– Pytches -dijo Azoff, y aunque parecía pensativo mientras pronunciaba su nombre, sus entornados ojos sugerían que no estaba intentando procesar la nueva información que le acababan de dar, sino que estaba pensando en las medidas disciplinarias que iba a aplicarle a un cliente que seguía ocultándole hechos y que, por lo tanto, le hacía quedar como un estúpido cada vez que se sentía obligado a hablar con la policía-. ¿Me estás diciendo que murió otro bebé, Jay?
– Dos bebés y una mujer -le recordó Leach-. Y van en aumento. A propósito, ayer por la noche hubo otra víctima. ¿Dónde se encontraba ayer por la noche, Pytches?
– ¡No es justo! -gritó Hombre-P-. No los he visto… No he hablado con ellos… No sé por qué llevaba mi dirección apuntada… Y no me creo que…
– ¿Ayer por la noche? -le repitió Leach.
– Nada. En ningún sitio. En casa. ¿Dónde demonios podía ir si todavía no me ha devuelto el coche?
– Quizás alguien pasara a buscarle -sugirió Leach.
– ¿Quién? ¿Alguien que supuestamente me pasó a recoger por casa para dar un paseo y luego atropellar a alguien y darnos a la fuga?
– No he dicho en ningún momento que se tratara de un caso de atropello y fuga.
– No se haga tanto el listo. Afirmó que había habido otra víctima. Afirmó que habían atropellado a otra persona. ¿Qué quiere que piense? ¿Que le habían dado un golpe a alguien con un bate de cricket? Si así fuera, ¿por qué iba yo a estar aquí?
Estaba empezando a sudar. Leach se sentía satisfecho. También le complacía el hecho de que el abogado de Hombre-P estaba lo bastante molesto como para que él pudiera manipularlo durante un minuto o dos. Sin lugar a dudas, eso podría serle útil.
– Buena pregunta, señor Pytches.
– Pitchley -replicó Hombre-P.
– ¿Qué noticias recientes tiene de Katjia Wolff?
– Kat… -Hombre-P se detuvo-. ¿Qué pasa con Katja Wolff? -preguntó con gran cautela.
– Esta mañana he estado revisando los expedientes antiguos y me he dado cuenta de que nunca declaró en el juicio.
– Nadie me pidió que lo hiciera. Me encontraba en la casa, pero no vi nada, y, en consecuencia, no había ninguna razón…
– Pero Beckett, la maestra del niño, sí que declaró. Sarah-Jane se llamaba. Mis notas, ¿le he dicho que guardo todos los informes de las investigaciones?, demuestran que ustedes dos estaban juntos cuando asesinaron a la niña. Estaban juntos, lo que quiere decir que ambos lo vieron todo o que no vieron nada, pero en cualquier caso…
– ¡No vi nada!
– …en cualquier caso -Leach siguió presionándole-, Beckett declaró mientras que usted se quedó callado. ¿Por qué?
– Era la profesora del chico, de Gideon. El hermano. Veía a la familia más a menudo. También veía a Sonia con más frecuencia. Ella vio qué tipo de cuidados le daba Katja, y supongo que pensó que podía contribuir en algo si declaraba. Y escuche, nadie me pidió que lo hiciera. Hablé con la policía, hice mi declaración, esperé a que me avisaran pero nadie me lo pidió.
– Muy oportuno, ¿no es verdad?
– ¿Por qué? ¿Está sugiriendo que…?
– ¡Déjalo ya! -exclamó Azoff por fin. Se volvió hacia Leach -: Si no va al grano, nos marchamos.
– ¡Yo no me voy sin mi coche! -gritó Hombre-P.
Leach buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó el documento de autorización del Boxter. Lo dejó sobre la mesa entre él y los otros dos hombres.
– Usted fue la única persona de esa casa que no declaró contra ella en el juicio, señor Pytches. Supongo que habrá ido a darle las gracias ahora que ya ha salido de la cárcel.
– ¿Adónde quiere llegar? -gritó Hombre-P.
– Beckett declaró contra ella. Habló con nosotros y con todos los demás sobre los defectos de Katja Wolff. Un poco de mal carácter por aquí. Una dosis de impaciencia por allá. Que tenía otras cosas por hacer cuando el bebé necesitaba de sus cuidados. Que no siempre estaba dispuesta, tal y como debería haberlo estado una buena niñera cualificada. Y después el hecho de que se quedara embarazada…
– ¿Sí? ¿Bien? ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Hombre-P-. Sarah-Jane vio más cosas que yo y, por lo tanto, las contó. ¿Se supone que debo ser su conciencia o algo así? ¿Veinte años más tarde de esos hechos?
– Estoy intentando ver el objeto de esta conversación, comisario Leach -intervino Azoff-. Como no tiene ninguno, cogeremos esos documentos y nos marcharemos. -Azoff alargó la mano.
Leach los cogió por el otro extremo y replicó:
– Estamos hablando de Katja Wolff y de la relación que tiene con su cliente.
– ¡No tengo ninguna relación con ella! -protestó Hombre-P.
– Yo no estoy tan seguro de eso. Alguien la dejó embarazada, y no creo que fuera el Espíritu Santo precisamente.
– ¡No me eche la culpa de eso! Vivíamos en la misma casa. Eso es todo. Nos saludábamos cuando nos encontrábamos en la escalera. Le di alguna que otra clase de inglés, y sí, es posible que la admirara… Mire. Era una mujer atractiva. Se sentía segura de sí misma, y no actuaba como uno esperaría que lo hiciera una mujer extranjera que no domina la lengua. Es algo muy agradable de ver en una mujer. ¡Por el amor de Dios! ¡No estoy ciego!
– Entonces, tuvo algo con ella. Seguro que por la noche iban de puntillas de un lado a otro de la casa. Una o dos veces en el cobertizo del jardín, y mira lo que ha sucedido.
Azoff golpeó la mesa con el puño y protestó:
– ¡Una vez, dos veces, ochenta y cinco veces! Si no tiene ninguna intención de hablar del caso que nos ocupa, nos marchamos. ¿Lo ha comprendido?
– Éste es el caso que nos ocupa, señor Azoff, especialmente si tenemos en cuenta que nuestro chico ha pasado los últimos veinte años obsesionado por una mujer a la que embaucó y a la que se negó a ayudar cuando a) la dejó embarazada, o b) la acusaron de asesinato. Quizás estuviera dispuesto a rectificar. ¿Y qué mejor manera tenía de hacerlo que no fuera ayudándola a vengarse? Y, a propósito, ella puede pensar que él está en deuda con ella. El tiempo pasa con mucha lentitud en la cárcel, ¿saben? Y les sorprendería mucho saber cómo un asesino puede llegar a pensar que ha sido la parte agraviada.
– Esto es… esto es completamente… ridículo -farfulló Hombre-P.
– ¿De verdad?
– Usted sabe que sí. ¿Qué ocurrió según usted?
– Jay… -le aconsejó Azoff.
– Por lo que veo, piensa que averiguó mi paradero, que una noche llamó al timbre de mi casa y me dijo: «Hola Jim. Hace veinte años que no nos vemos, pero ¿qué te parecería ayudarme a librarme de unas cuantas personas? Para pasárnoslo bien, claro está. No estás demasiado ocupado, ¿verdad?». ¿Es así cómo se lo imagina, inspector?
– ¡Cállate, Jay! -le sugirió Azoff.
– ¡No! Me he pasado media vida limpiando las paredes y yo no soy el que se ha meado en ellas, y ya estoy harto. Estoy más que harto, joder. Cuando no es la policía, son los periódicos. Cuando no son los periódicos, es… -Se detuvo.
– ¿Sí? -Leach se inclinó hacia delante-. ¿De quién se trata, pues? ¿Qué es eso tan desagradable que nos oculta, señor P? Supongo que es algo más grave que la muerte del primer bebé. Es un hombre lleno de misterios, de verdad. Y le diré una cosa: todavía no he acabado con usted.
Hombre-P se hundió en la silla, carraspeando la garganta.
– ¡Qué extraño! -apuntó Azoff-. No he oído nada sobre medidas cautelares, inspector. Perdóneme si he tenido algún lapso inconsciente en algún momento de esta reunión, pero no recuerdo haber oído nada sobre medidas cautelares. Y si no lo oigo en los próximos quince segundos, mi sugerencia es que nos digamos adiós, por muy dolorosas que nuestras despedidas puedan resultar.