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Lynley inspiró profundamente y atribuyó la aspereza de Hillier a la comprensible preocupación que éste sentía por Webberly. Se apresuró a contestarle al subjefe de policía que había comprendido el mensaje. Sin embargo, ¿cómo estaba Miranda? ¿Podría hacer algo por…? Como mínimo, ¿había Helen conseguido hacerle comer alguna cosa?

– Está en casa de Frances -respondió Hillier.

– ¿Randie?

– No, su mujer. Laura no consiguió nada, ni siquiera pudo hacerla salir de la habitación; por lo tanto, Helen decidió intentarlo. Es una buena mujer -musitó Hillier. Lynley sabía que era todo lo que podía esperar de él a modo de cumplido.

– Gracias, señor.

– Prosiga con su trabajo. Yo seguiré aquí. No me gustaría que Randie estuviera sola si algo… si le pidieran decidir…

– De acuerdo. Sí, señor. Es lo mejor, ¿no es verdad?

Ahora Lynley observaba a Nkata. Curiosamente, el agente cubría el auricular del teléfono con los hombros para que nadie pudiera oír la conversación. Al verlo, Lynley frunció el ceño, y cuando Nkata colgó, le preguntó:

– ¿Ha conseguido averiguar algo?

Frotándose las manos, el agente le respondió:

– Eso espero. La mujer que vive con Katja Wolff quiere hablar conmigo. Fue ella quien llamó. ¿Cree que debería…? -Inclinó la cabeza en dirección a la puerta, pero ese movimiento más bien pareció un acto de mera cortesía que una pregunta, ya que los dedos del agente empezaron a golpear los bolsillos de los pantalones como si estuviera ansioso por sacar las llaves del coche.

Lynley reflexionó sobre lo que Nkata le había contado sobre el último interrogatorio que les había hecho a las dos mujeres.

– ¿Le ha dicho lo que quería?

– Hablar conmigo. Me acaba de decir que no me lo quería contar por teléfono.

– ¿Por qué no?

Nkata se encogió de hombros y empezó a pasar el peso de un pie a otro.

– Son criminales. Ya sabe cómo son. Siempre quieren tener la sartén por el mango.

Eso no podía ser más verdad. Si una ex presidiaría estaba dispuesta a delatar a una compañera, siempre escogería la hora, el lugar y las circunstancias en las que dar el chivatazo. Era un juego de poder que les servía para tranquilizarles la conciencia cuando tenían que representar un papel deshonroso entre criminales. Pero las presidiarías rara vez sentían afecto por la policía, y la cautela indicaba que un agente debería ser lo bastante inteligente para recordar que no había nada que gustara más a los criminales que meter palos en las ruedas, y el tamaño de los palos acostumbraba a guardar relación con el nivel de animosidad que sentían hacia la policía.

– ¿Cómo se llama, Winnie? -le preguntó.

– ¿Quién?

– La mujer que acaba de llamarle. La compañera de piso de Wolff. -Y cuando Nkata le respondió, Lynley le preguntó qué crimen había mandado a Yasmin Edwards a la cárcel.

– Acuchilló a su marido -contestó Nkata-. Le mató. Cumplió cinco años de condena por ello. Pero tengo la impresión de que él la maltrataba. Tiene la cara muy marcada, inspector. Llena de cicatrices. Ella y la alemana viven con su hijo. Daniel. Debe de tener unos diez u once años. Es un buen chico. ¿Cree que debería…? -Una vez más señaló la puerta con ansiedad.

Lynley reflexionó sobre si debería mandar otra vez a Nkata al sur del río. La ansiedad que mostraba por llevar a cabo esa acción hizo que Lynley pensara en ello. Por una parte, seguro que Nkata estaba ansioso por compensar la anterior metedura de pata. Pero por otra parte, tenía poca experiencia, y el deseo que sentía por enfrentarse de nuevo con Yasmin Edwards sugería una posible pérdida de objetividad. Mientras esa posible pérdida estuviera presente, Nkata -no el caso- estaba en peligro. Tal y como Webberly había estado, se percató Lynley, en esa investigación que se había llevado a cabo veinte años atrás.

Esa investigación parecía estar cada vez más relacionada con ese otro asesinato, pensó. Debía de haber una razón que lo explicara.

– Esa Yasmin Edwards, ¿es posible que pueda tener algún interés creado?

– ¿Conmigo?

– Me refiero a la policía en general.

– Sí, es posible.

– Entonces, vaya con cuidado.

– Así lo haré -respondió Nkata. Después salió a toda prisa de la sala de incidencias, con las llaves del coche en la palma de la mano.

Cuando el agente se fue, Lynley se sentó junto al escritorio y se puso las gafas. Se encontraban en una situación desesperante. Con anterioridad se había visto involucrado en casos en los que tenían un montón de pruebas pero a nadie a quien poder culpar. Había estado involucrado en casos en los que todos los sospechosos que habían interrogado parecían tener un móvil u otro, pero en los que no había habido ninguna prueba con la que poder incriminar a los sospechosos. Y había estado involucrado en casos en los que los medios y la oportunidad para asesinar eran más que posibles, pero en los que no había ningún móvil. Pero éste…

¿Cómo era posible que dos personas hubieran sido atropelladas y abandonadas en calles bastante concurridas sin que nadie viera nada, a excepción de un coche negro?, se preguntaba Lynley. ¿Y cómo era posible que la primera víctima hubiera podido ser arrastrada de un lugar a otro de Crediton Hill sin que nadie se percatara de lo que estaba sucediendo?

El hecho de que hubieran movido el cuerpo era un detalle importante, y Lynley cogió el último informe del forense para examinar a qué conclusiones había llegado a partir de lo que habían encontrado en el cadáver de Eugenie Davies. Seguro que el médico forense lo había analizado, investigado, examinado y estudiado con minuciosidad. Y si había algún indicio de prueba en ello -a pesar de la lluvia de esa noche-, seguro que el forense lo habría encontrado.

Lynley ojeó los documentos. No había nada debajo de las uñas, ni en la sangre del cadáver, ni en los restos de tierra que habían caído de los neumáticos -que no mostraban ninguna característica especial sobre los minerales propios de alguna parte del país-, ni en los gránulos que habían recogido tanto del pelo como de la misma calle, ni en los dos pelos que habían encontrado en el cadáver -uno gris y otro castaño-, que según el análisis…

A Lynley se le agudizó el interés. Dos pelos, de colores diferentes, un análisis. No cabía duda de que eso quería decir algo. Leyó el informe, frunciendo el ceño, vadeando descripciones de cutícula, córtex y médula, y fijándose en la conclusión inicial a la que había llegado el Departamento de Crimen Organizado: los pelos eran de mamífero.

Pero cuando prosiguió, luchando por avanzar a pesar de la gran profusión de términos técnicos, desde «la estructura macrofibrilar de las células medulares» hasta «las variantes electroforéticas de las proteínas estructurales», se dio cuenta de que los resultados del examen forense de los pelos no eran concluyentes. ¿Cómo demonios era posible?

Alargó la mano para coger el teléfono y marcó el número del laboratorio forense que había al otro lado del río. Después de hablar con tres técnicos y una secretaria, por fin consiguió dar con alguien que le explicara, con términos no especializados, por qué el análisis de un pelo -hecho en un siglo en el que la ciencia estaba tan avanzada que una partícula microscópica de piel, ¡por el amor de Dios!, podía identificar a un asesino-ofrecía conclusiones poco concluyentes.

– De hecho -le explicó la doctora Claudia Knowles-, ni siquiera sabemos si esos pelos pertenecían al asesino, inspector. También podrían ser de la víctima.

– ¿Cómo puede ser?

– En primer lugar, porque no hay cuero cabelludo en ninguno de los dos, y en segundo, y aquí reside lo más complicado, porque hay una gran variación de rasgos incluso con los pelos que pueden pertenecer a un solo individuo. Por lo tanto, aunque cogiéramos docenas de muestras del pelo de la víctima, no seríamos capaces de compararlos con los dos pelos que encontramos en su cuerpo, aunque hubieran sido de ella. A causa de todas las variaciones posibles. ¿Entiende lo que le quiero decir?