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Oyó el crujido de una ventana al abrirse en la cocina, y cómo Gideon llamaba a su padre en dirección al jardín que había visto a la izquierda del edificio. Era evidente que Richard no estaba ahí afuera, porque después de treinta segundos y unos cuantos gritos más, la ventana se cerró de nuevo. Gideon regresó por la sala de estar y se encaminó hacia el vestíbulo.

Esa vez no le dijo: «Espérame aquí»; por lo tanto, le siguió. Había tenido más que suficiente de esa escalofriante sala de estar.

Recorrió el lugar de arriba abajo mientras gritaba: «Papá», a medida que abría la puerta del dormitorio y del cuarto de baño. Libby lo siguió. Cuando estaba a punto de decirle que era obvio que su padre no estaba en casa, y que era inútil que le siguiera llamando porque no se debía de haber quedado sordo en las últimas veinticuatro horas, Gideon empujó otra puerta, la abrió de par en par y apareció la guinda que coronaba la tarta con respecto a la rareza general del piso.

Gideon asomó la cabeza por la puerta y Libby, que iba pisándole los talones, exclamó: «¡Epa! ¡Lo siento!», al echarle el primer vistazo al soldado uniformado que había en el interior. Tardó un momento en darse cuenta de que el soldado no era Richard jugando a disfrazarse con la intención de asustarles. Era un maniquí. Se acercó con cautela y le preguntó: «¡Ostras! ¿Qué demonios…?», pero Gideon ya se encontraba junto a un escritorio en el extremo más alejado de la habitación, con los cajones abiertos y examinando todos los rincones. Parecía estar tan concentrado que estaba segura que ni siquiera la oiría si le preguntaba lo que deseaba preguntarle: ¿Qué demonios hacía Richard con esa basura en medio de su casa? ¿Lo sabía Jill?

También había vitrinas, de la clase que se suelen ver en los museos. Estaban repletas de cartas, medallas, condecoraciones, telegramas y de toda clase de tonterías que, tras examinarlas, parecían guardar relación con la Segunda Guerra Mundial. De las paredes colgaban fotografías de la misma época, y todas ellas mostraban a un hombre en el ejército. En una estaba echado en el suelo, mirando a través del cañón de un rifle como si fuera John Wayne en una película de guerra. En otra corría junto a un tanque. En la siguiente estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, delante de un grupo de hombres similares que tenían las armas apoyadas en el cuerpo, como quien no quiere la cosa, como si el hecho de tener un AK-47 -o lo que fuera que se usara en esa época-sobre el hombro fuera lo más normal del mundo. Era precisamente lo que nadie, con un poco de sentido común, haría en estos momentos en público. A no ser que fuera miembro de algún grupo neonazi de esos que proclaman: Librémonos-de-todo-el-que-no-sea-blanco-anglosajón-protestante.

Libby se sentía mareada. Salir de allí en menos de treinta segundos no le parecía una mala idea.

Sus pensamientos se ratificaron cuando vio la última colección de fotografías, que mostraban al mismo tipo de antes pero en circunstancias totalmente diferentes. Parecía alguien de un campo de exterminio de los nazis. Debía de pesar unos sesenta kilos, y su cuerpo se asemejaba a una gran costra, con unos tres millones de llagas al rojo vivo. Estaba tumbado sobre una plataforma de madera de lo que parecía un campamento en medio de la selva, y tenía los ojos tan hundidos en el rostro que daba la impresión que bien podrían desaparecerle a través del cráneo.

A su espalda, unos cajones se cerraban de golpe y otros se abrían. Los papeles se entremezclaban. Las cosas caían al suelo. Se dio la vuelta, observó lo que Gideon estaba haciendo y pensó: «Richard sí que se va a subir por las paredes esta vez»; pero tampoco había por qué preocuparse, ya que Richard iba a cosechar lo que hacía tiempo que estaba sembrando.

– Gideon, ¿qué estamos buscando? -le preguntó.

– Tiene su dirección. Seguro que la tiene.

– Esto no tiene ningún sentido.

– Él sabe dónde está. La ha visto.

– ¿Te lo ha dicho él mismo?

– Ella le ha escrito. Él lo sabe.

– Gid, ¿te lo ha dicho él? -Libby creía que no era así. ¿Por qué iba ella a escribirle? ¿Por qué iba a intentar verle?-. Cresswell-White nos dijo que no podía ponerse en contacto con vosotros. Si lo hace, perderá la libertad condicional. Acaba de pasarse veinte años en la cárcel, ¿no es verdad? ¿Crees que le apetece pasar tres o cuatro años más ahí dentro?

– Lo sabe, Libby. Y yo también.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? Quiero decir, si tú también lo sabes…

Las cosas que Gideon hacía cada vez tenían menos sentido. Por un momento, Libby pensó en la psiquiatra de Gideon. Sabía su nombre, doctora lo-que-sea Rose, pero nada más. Se preguntaba si debería llamar a todas las doctoras Rose del listín, ¿cuántas podría haber?, y decir: «Mire, soy una amiga de Gideon Davies. Estoy empezando a asustarme. Se comporta de un modo muy extraño. ¿Puede ayudarme?».

¿Se podía llamar a casa de los psiquiatras? Y lo que era más importante, ¿se lo tomaban en serio si les llamaba el amigo de un paciente para decirle que las cosas se estaban descontrolando? ¿O pensaban que el amigo del paciente debería ser el siguiente en ir a la consulta? ¡Mierda! ¡Ostras! ¿Qué debería hacer? Llamar a Richard, no, desde luego. Se podría decir que no estaba representando el papel del señor Simpatía a Raudales.

Gideon había vaciado el contenido de todos los cajones en el suelo y lo había examinado todo con mucha atención. Lo único que quedaba intacto era un portacartas que había sobre el escritorio, que por alguna extraña razón -eran tantas que ya había dejado de contarlas-había dejado para el final, abriendo sobres y lanzándolos al suelo después de examinar el contenido. No obstante, se paró a leer la quinta carta que abrió. Libby vio que se trataba de una tarjeta con flores en la parte de delante y con una salutación impresa en el interior; iba acompañada de una nota. La mano le temblaba con violencia mientras leía el mensaje.

«Ya lo ha encontrado», pensó. Cruzó la habitación para acercársele. Le preguntó:

– ¿Qué? ¿De verdad le ha escrito?

– Virginia -respondió.

– ¿Qué? ¿Quién? ¿Quién es Virginia? -preguntó.

Los hombros le temblaban, asía la tarjeta con el puño como si quisiera estrangularla, y repetía: «Virginia. Virginia. Que Dios le maldiga. Me mintió». Empezó a llorar. No eran lágrimas, sino sollozos, fuertes estremecimientos como si todo pugnara por salir de su interior: los contenidos de su estómago, los pensamientos de su mente, los sentimientos de su corazón.

Poco a poco, alargó la mano hacia la tarjeta. Él le permitió que la cogiera de sus manos, y Libby le echó un vistazo para ver qué había causado esa reacción en Gideon. Rezaba:

Querido Richard:

Gracias por las flores. Te agradezco el detalle. La ceremonia fue muy breve, pero intenté que fuera algo del agrado de Virginia. Así pues, llené la iglesia con sus cuadros y puse sus juguetes favoritos junto al ataúd antes de la cremación.

Nuestra hija era una niña extraordinaria en muchos sentidos. No sólo porque desafió las probabilidades médicas y vivió treinta y dos años, sino también porque consiguió enseñar muchas cosas a todo el mundo que estuvo en contacto con ella. Creo que te habrías sentido orgulloso de ser su padre, Richard. A pesar de sus problemas, tenía tu tenacidad y tu espíritu de lucha, unos dones muy importantes para transmitir a un hijo.