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– Esa es la razón por la que estoy intentando recuperarla. Porque hasta que no lo consiga, no seré bueno ni para mí ni para nadie.

– Falso. No. Nunca has tenido una vida propia. Lo único que tenías era el violín. Tocar el violín nunca te definió como persona, pero hiciste que así fuera, y ése es el motivo por el que en este momento no eres nada.

«Tonterías -oía cómo se mofaba papá-. Otro mes en la compañía de esta criatura y lo poco que te queda en el cerebro se convertirá en papilla. Ése es el resultado de una dieta constante de McDonalds, debates televisivos y libros de autoayuda.»

Con papá en la cabeza y Libby delante de mí, no tenía ninguna oportunidad. La única alternativa que me quedaba era hacer una salida digna; lo intenté diciendo:

– Creo que ya lo hemos dicho todo sobre este tema. Podríamos concluir que será un tema en el que nunca estaremos de acuerdo.

– Bien, pues asegurémonos de que sólo hablemos de temas en los que estemos de acuerdo -replicó Libby-. Porque si las cosas se ponen, digamos, demasiado tensas para nosotros, quizá fuéramos capaces de cambiar.

Me encontraba junto a la puerta, pero con ese comentario de despedida se estaba pasando de la raya y, en consecuencia, tuve que corregirla:

– Hay gente a la que no le hace falta cambiar, Libby. Tal vez necesiten entender lo que les está sucediendo, pero eso no quiere decir que tengan que cambiar.

Antes de que pudiera responderme, me marché. Decir la última palabra me parecía de vital importancia. Con todo, mientras cerraba la puerta a mis espaldas -y lo hice con cuidado para que no pudiera pensar que había reaccionado mal a nuestra conversación- oí que decía: «Sí. Claro, Gideon», y algo cayó sobre el suelo de madera con virulencia, como si le hubiera pegado una patada a la mesilla.

4 de noviembre

Yo soy la música. Yo soy el instrumento. Ella no lo ve con buenos ojos, pero yo sí. Lo que veo es lo diferentes que somos, esa diferencia que papá me ha estado intentando mostrar desde el primer día en que se conocieron. Libby nunca ha sido una profesional, y no es artista. Para ella es muy fácil decir que yo no soy el violín porque nunca ha sabido lo que es una vida que está inextricablemente relacionada con una actuación artística. A lo largo de su vida, ha tenido varios empleos, trabajos que ha hecho desde la mañana hasta la noche. Los artistas no llevan ese tipo de vida. Suponer que la llevan o que la pueden llevar muestra una ignorancia sobre la que se debe reflexionar.

«¿Reflexionar?», me pregunta.

Reflexionar sobre las posibilidades que tenemos. Libby y yo. Porque hubo una época en la que pensé… Sí. Me parecía que nuestra relación estaba muy bien. Me parecía que había una gran ventaja en el hecho de que Libby no supiera quién era, que no reconociera mi nombre al verlo apuntado en el paquete, que no supiera los progresos de mi carrera profesional, que no le importara si tocaba el violín o hacía cometas para venderlas en Camden Town. Esa parte de ella me gustó mucho. Pero ahora veo que, si voy a vivir mi vida, es muy importante estar con alguien que la comprenda.

Esa necesidad de comprender fue lo que me animó a buscar a Katie Waddington, esa chica del convento que recordaba sentada en la cocina de Kensington Square, la visitante más asidua de Katja Wolff.

«Katja Wolff era sólo la mitad de las dos KW -me informó Katie cuando averigüé su paradero-. A veces -prosiguió-, cuando uno tiene una amiga íntima, comete el error de presuponer que esa amistad, invariable y reconfortante, durará para siempre; pero eso no acostumbra a suceder.»

Localizar a Katie Waddington no me supuso ningún problema. Ni tampoco me deparó ninguna sorpresa averiguar que había llevado un tipo de vida similar a lo que había anunciado que sería su misión dos décadas antes. La localicé a través del listín telefónico, y la encontré en una clínica de Maida Vale. La clínica se llama Armonía de Cuerpos y Mentes, y supongo que es un nombre útil para ocultar su función principaclass="underline" terapia sexual. No lo llaman terapia sexual abiertamente, porque ¿quién tendría el valor de apuntarse si ése fuera el caso? Lo llamaban «terapia de pareja», y a la incapacidad de tener relaciones sexuales lo llamaban «disfunción de pareja».

– Le sorprendería saber la gran cantidad de gente que tiene problemas sexuales -me informó Katie, de una manera que parecía amistosa desde el punto de vista personal y tranquilizadora desde el profesional-. Cada día nos llegan, como mínimo, tres personas recomendadas. Algunas tienen problemas médicos: diabetes, enfermedades cardíacas, traumas postoperatorios. Ese tipo de cosas. Pero por cada cliente con problemas médicos, hay nueve o diez con problemas psicológicos. Supongo que en realidad no es de extrañar, dada nuestra obsesión nacional con el sexo, a pesar de que hacemos ver que no lo es. Uno sólo tiene que mirar los periódicos sensacionalistas y las revistas para ver el grado de interés que la gente tiene en el sexo. Me sorprende que no haya más gente en tratamiento para poder luchar contra todo eso. Dios sabe que nunca me he encontrado con nadie que no tuviera algún problema que no guardara relación con el sexo. La gente sana es la que se preocupa por solucionarlo.

Me condujo por un pasillo pintado en colores cálidos y terrosos, y después nos dirigimos hacia su despacho. Éste daba a una terraza, donde una gran profusión de plantas proporcionaba un fondo verde a un cómodo despacho con demasiados muebles, cojines y una colección de cerámica («sudamericana», me informó), cestas («norteamericanas… son preciosas, ¿verdad? Son uno de mis vicios. No me lo puedo permitir, pero las compro de todos modos. Supongo que hay peores vicios en la vida»). Nos sentamos y nos observamos uno al otro. Katie, con esa voz cálida, amistosa y reconfortante, me preguntó:

– Bien. ¿Qué puedo hacer para ayudarle, Gideon?

Me percaté de que creía que había ido hasta allí para pedirle consejo, y me apresuré a hacerle cambiar de opinión. Le dije de todo corazón que no necesitaba nada que tuviera que ver con su especialidad. Si no le importaba, lo que en realidad quería era información sobre Katja Wolff. La recompensaría por su dedicación, ya que le estaría robando el tiempo que podría haber dedicado a un paciente. Pero por lo que respectaba a… digámoslo así, al tipo de dificultades que solía tratar… «¡Ya, ya!» Risita. Bien, por el momento: no necesitaba ese tipo de ayuda.

– ¡Estupendo! ¡Estoy encantada de oírlo! -exclamó Katie mientras se reclinaba en el sillón. Era de respaldo alto y tapizado con los mismos colores otoñales con los que estaba decorado el pasillo y la sala de espera. También era grande en exceso, aunque en realidad era una cualidad necesaria teniendo en cuenta el tamaño de Katie.

Porque si cuando solía sentarse en la cocina de Kensington Square era una estudiante universitaria de veinte y pico años con tendencia a engordar, ahora era una obesa de pies a cabeza, y tenía un tamaño que seguramente ya no cabría en un asiento del cine o de un avión. Pero seguía vistiendo con tonalidades que le favorecían, y las joyas que llevaba eran elegantes y de aspecto caro. No obstante, se me hacía difícil imaginarme cómo era capaz de desplazarse por la ciudad. Y debo admitir que no podía imaginarme que alguien le contara sus secretos más íntimos y libidinosos. Sin embargo, era obvio que los demás no compartían mi aversión. La clínica parecía un negocio muy rentable, y sólo había conseguido ver a Katie porque un paciente habitual había cancelado la visita minutos antes de que yo llamara.

Le conté que estaba intentando refrescar algunos recuerdos de mi infancia, y que me había acordado de ella. Había recordado que a menudo se encontraba en la cocina mientras Katja Wolff daba de comer a Sonia, y que como no tenía ni idea del paradero de Katja, había pensado que quizás ella -Katie-pudiera ayudarme a rellenar los huecos en los que la memoria me fallaba.