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– Cuando uno recibe una mala noticia en medio de la noche, no mide las palabras, Frances. Las enfermeras, los médicos, los asistentes, todo el mundo que trabaja en un hospital lo sabe.

– Es tu marido -se dijo a sí misma-. Ha cuidado de ti durante todos estos desgraciados años y se lo debes. Y también se lo debes a Miranda, Frances. Debes sobreponerte, porque si no lo haces y algo le ocurriera a Malcolm mientras no estás allí… y si, de hecho, llegara a morirse… Levántate, levántate, levántate, Frances Louise, porque tú y yo sabemos, Dios me ayude, que no te pasa nada, nada en absoluto. Ahora no eres el centro de atención. Acepta ese hecho. Como si supiera cómo son las cosas. Como si, de hecho, hubiera pasado la vida en su mundo, en este mundo, aquí dentro -con violencia, se golpeó la sien-en vez de en su pequeño espacio, en el que todo es perfecto, siempre lo ha sido, y siempre lo será, amén. Pero las cosas no son así para mí. No lo son.

– Claro que no -respondió Lynley-. Todos observamos el mundo a través de los prismas de nuestras propias experiencias, ¿no es así? Pero a veces, en los momentos de crisis, la gente se olvida de eso. Y, en consecuencia, dicen y hacen cosas que… Todo se hace para conseguir un objetivo que todo el mundo quiere pero que no sabe cómo conseguir. ¿Qué puedo hacer por ayudarte?

En aquel momento, Helen entró de nuevo en la habitación con una copa en la mano. Estaba medio llena de coñac, la dejó sobre el tocador y miró a Lynley con una expresión que decía: «¿Y ahora, qué?». Ojalá lo supiera. Estaba convencido de que con las mejores intenciones del mundo, la hermana de Frances habría agotado todas las posibilidades. Ciertamente, Laura Hillier la habría hecho razonar en primer lugar, la habría manipulado en segundo, la habría hecho sentirse culpable en tercero, y habría acabado por proferirle amenazas. Lo que con toda seguridad hacía falta -un proceso lento de sacar a esa pobre mujer a un ambiente externo del que tenía miedo desde hacía muchos años-era algo que ninguno de ellos podía conseguir y que requeriría un tiempo del que no disponían.

«¿Y ahora, qué? -se preguntó Lynley junto a su mujer-. Un milagro, Helen.»

– Bebe un poco de esto, Frances -le sugirió mientras le alzaba la copa. Cuando hubo acabado, descansó su mano sobre la de ella-. ¿Qué te han contado exactamente sobre Malcolm?

– Los médicos quieren hablar con usted -murmuró Frances-. Debe venir al hospital. Debe estar con él. Debe estar con Randie. -Por primera vez, Frances dejó de contemplarse en el espejo. Observó que Lynley le cogía de la mano-. Si Randie está con él, no creo que necesite mucho más. «¡Qué nuevo y valiente mundo nos ha sido concedido!», exclamó cuando nació Randie. Por eso decidió que se llamaría Miranda. Era perfecta para él. Perfecta en todos los sentidos. Perfecta de un modo que yo nunca podría ser. Nunca. Jamás de los jamases. Papá tiene a su princesa. -Alargó la mano para coger la copa del mismo sitio donde Lynley la había dejado. Empezó a alzarla, pero se detuvo y exclamó-: ¡No! ¡No! ¡No es eso! ¡Para nada! ¡Papá ha encontrado a su reina!

Sus ojos permanecieron inmóviles, con la vista clavada en el coñac de la copa, pero los extremos se le enrojecían poco a poco a medida que empezaban a saltarle las lágrimas.

La mirada de Lynley se cruzó con la de Helen por encima del hombro derecho de Frances. Podía leer su reacción ante la situación, y sabía que coincidía con la suya propia. Exigía una huida. Estar presenciado unos celos maternales que eran tan fuertes que ni siquiera podía librarse de ellos en medio de una crisis de vida o muerte… Era de lo más desconcertante, pensó Lynley. Era obsceno. Se sentía como un voyeur.

– Si Malcolm se parece en algo a mi padre, Frances -apuntó Helen-, supongo que lo que sentía era una responsabilidad especial hacia Randie, por el hecho de ser una hija y no un hijo.

– Lo veo en mi propia familia -añadió Lynley-. La forma en que mi padre trataba a mi hermana mayor no se parecía en absoluto a la manera en que me trataba a mí. Y si me apuras, al modo en que trataba a mi hermano pequeño. A sus ojos, no éramos tan vulnerables. Necesitábamos endurecernos. Pero creo que lo único que quiere decir es que…

Frances apartó la mano que había estado debajo de la suya y respondió:

– No. Tienen razón. Los del hospital saben muy bien lo que se dicen. La reina está muerta y él ya no puede seguir viviendo. Ayer por la noche se lanzó debajo del coche. -Entonces, por primera vez, miró a Lynley directamente a los ojos. Lo repitió de nuevo-: Por fin, la reina ha muerto. Y no hay nadie para sustituirla. Desde luego, yo no.

Lynley lo comprendió de repente y exclamó:

– ¡Lo sabías!

– Frances, nunca debes creer…-empezó a decirle Helen.

Pero Frances la interrumpió poniéndose en pie. Se encaminó hacia una de las dos mesillas de noche, abrió el cajón y lo dejó sobre la cama. Del fondo, muy bien escondido entre los otros objetos, extrajo un pequeño cuadrado blanco de lino. Lo desplegó como si fuera un cura en un ritual, primero sacudiéndolo, y después alisándolo sobre la colcha de la cama.

Lynley se le acercó. Helen hizo lo mismo. Los tres contemplaron lo que resultó ser un pañuelo, normal y corriente, salvo por dos detalles: en una esquina estaban entrelazadas las iniciales E y D, y en el centro de la tela aparecía una oxidada mancha que describía un pequeño drama del pasado. Se corta el dedo, la palma, la mano haciendo algo por ella… serrando una tabla clavando un clavo secando una copa recogiendo los trozos de un frasco que se ha caído accidentalmente al suelo… y ella saca rápidamente un pañuelo del bolsillo del bolso de la manga del suéter, de la copa, del sujetador y se lo pone sobre la herida porque él nunca se acuerda de llevar el suyo. Ese trozo de lino acaba por aparecer en el bolsillo de los pantalones, en la chaqueta, en el abrigo y se olvida de él hasta que su mujer prepara la colada, la tintorería, la selección de ropa vieja para llevar a una institución benéfica; lo encuentra, lo ve, sabe lo que significa y lo guarda. «¿Durante cuántos años?», se pregunta Lynley. Durante muchísimos años, largos y horribles, en los que no le pregunta nada sobre lo que significa, sin darle a su marido la oportunidad de contarle la verdad, fuera lo que fuera esa verdad, o una mentira, inventando un motivo que podría haber sido perfectamente creíble o, como mínimo, algo a lo que agarrarse para poder mentirse a sí misma.

– Frances, ¿me permites que me deshaga de esto? -le preguntó Helen, y colocó los dedos no en el mismo pañuelo sino junto a él, como si éste fuera una reliquia y ella una novicia de una extraña religión en la que sólo los ordenados pueden tocar los objetos sagrados.

– ¡No! -gritó Frances mientras cogía el pañuelo-. Él la amaba. Él la amaba y yo lo sabía. Vi cómo sucedió. Vi cómo sucedió, como si estuviera representado todo un proceso de enamoramiento ante mí. Como si fuera un drama televisivo. Y seguí esperando, ¿os dais cuenta?, porque, desde el principio sabía cómo se sentía. Tenía que hablar de ello, decía. Por Randie… porque esa pobre gente había perdido a una niña un poco más pequeña que nuestra pobre Randie, y podía ver lo horrible que debía de ser para ellos, lo mal que lo debían de estar pasando, especialmente la madre y «nadie parece querer hablar del tema con ella, Frances. No tiene a nadie. Existe dentro de una burbuja de dolor, no, en un furúnculo infectado de dolor, y ninguno de ellos hace nada por liberarla. Es inhumano, Frances. Inhumano. Alguien debe ayudarla antes de que se desmorone». Por lo tanto, decidió hacerlo él mismo. Metería a su asesino en la cárcel, y tanto que sí, y no descansaría, querida Frances, hasta que ese asesino fuera perseguido, atrapado y entregado a la justicia. Porque, «¿cómo nos sentiríamos nosotros si alguien, que Dios no lo permita, hiciera daño a nuestra Randie? Nos pasaríamos las noches en vela, ¿no es verdad?, recorreríamos las calles, no dormiríamos, no comeríamos y ni siquiera volveríamos a apagar la luz del umbral si con ello consiguiéramos encontrar al monstruo que la lastimó».