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– ¿Qué tenemos que hacer?

– Vigilarme el coche. Aseguraos que no lo toque nadie. ¿De acuerdo?

Se encogieron de hombros. Pitchley interpretó que estaban de acuerdo. Les hizo un gesto de asentimiento y les dijo:

– Ahora os doy diez, y después os daré los otros veinte.

– ¡Trae! -exclamó el cabecilla, inclinándose hacia delante para coger el dinero.

Mientras le entregaba el billete de diez libras a ese gamberro, Pitchley se percató de que ese tipo bien podría ser su hermanastro pequeño, Paul. Habían pasado más de veinte años desde que viera al pequeño Paulie por última vez. ¡Qué gran ironía sería si le estuviera entregando ese dinero a su propio hermano sin que ninguno de los dos supiera quién era el otro! Pero le sucedería lo mismo con el resto de sus hermanos. Por lo que él sabía, su madre podría haber tenido más hijos, aparte de los cinco que ya tenía cuando él se marchó.

Entró en el recinto del bloque de pisos: una extensión de césped muerto, cuadrados mal dibujados con tiza para jugar a la pata coja sobre el estropeado asfalto, un balón desinflado con la raja de un navajazo, dos carros de la compra volcados y sin ruedas. Había tres niñas con patines de línea que intentaban patinar sobre uno de los senderos de hormigón, pero estaba en tal mal estado como el asfalto; en consecuencia, sólo tendrían unos dos metros y medio de suelo liso para patinar antes de tener que saltar o esquivar un lugar en el que la brigada de bombas bien podría encontrar una bomba sin explotar.

Pitchley se encaminó hacia el ascensor del bloque de pisos y se encontró con que no funcionaba. Un cartel con letras mayúsculas le informaba de la situación; colgaba de unas viejas puertas de cromo que hacía tiempo que habían sido decoradas por los artistas de graffiti de la vivienda.

Empezó a subir por la escalera. Eran siete plantas. A ella le encantaba -tal y como siempre decía-tener buena vista. Era muy importante, ya que lo único que hacía era apoyarse, sentarse, holgazanear, fumar, beber, comer o mirar la tele desde esa vieja silla que hacía siglos que estaba junto a la ventana.

En el segundo piso ya se había quedado sin aliento. Tuvo que hacer una pausa en el rellano y respirar profundamente el aire impregnado de orina antes de seguir subiendo. Cuando llegó al quinto piso, se detuvo de nuevo. Cuando llegó al séptimo, las axilas le goteaban.

Se frotó el cuello mientras se dirigía a la puerta del piso de su madre. Nunca se le pasó por la cabeza que no pudiera estar en casa. Jen Pytches sólo movería el culo si el edificio estuviera en llamas. E incluso entonces se quejaría de la situación: «¿Y qué pasa con mi programa de la tele?».

Llamó a la puerta. Se oía a alguien hablar, voces televisivas que indicaban la hora del día. Programas de entrevistas por la mañana, por la tarde, y afortunadamente -sólo Dios sabe por qué-culebrones por la noche.

No hubo respuesta, por lo que Pitchley llamó de nuevo, esa vez con más fuerza, y gritó: «¡Mamá!». Intentó abrir la puerta y se dio cuenta de que no estaba cerrada con llave. La entreabrió y gritó otra vez: «¡Mamá!».

– ¿Quién es? ¿Eres tú, Paulie? -preguntó-. ¿Ya has vuelto de la oficina de empleo? ¡Has tardado muy poco, chico! ¡No intentes engañarme! ¿Lo entiendes, hijo? ¡Ya soy perro viejo! -Empezó a toser de esa forma tan profunda y flemática propia de una fumadora de cuarenta años mientras Pitchley empujaba la puerta con las yemas de los dedos.

Entró sin hacer ruido y se encontró cara a cara con su madre. Hacía veinticinco años que no la veía.

– ¡Bien! -exclamó.

Estaba junto a la ventana, tal y como se había imaginado que estaría, pero ya no era la mujer que recordaba de niño. Veinticinco años de no mover un músculo a no ser que se hubiera visto obligada a hacerlo, habían convertido a su madre en una gran mole que llevaba pantalones elásticos y un jersey del tamaño de un paracaídas. Si se la hubiera encontrado en la calle, no la habría reconocido. Tampoco lo habría hecho allí mismo si su madre no hubiera dicho:

– Jim, ¡qué sorpresa tan agradable!

– ¡Hola, mamá! -dijo él mientras observaba el piso.

Nada había cambiado. Ahí estaba el mismo sofá azul con forma de U, las mismas lámparas con las pantallas deformes, y de las paredes colgaban las mismas fotografías: cada uno de los pequeños Pytches sentados en las rodillas de sus respectivos padres en la única ocasión en que Jen había conseguido que se comportaran como tales. ¡Santo Cielo! Al verlo, lo recordó todo de repente: ese risible ejercicio en el que ponía a todos sus hijos en fila y les decía: «Éste es tu padre, Jim. Se llamaba Trev, pero yo le llamaba mi pequeño amante». Y «el tuyo se llamaba Derek, Bonnie. ¡Mira qué cuello más bonito tenía! ¡Era incapaz de ponerle las manos cerca del cuello! ¡Oooh! ¡Qué gran hombre era tu padre, Bon!». Y así lo iba haciendo con todos, uno por uno, una vez por semana, a no ser que alguno de ellos se olvidara.

– ¿Qué quieres, Jim? -le preguntó su madre. Soltó un gruñido mientras alargaba la mano para coger el mando a distancia de la tele. Echó un vistazo a la pantalla, hizo una especie de nota mental sobre lo que estaba viendo y bajó el volumen.

– Me marcho -le comunicó-. Quería que lo supieras.

Sin apartar los ojos de él, le replicó:

– Ya hace tiempo que te has ido, chico. ¿Cuántos años hace ya? ¿Qué hay de diferente ahora?

– Me voy a ir a Australia -le contestó-. A Nueva Zelanda, a Canadá. Todavía no lo sé, pero quería decirte que me marcho para siempre. Voy a venderlo todo y a empezar una nueva vida. Quería que lo supieras para que se lo pudieras contar a los demás.

– No creo que les quite el sueño pensar adonde te has largado esta vez -le contestó su madre.

– Ya lo sé. Pero de todas maneras…

Se preguntó si su madre debía de estar enterada de lo que había sucedido. Por lo que recordaba, nunca leía los periódicos. La nación entera podría irse a pique de repente, los políticos podrían estar dispuestos a dejarse sobornar, la familia real podría renunciar a sus derechos, los lores podrían empuñar las armas para luchar contra los planes de los comunes de acabar con ellos, podrían morir las estrellas del deporte, las estrellas del rock podrían tomar sobredosis de drogas de diseño, los trenes podrían chocar, bombas podrían explotar en el mismísimo Piccadilly…pero nada de eso le importaría ahora ni nunca; así pues, seguro que no sabía lo que le había sucedido a un tal James Pitchford, y lo que le habían hecho para evitar que sucediera nada más.

– Supongo que lo hago por los viejos tiempos -concluyó Pitchley-. Al fin y al cabo, eres mi madre. Creía que tenías el derecho a saberlo.

– Tráeme los cigarrillos -le ordenó a medida que señalaba una mesa que había junto al sofá, donde un paquete de Benson and Hedges estaba desparramado sobre la portada de Woman's Weekly. Se los llevó y ella se encendió uno. Miraba la pantalla del televisor, donde la cámara ofrecía una vista de pájaro de una mesa de billar en la que un jugador, inclinado sobre la mesa, estudiaba una jugada como si fuera un cirujano con el escalpelo en la mano.

– ¡Por los viejos tiempos! -repitió-. Muy amable de tu parte. Gracias, Jim. -Y subió el volumen con el mando a distancia.

Pitchley movió los pies de sitio. Observó el piso en busca de algo que pudiera servirle. De todos modos, no había ido a verla a ella, pero era evidente que no iba a darle ninguna información sobre sus hermanos si se lo preguntaba directamente. Su madre no estaba en deuda con él, y ambos lo sabían. Uno no podía pasarse un cuarto de siglo haciendo ver que no tenía pasado y luego presentarse de repente con la esperanza de que su madre pudiera serle de ayuda.

– Mira, mamá. Lo siento. Era la única manera -se disculpó.

Le hizo un gesto con la mano para indicarle que se fuera; el humo del cigarrillo formaba una cortina transparente en el aire. Al verlo, recordó el pasado: esa misma habitación, su madre en el suelo, el bebé naciendo y ella fumando un cigarrillo detrás de otro, porque «¿dónde estaba esa ambulancia que habían avisado? ¡Maldita sea! ¿No tenían derecho a que se ocuparan de sus necesidades?». Y él, solo, había estado junto a ella cuando todo había sucedido. «No me dejes, Jim. No me dejes, chico.» Y la cosa era tan viscosa como un bacalao crudo, y sangrienta, y aún estaba unida por el cordón umbilical, pero ella no dejaba de fumar, no dejó de fumar durante todo el parto, y el humo se elevaba en el aire como si fuera una serpiente.