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– Sí -respondí-. Es muy extraño.

Capítulo 19

Yasmin Edwards permanecía de pie en la esquina de Oakhill y Galveston Road, con el número cincuenta y cinco quemándole en el cerebro. No quería tomar parte en lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo de todas maneras, obligada por una fuerza que parecía venir del exterior pero que era una parte integral de su ser.

Su corazón le decía: «¡Vete a casa, chica! ¡Aléjate de este lugar! ¡Vuelve a la tienda y sigue fingiendo!».

Su cabeza le decía: «¡No, ha llegado la hora de averiguar lo peor!».

Y el resto del cuerpo se le debatía entre la cabeza y el corazón, haciendo que se sintiera como la protagonista rubia y estúpida de una película de suspense, ese tipo de mujer que se dirige de puntillas en la oscuridad hacia la puerta chirriante mientras el público le grita que se aleje.

Se detuvo en la lavandería antes de marcharse de Kennington. Cuando ya no fue capaz de hacer frente a lo que le mente le había estado gritando durante los últimos días, cerró la tienda, se dirigió al aparcamiento y entró en el Fiesta con la intención de dirigirse directamente a Wandsworth. Pero al final de Braganza Street, donde tuvo que esperarse a que el tráfico disminuyera antes de poder girar hacia Kennington Park Road, vislumbró la lavandería entre el colmado y la tienda de material eléctrico, y decidió entrar un momento para preguntarle a Katja qué quería para cenar.

No le importaba que en lo más profundo de su corazón supiera que era una excusa para ver lo que estaba haciendo su amante. Esa mañana no le había preguntado a Katja qué le gustaría cenar, ¿verdad? La inesperada visita de ese maldito detective les había hecho olvidar su rutina diaria.

Así pues, encontró un sitio en el que aparcar y entró en la lavandería; se alegró al ver que Katja estaba en el trabajo: en la parte trasera, inclinada sobre una vaporosa plancha que estaba deslizando sobre unas sábanas con bordes de encaje. La mezcla de calor, humedad y el olor de la ropa por lavar hacían que uno se sintiera como si estuviera en el trópico. A los diez minutos de entrar en el lugar, Yasmin estaba mareada, con resplandecientes gotas de sudor en la frente.

No conocía a la señora Crushley, pero reconoció a la propietaria de la lavandería por la actitud que mostró desde su máquina de coser tan pronto como Yasmin se acercó al mostrador. Era de la generación de los que hemos-luchado-en-la-guerra-por-todos-vosotros, una mujer demasiado joven para haber prestado sus servicios en ningún conflicto de la historia reciente, pero lo bastante mayor para recordar un Londres que era mayoritariamente anglosajón.

– ¿Sí? ¿Qué desea? -le preguntó con brusquedad, observándola de arriba abajo y como si estuviera oliendo algo desagradable.

Yasmin no llevaba ropa para lavar, y eso le hizo parecer sospechosa a los ojos de la señora Crushley. Yasmin era negra, y eso aún la hacía parecer una persona más peligrosa. Después de todo, podría llevar un cuchillo en el bolso. Podría llevar un dardo envenenado, que hubiera cogido de unos de sus compañeros de tribu, escondido en el pelo.

– Si pudiera hablar un momento con Katja… -le dijo con educación.

– ¡Katja! -exclamó la señora Crushley como si le acabara de preguntar si Jesucristo trabajaba ese día-. ¿Qué quiere de ella?

– Sólo quiero hablar con ella un momento.

– No veo por qué tendría que permitírselo. Ya hago suficiente dándole trabajo, ¿no es verdad? Sólo me falta que venga gente a verla. -La señora Crushley levantó la prenda en la que estaba trabajando, una camisa blanca de hombre, y usó sus torcidos dientes para partir un trozo de hilo de un botón que acababa de cambiar.

Katja alzó la cabeza en la parte trasera del establecimiento. Pero, por alguna razón, en vez de dedicarle una sonrisa a modo de saludo, se quedó mirando la puerta. Después miró hacia ella y le sonrió.

Era el tipo de cosa que cualquiera podría haber hecho, el tipo de cosa que la misma Yasmin habría pasado por alto en otras circunstancias. Pero en ese momento se dio cuenta de que estaba completamente pendiente del comportamiento de Katja. Cualquier cosa podía tener sentido. Y todo eso pasaba por culpa de ese inmundo detective.

– Esta mañana no me he acordado de preguntarte lo que querías para cenar -le dijo Yasmin a Katja mientras observaba con cautela a la señora Crushley.

– ¿Le está preguntando lo que quiere para cenar? -le preguntó la señora Crushley después de soltar un bufido-. En mi época nos comíamos todo lo que nos ponían en el plato y nadie nos preguntaba lo que deseábamos.

Katja se acercó. Yasmin se percató de que estaba empapada de sudor. La blusa azul celeste se le pegaba al torso como si fuera una lapa. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Desde que trabajaba en la lavandería, nunca la había visto así -cansada y cubierta de sudor- al final de la jornada laboral, y verla de ese modo cuando aún no había pasado ni medio día hizo que sus sospechas se despertaran de inmediato. Yasmin llegó a la conclusión de que si Katja nunca llegaba en ese estado era porque iba a otro sitio antes de ir al edificio Doddington.

Fue a la lavandería para ver cómo estaba Katja, para asegurarse de que no se había largado y de que no se había encizañado con la agente responsable de la libertad condicional. Pero como la mayoría de la gente que se dice a sí misma que sólo está saciando su curiosidad o haciendo algo por el bien del otro, Yasmin recibió más información de la que quería.

– ¿Qué me respondes? -le preguntó a Katja, dedicándole una sonrisa que más bien parecía una mueca-. ¿Tienes alguna idea? Si quieres, podría hacer un couscous con cordero. Ese estofado que ya hice una vez, ¿te acuerdas?

Katja asintió con la cabeza. Se secó la frente con la manga y usó el puño para secarse el labio superior.

– Sí, me parece bien. El cordero me gusta. Gracias. Yas.

Después se quedaron de pie en completo silencio. Intercambiaron una mirada mientras la señora Crushley las observaba por encima de sus gafas de media luna.

– Creo que ya tiene lo que quería, señorita del peinado de fantasía. Ahora más vale que se marche.

Yasmin se mordió los labios para no tener que optar entre decir: «¿Dónde? ¿Quién?» a Katja, o «Váyase a la mierda, blanca asquerosa» a la señora Crushley. No obstante, la que habló fue Katja. Le dijo con serenidad:

– Ahora debo volver al trabajo, Yas. Nos veremos por la noche.

– Sí, de acuerdo -contestó Yasmin, y se marchó sin preguntarle a Katja a qué hora llegaría.

Esa pregunta habría sido la trampa más importante, la trampa que le habría dado mucho más información que su aspecto. Con la señora Crushley allí sentada (que sabía a la hora que Katja acababa de trabajar) habría sido muy fácil preguntarle a Katja la hora exacta en que regresaría esa noche a casa, y observarle la expresión si la hora no coincidía con el horario laboral de Katja. Pero Yasmin no quería concederle a ese vaca asquerosa el placer de sacar ningún tipo de conclusión sobre la relación que mantenían; en consecuencia, salió de la lavandería y se dirigió hacia Wandsworth.

Ahora se encontraba en la esquina de la calle a merced del gélido viento. Examinó el barrio y lo comparó con el edificio Doddington, que no salió ganador en la comparación. La calle estaba limpia, como si alguien la hubiera barrido. En la acera no había ni escombros ni hojas caídas. No había manchas de orina de perro en las farolas ni montones de caca de perro en las alcantarillas. Las fachadas de las casas no tenían pintadas y de las ventanas colgaban blancas cortinas. La colada no colgaba con desinterés de los balcones porque no había balcones: tan sólo se veía una larga hilera de casas muy bien cuidadas por sus propietarios.