«Claro que estoy enfadado», le digo antes de que lo sugiera. Porque no entiendo lo que tiene que ver mi madre, un análisis de mi madre, o una conversación superficial sobre mi madre con lo que aconteció en Wigmore Hall. Ésa es la razón por la que he venido a verla, doctora Rose. No lo olvidemos. He aceptado tomar parte en este proceso porque cuando me encontraba en el escenario de Wigmore Hall, delante de un público que había pagado grandes sumas de dinero para beneficiar al Conservatorio de East London -que es mi propia sociedad benéfica, le recuerdo-, me subí al estrado, me coloqué el violín sobre el hombro, cogí el arco, flexioné los dedos de la mano izquierda como de costumbre, saludé con la cabeza al pianista y al chelista… y fui incapaz de tocar. ¡Por todos los santos! ¿Sabe lo que significa eso?
No sentí terror de estar en un escenario, doctora Rose. No tuve un bloqueo temporal a causa de una obra musical, que, a propósito, llevaba más de dos semanas ensayando. Fue una pérdida de habilidad total, absoluta, completa y humillante. No sólo la música se había borrado de mi cerebro, sino que había olvidado cómo tocar, por no decirle que también me había olvidado de cómo vivir. Me sentí como si nunca hubiera sostenido un violín con las manos, después de haber pasado los últimos veintiún años de mi vida tocando en público.
Sherrill empezó a tocar el Alegro, y yo lo oí sin reconocerlo en lo más mínimo. Y cuando se suponía que tenía que unirme al piano y al violonchelo: nada. No sabía ni qué tenía que hacer ni cuándo. Era la encarnación del hijo de Lot, si éste y no la esposa del hombre se hubiera dado la vuelta y hubiera presenciado la destrucción.
Sherrill intentó que no se notara. Hizo todo lo que pudo. Improvisó, que Dios le ayude, con Beethoven. Se las arregló para que yo pudiera empezar de nuevo. Pero tampoco pasó nada. Un silencio similar al vacío, mientras que ese mismo silencio retumbaba en mi cabeza cual huracán.
Así pues, bajé del estrado. Caminé, a ciegas, temblando, como un autómata. Papá se reunió conmigo en la Sala Verde, llorando. «¿Qué? Gideon. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué?», con Raphael tras él, a tan sólo un paso.
Le entregué el instrumento a Raphael y me desvanecí. Sólo recuerdo que todo me daba vueltas y que mi padre me decía: «Es a causa de esa chica, ¿verdad? ¡Maldita sea! ¡Domínate! ¡Tienes obligaciones!».
Sherrill, que había bajado del estrado tras de mí, me preguntaba: «¿Gid? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has quedado en blanco? ¡Mierda! ¡Son cosas que pasan!».
Mientras Raphael dejaba el violín sobre la mesa, dijo: «Sabía que esto sucedería tarde o temprano». Al igual que la mayoría de la gente, pensaba en sí mismo, en todas las innumerables veces que había sido incapaz de tocar en público, como su padre y el padre de éste. Todos los miembros de su familia tienen carreras brillantes en el mundo de la música, salvo el pobre y sudoroso Raphael, y supongo que había estado esperando ese momento en secreto, esperando a que el desastre me aconteciera y así poder ser hermanos oficiales en la miseria. Él fue el que me advirtió que no tomara parte en el frenesí que se produjo en mi vida profesional después de mi primer concierto en público, cuando todavía tenía siete años. Es obvio que ahora piensa que están empezando a aparecer las consecuencias de ese frenesí.
Pero no eran nervios lo que sentía en la Sala Verde, doctora Rose. Tampoco eran nervios lo que había sentido antes, cuando estaba delante de todo ese público que llenaba la sala. Era una especie de bloqueo, que ahora siento irrevocable y completo. Y lo que es extraño es que, aunque era capaz de oír las voces de todos ellos -la de mi padre, la de Raphael, la de Sherrill-con bastante claridad, lo único que alcanzaba a ver delante de mí era una blanca luz que brillaba en una puerta completamente azul.
¿Estoy sufriendo un episodio? ¿Un episodio como los del abuelo que se pueden curar yendo a una bonita y tranquila casa de campo? Por favor, dígamelo, porque la música no es a lo que me dedico, la música es lo que soy, y si no la tengo -el sonido y su absoluta caballerosidad-me convertiré en una cascara vacía.
Por lo tanto, ¿qué importancia puede tener que no hablara de mi madre cuando le conté mi iniciación a la música? Fue una omisión lógica, y debería concederle la importancia que se merece. «Pero omitirla ahora sería deliberado», me dice. «Cuénteme cosas de su madre, Gideon», me ruega.
25 de agosto
Trabajaba. Fue una presencia constante durante mis primeros cuatro años de vida, pero cuando se hizo evidente que tenía un hijo de talento excepcional y que debía ser cultivado, lo cual no sólo iba a suponer una gran cantidad de tiempo sino también de dinero, aceptó un trabajo para poder ayudar con los gastos. Me pusieron al cuidado de mi abuela -cuando no estaba tocando el instrumento, recibiendo lecciones de Raphael, escuchando las grabaciones que había traído para mí o asistiendo a conciertos con él-, pero mi vida había cambiado de una forma tan radical desde que oyera por primera vez esa música en Kensington Square que apenas notaba su ausencia. Sin embargo, antes de eso la acompañaba -creo que a diario- a la misa matinal.
Se había hecho amiga de una monja de la escuela religiosa, y entre las dos decidieron que mi madre podría asistir a la misa diaria que hacían para las hermanas. Mi madre se había convertido al catolicismo. Pero como su padre era pastor anglicano, ahora me pregunto hasta qué punto su conversión tuvo algo que ver con la devoción a un dogma diferente o en qué medida tan sólo quería llevarle la contraria a su padre. Por lo que tengo entendido, no era una persona muy agradable. No recuerdo nada más de él.
Mi madre no era como él, pero para mí es una figura en la sombra, ya que nos abandonó. Cuando debía de tener unos nueve o diez años -no lo recuerdo con exactitud- un día regresé a casa después de una gira de conciertos por Austria y me encontré con que mi madre se había ido de Kensington Square, sin dejar ninguna dirección. Se había llevado toda la ropa que tenía, todos sus libros y unas cuantas fotografías de familia. Y así se fue, como un ladrón figurativo en medio de la noche. A excepción de que, según me contaron, se marchó de día. Llamó a un taxi, se fue sin dejar ni una nota ni una dirección, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella.
Mi padre estaba conmigo en Austria -papá siempre viajaba conmigo y Raphael también nos acompañaba a veces-, así pues, sabía tan poco como yo del paradero de mi madre y de los motivos que le habían llevado a marcharse. Lo único que sé es que cuando llegamos a casa, el abuelo sufría un episodio, mi abuela lloraba en las escaleras y Calvin el Inquilino intentaba encontrar el número de teléfono adecuado sin que nadie le ayudara.
«¿Calvin el Inquilino? -me pregunta-. ¿Qué había pasado con el inquilino anterior? Se llamaba James, ¿no?»
Sí. Se había marchado el año anterior, o dos años antes. No lo recuerdo. Durante un tiempo tuvimos varios inquilinos. Teníamos que hacerlo para llegar a final de mes, como ya le he comentado.
«¿Los recuerda a todos?», quiere saber.
No. Supongo que a aquellos que fueron más relevantes. Recuerdo a Calvin porque se encontraba allí el día que me enteré de que mi madre nos había dejado. A James lo recuerdo porque estaba presente el día que empezó todo.