiero decir, es la única forma que tengo de sentirme unida a ella. -Los ojos de Lynn se llenaron de lágrimas a medida que hablaba.

Barbara le dio un momento, mientras ella misma digería toda esa nueva información. Entre todo lo que archivaba en su mente se encontraba el hecho inimaginable de que Richard Davies había sido el padre no sólo de una, sino de dos niñas con deficiencias. Porque ¿a qué más se podía referir Lynn Davies cuando describió a su hija como «una niña pequeña para siempre»? Virginia no era… Debía de haber un eufemismo en alguna parte -pensó Barbara con frustración-, y si hubiera sido de Norteamérica, ese gran país de lo políticamente correcto, lo habría sabido. Al final optó por preguntar:

– ¿No se encontraba bien?

– Mi hija era retardada de nacimiento, agente. Tenía el cuerpo de una mujer y la mente de una niña de dos años.

– ¡Santo Cielo! ¡Lo lamento mucho!

– El corazón no le funcionaba con normalidad. Desde el principio supimos que algún día le fallaría. Pero era una persona muy enérgica; por lo tanto, sorprendió a todo el mundo y vivió treinta y dos años.

– ¿Aquí con usted?

– No era una vida fácil para ninguna de las dos. Pero cuando pienso en cómo podría haber sido, no me arrepiento de nada. Gané más de lo que perdí cuando mi matrimonio se acabó. Y, al fin y al cabo, no puedo culpar a Richard de que me pidiera el divorcio.

– Y después se volvió a casar y tuvo otra… -Una vez más, no había ningún eufemismo que le sirviera. Se lo proporcionó la misma Lynn:

– Una niña imperfecta, tal y como entendemos la perfección. Sí. Richard tuvo otra, y los que creen en un Dios vengativo podrían argumentar que había sido castigado por habernos abandonado, a mí y a Virginia. Pero no creo que Dios funcione así. Richard nunca me habría pedido que nos marcháramos si yo hubiera estado de acuerdo en tener más hijos.