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Helen se dio cuenta de su mirada y replicó:

– Sí. Bien. Quería sentirme útil.

– Es muy amable de tu parte, de verdad -le contestó Lynley con actitud de apoyo.

– No lo estoy haciendo bien. Es evidente. Estoy segura de que debe de tener una lógica, ¿un orden o algo así?, pero todavía no he conseguido averiguarlo. ¿Mangas primero? ¿La parte delantera? ¿La trasera? ¿El cuello? Cuando plancho un lado, ya lo he hecho, el otro lado se me arruga de nuevo. ¿Me puedes dar algún consejo?

– Seguro que hay una lavandería cerca.

– Eso es increíblemente útil, Tommy. -Helen sonrió con tristeza-. Tal vez debiera limitarme a las fundas de almohada. Como mínimo, son lisas.

– ¿Dónde está Frances?

– No, querido. No creo que debamos pedirle que…

Se rió entre dientes y replicó:

– No me refería a eso. Me gustaría hablar con ella. ¿Está arriba?

– Ah, sí. No ha parado de llorar desde que tuvo la discusión con Laura. Ésta se fue de inmediato, sollozando sin parar. Frances subió las escaleras a toda prisa con una expresión sombría; cuando fui a verla estaba sentada en el suelo en un rincón del dormitorio, agarrando la cortina. Me pidió que la dejara sola.

– Randie necesita estar con ella. Y ella necesita estar con Randie.

– Créeme, Tommy, he intentado decírselo. Con cuidado, con sutilezas, directamente, con respeto, con halagos, de todas las maneras que se me han ocurrido, excepto con agresividad.

– Tal vez sea eso lo que necesita: belicosidad.

– El tono de voz quizá funcione, aunque lo dudo, pero si le gritas te puedo asegurar que no conseguirás nada. Cada vez que subo a verla me pide que la deje sola, y aunque preferiría no hacerlo, creo que debo respetar sus deseos.

– Entonces, déjamelo probar.

– Voy contigo. ¿Se sabe algo más de Malcolm? No hemos tenido noticias del hospital desde que nos llamó Randie, pero supongo que eso es buena señal. Porque no hay duda de que Randie nos habría llamado enseguida si… ¿Ha habido cambios, Tommy?

– No -contestó Lynley-. El corazón ha complicado las cosas. Tenemos que esperar.

– ¿Crees que tal vez tengan que decidir…? -Helen se detuvo en el escalón de arriba del de él y lo miró, leyendo en su rostro la respuesta a su incompleta pregunta-. Lo siento muchísimo por todos ellos. Y también por ti. Sé lo que significa para ti.

– Frances debe ir al hospital. Si la situación empeora, Randie no podrá ocuparse de todo ella sola.

– ¡Claro que no! -asintió Helen.

Lynley nunca había estado en el primer piso de casa de Webberly y, por lo tanto, dejó que su mujer le condujera hasta el dormitorio principal. La primera planta de la casa estaba dominada por los olores: popurrí en cuencos dispuestos sobre una mesilla de tres niveles, olor a naranja de una vela que quemaba fuera de la puerta del cuarto de baño, limón procedente la cera que se había usado para limpiar el mobiliario. Pero los olores no eran lo bastante intensos como para tapar el fuerte aroma de aire sobrecalentado, intensificado por el humo de cigarro, y tan rancio que sólo la lluvia -violenta y constante-en el interior de la casa sería suficiente para limpiarlo.

– Todas las ventanas están cerradas -apuntó Helen en voz baja-. Bien, aunque estamos en noviembre y, por lo tanto, no se puede esperar que… Pero aun así… Debe de ser muy difícil para ellos. No sólo para Malcolm y Randie. Ellos pueden salir. Pero para Frances… porque debe de tener tantas ganas de… curarse.

– Supongo -asintió Lynley-. ¿Es por aquí, Helen?

Sólo una de las puertas estaba cerrada, y Helen hizo un gesto de asentimiento cuando la señaló. Dio un golpecito sobre el blanco entrepaño y dijo:

– Frances, soy Tommy. ¿Puedo entrar?

No hubo respuesta. La llamó de nuevo, esa vez un poco más alto, y lo acompañó con otro golpecito en la puerta. Al ver que no respondía, probó con el tirador. Se dio la vuelta y, en consecuencia, abrió la puerta. A su espalda, Helen le preguntó:

– ¿Frances? ¿Quieres ver a Tommy?

A lo que la mujer de Webberly finalmente respondió: «Sí», en un tono de voz que no era ni de miedo ni de resentimiento, sólo calmado y cansado.

La encontraron, no en la esquina donde Helen la había visto por última vez, sino sentada en una silla lisa de respaldo alto que había acercado para poder contemplar su reflejo en un espejo que colgaba de encima del tocador. Sobre la mesa había dispuesto cepillos, pasadores de pelo y lazos. Cuando entraron, se estaba pasando dos lazos entre los dedos, como si quisiera estudiar el efecto que producían en contraste con su piel.

Lynley se percató de que, sin lugar a dudas, llevaba la misma ropa que había llevado cuando llamó a su hija la noche anterior. Vestía una bata acolchada de color rosa atada a la altura de la cintura, y un camisón azul celeste debajo. No se había peinado a pesar de los cepillos que había dispuesto ante ella, por lo que el pelo le quedaba asimétrico a causa de la presión de la almohada, como si llevara un sombrero invisible a un lado.

Estaba tan pálida que Lynley pensó de inmediato que debería tomarse alguna bebida alcohólica, a pesar de la hora del día: ginebra, coñac, whisky, vodka o cualquier cosa para que su rostro recuperara un poco de color. Le preguntó a Helen:

– ¿Te importaría subir algo para beber? -Luego se dirigió hacia la esposa de Webberly-. Frances, creo que te sentaría bien un coñac. Me gustaría que te bebieras uno.

– Sí. De acuerdo -asintió-. Un coñac.

Helen los dejó. Lynley vio que había un arcón para guardar ropa a los pies de la cama, y lo acercó hasta donde Frances estaba sentada para poder hablar con ella al mismo nivel, y no tener que hablarle de pie como si fuera un pariente que la quisiera sermonear. No sabía por dónde empezar. No sabía lo que le sería más útil. Teniendo en cuenta el período de tiempo que Frances Webberly llevaba encerrada entre las paredes de esa casa, paralizada por miedos inexplicables, no le parecía muy probable que una simple explicación sobre la gravedad del estado de su marido y de las necesidades de su hija fueran suficientes para poder convencerla de que sus miedos eran infundados. Era bastante inteligente para saber que la mente humana no funcionaba así. La lógica normal y corriente no bastaba para destruir los demonios que habitaban en el interior de las tortuosas cavernas de la psique de una mujer.

– ¿Puedo hacer algo por ti, Frances? -le preguntó-. Sé que quieres ir a verle.

Se había llevado uno de los lazos junto a la mejilla y lo bajó poco a poco hasta dejarlo sobre la mesa.

– Lo sabes -dijo, no a modo de respuesta sino de afirmación-. Si tuviera el corazón de una mujer que sabe cómo amar a su marido como es debido, habría ido a verle de inmediato. Me llamaron de urgencias. Me preguntaron sin rodeos: «¿Es la señora Webberly? Le llamamos de Charing Cross Hospital. Desde urgencias. ¿Estoy hablando con algún familiar del señor Webberly?». Habría ido. No habría esperado a oír nada más. Es como hubiera actuado cualquier mujer que amara a su marido. Ninguna mujer de verdad, ninguna mujer adecuada, le habría preguntado: «¿Qué ha sucedido? ¡Santo Cielo! ¿Por qué no está en casa? Por favor, dígamelo. El perro regresó a casa pero Malcolm no estaba con él, y me ha dejado, ¿no es verdad? Al final, lo ha hecho. Al final me ha dejado». Y ellos me respondieron: «Señora Webberly, su marido está vivo. Pero nos gustaría hablar con usted. Aquí, señora Webberly. ¿Quiere que le mandemos un taxi? ¿Hay alguien que pueda traerla al hospital?». Y al fingir de esa manera fueron muy amables, ¿no es verdad? Al ignorar lo que yo les había dicho. Pero cuando colgaron, exclamaron: «Es una pobre loca. Pobre hombre, el Webberly ese. No es de extrañar que el pobre anduviera por la calle. Seguramente él mismo se lanzó delante del coche». Retorcía un lazo azul marino con los dedos, clavándole las uñas, formando surcos en el raso.