Gracias a Dios, no me preguntó por qué había desarrollado ese interés tan repentino por el pasado. Ni tampoco, supongo que debido a su sabiduría profesional, me comentó qué podía significar que no lo recordara todo. Se limitó a decir:
– La gente del convento de la Inmaculada Concepción solía llamarnos las dos KW. «¿Dónde están las KW?», solían preguntar. «Que alguien vaya a buscar a las KW para que echen un vistazo a esto.»
– Así que eran buenas amigas.
– No fui la única que la ayudó cuando llegó al convento, pero supongo que nuestra amistad… se consolidó. Sí, en aquella época éramos amigas íntimas.
Había una mesa baja junto a su sillón, y sobre ésta descansaba una elaborada jaula con dos periquitos dentro, uno de color azul brillante y otro verde. Mientras Katie hablaba, abrió la puerta de la jaula y sacó el pájaro azul, asiéndolo con su puño grande y grueso. Graznó a modo de protesta y le mordisqueó los dedos. «¡Joey, eres un travieso!», exclamó mientras cogía una paleta que había junto a la jaula. Durante un momento horrible pensé que iba a usarla para golpear al pajarillo, pero la usó para masajearle la cabeza y el cuello, de tal manera que lo calmó. En verdad, parecía que lo estuviera hipnotizando, y obtuvo el mismo efecto conmigo, ya que empecé a observar con fascinación cómo se iban cerrando los ojos del pájaro. Katie abrió la palma de la mano y el pajarillo se acurrucó en ella con expresión de felicidad.
– ¡Es terapéutico! -me informó Katie mientras seguía con el masaje, usando las yemas de los dedos ahora que el periquito ya estaba adormecido-. Baja la presión sanguínea.
– No sabía que los pájaros tuvieran la presión alta.
Se rió en silencio y replicó:
– No me refiero a la de Joey, sino a la mía. Padezco obesidad patológica, aunque supongo que eso es obvio. El médico me ha dicho que si no pierdo ochenta kilos moriré antes de cumplir los cincuenta. «Cuando naciste no eras gorda», me dice. «No, pero casi siempre lo he sido», le respondo yo. Es fatal para el corazón, y ni siquiera vale la pena que diga lo malo que es para la presión. Pero todos nos moriremos algún día. Yo simplemente estoy eligiendo mi propia forma de morir. -Pasó los dedos a lo largo de la recogida ala derecha de Joey. A modo de respuesta, con los ojos todavía cerrados, la extendió-. Eso es lo que me atrajo de Katja. Tomaba decisiones, y eso me encantaba. Seguramente porque en mi familia todo el mundo se dedicó al negocio de los restaurantes sin siquiera plantearse si podían hacer otra cosa con sus vidas. Pero Katja era una persona que trataba de dirigir su vida. No se limitaba a aceptar lo que le tocaba vivir.
– Alemania Oriental -admití-. La huida en globo.
– Sí, ése es un ejemplo estupendo. La huida en globo y cómo se las ingenió para hacerlo.
– Salvo que el globo no lo construyó ella, ¿no es verdad? O, como mínimo, eso es lo que me han contado.
– No, no lo construyó. No me refería a eso con lo de ingenió. Quería decir cómo convenció a Hannes Hertel para que se la llevara con él. Cómo le hizo chantaje, si lo que me contó es verdad, y supongo que lo es, porque ¿qué interés podía tener en mentir sobre algo tan poco halagador? Pero por muy nefasto que hubiera sido su plan, tuvo el coraje de ir hasta él y amenazarle. Era un hombre corpulento, entre metro noventa y dos y metro noventa y cinco, si debo guiarme por lo que me explicó, y podría haberle hecho mucho daño si así lo hubiera deseado. Supongo que podría haberla matado y seguir con su plan de volar por encima del muro para desaparecer de la ciudad. Era un riesgo premeditado, pero ella lo corrió. Amaba la vida hasta ese punto.
– ¿Qué clase de riesgo?
– ¿Se refiere a la amenaza? -Katie había empezado a acariciar la otra ala de Joey, y éste la había extendido con el mismo ánimo de cooperación que había mostrado con la primera. Dentro de la jaula, el segundo periquito había volado hasta una de las perchas y observaba la sesión de masaje con ojos optimistas-. Le amenazó con alertar a las autoridades si no se la llevaba con él.
– Esa historia nunca ha salido a la luz, ¿verdad?
– Supongo que soy la única persona a la que se la contó, y es probable que nunca se diera cuenta de que lo había hecho. Habíamos estado bebiendo, y cuando Katja se emborrachaba, no lo hacía muy a menudo, no se crea, hacía o decía cosas que era incapaz de recordar veinticuatro horas más tarde. Nunca le hablé de Hannes después de que me lo contara, pero yo la admiraba por ello, ya que indicaba hasta qué punto estaba dispuesta a luchar por lo que quería. Y como yo también tenía que luchar mucho para conseguir lo que deseaba -señaló el despacho y la clínica, algo muy diferente de la cadena de restaurantes de su familia-, supongo que, después de un tiempo, nos sentíamos como hermanas.
– ¿Usted también vivía en el convento?
– ¡No, claro que no! Pero Katja sí. Trabajaba para las monjas, en la cocina, creo, a cambio del alojamiento mientras aprendía inglés. No obstante, yo vivía detrás del convento. Había residencias estudiantiles en la parte inferior del parque. Justo delante de la carretera, por lo que el ruido era espantoso. Pero el alquiler era barato, y la ubicación, cercana a tantas facultades, hacía que fuera muy práctico. Por aquel entonces vivían allí varios centenares de estudiantes, y casi todos sabíamos de la existencia de Katja. -Sonrió-. Y si no hubiera sido así, la habríamos conocido tarde o temprano. Lo que podía llegar a hacer con un suéter, tres pañuelos y unos pantalones era de lo más extraordinario. Tenía una mente innovadora para la moda. Eso es a lo que se quería dedicar, a propósito. Y lo habría hecho si las cosas no le hubieran ido tan mal.
Ése era exactamente el punto al que quería llevar la conversación: qué cosas le habían sucedido a Katja Wolff y por qué.
– No estaba cualificada para ser la niñera de mi hermana, ¿verdad? -le pregunté.
En ese momento Katie estaba acariciando las plumas de la cola del periquito y las extendía con el mismo espíritu de cooperación con el que había extendido las alas; aún las tenía extendidas, como si el pájaro se hubiera paralizado por el mero placer del tacto de la terapeuta.
– Sentía verdadera devoción por tu hermana -respondió Katie-. La quería. Se portaba muy bien con ella. Nunca vi que mostrara nada hacia Sonia que no fuera la más profunda de las ternuras y gentilezas. Fue un regalo celestial para tu hermana, Gideon.
Eso no era precisamente lo que esperaba oír y, en consecuencia, cerré los ojos e intenté recordar a Katja y a Sonia juntas. Quería una imagen mental que correspondiera a lo que yo le había explicado al policía de pelo rojo, no a lo que Katie me estaba contando en ese instante.
– Me imagino, sin embargo, que casi siempre las vería en la cocina, cuando Katja le daba de comer.
Apunté, con los ojos cerrados a medida que intentaba recordar, como mínimo, esa imagen: las viejas baldosas rojas y negras de linóleo del suelo, la mesa de madera con los pequeños semicírculos que habían quedado grabados por no haber puesto posavasos bajo las tazas, las dos ventanas inferiores a la altura de la calle y los barrotes que las protegían. Es extraño que pudiera recordar cómo los pies pasaban sobre la acera por delante de las ventanas de la cocina, pero que fuera incapaz de formarme una idea de una sola escena en la que hubiera acontecido algo que pudiera confirmarme lo que le había explicado a la policía.
– Las veía en la cocina -asintió Katie-. Pero también las veía en el convento, en la plaza, en todas partes. Parte del trabajo de Katja consistía en estimular sus sentidos y… -En ese instante se detuvo y dejó de acariciar al pájaro-… supongo que todo eso ya lo sabe.