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Aun así, mientras observaba cómo se alejaba, sintió que le había herido el orgullo. En consecuencia, intentó eliminar el pesar por la forma en que se habían separado, y se dijo a sí mismo que había hecho lo correcto. Si tenía en cuenta la rapidez con la que había conseguido sustituirlo, no había ninguna duda de que su matrimonio había estado muerto mucho antes de que él mencionara el hecho.

Con todo, no podía evitar pensar que algunas parejas conseguían seguir juntas a pesar de lo que sucediera con sus respectivos sentimientos. De hecho, algunos matrimonios juraban que se sentían «absolutamente desesperados por crecer juntos», cuando en realidad el único pegamento que los mantenía pegados uno al otro era una cuenta bancaria, las posesiones, los hijos compartidos y cierta desgana para repartirse los muebles y las decoraciones navideñas. Leach conocía a hombres en el Cuerpo de Policía que estaban casados con mujeres a las que siempre habían odiado. Pero el hecho de pensar que podían perder a sus hijos, las propiedades -por no decir nada de las pensiones-, les había hecho sacar brillo al anillo de bodas durante años.

Esa idea le hizo pensar ineludiblemente en Malcolm Webberly.

Leach había intuido que sucedía algo por las llamadas telefónicas, por las notas que había garabateado, metido en sobres y enviado por correo, por la manera, a menudo distraída, en la que Webberly solía iniciar las conversaciones. Había tenido sus sospechas. Pero había sido capaz de descartarlas porque no lo había sabido con seguridad hasta que los vio juntos, siete años después del caso, cuando casualmente Bridget y él habían llevado a los niños a la Regata porque Curtis tenía que hacer un trabajo para la escuela -«La cultura y las tradiciones de nuestro país»… ¡Santo Dios! Todavía se acordaba del maldito título de ese trabajo- y allí estaban, los dos, de pie sobre ese puente que cruzaba el Támesis a su paso por Henley, con su brazo alrededor de la cintura de Eugenie mientras el sol les daba en la cara. Al principio no supo quién era, no la recordaba, sólo se percató de que era una mujer atractiva y de que formaban esa unidad que se autodenomina Amor.

Qué extraño, pensaba ahora Leach, al recordar lo que había sentido al ver a Webberly y a su Amiga. Se percató de que no había considerado a su superior como un hombre de carne y hueso hasta ese momento. Cayó en la cuenta de que había estado viendo a Webberly de la misma forma que un niño ve a un adulto mucho mayor. Y la certeza repentina de que Webberly tenía una vida secreta le sentó igual de mal que si un niño de ocho años hubiera visto que su padre se lo montaba con una mujer del vecindario.

Y así es cómo le había parecido esa mujer del puente, familiar, como si fuera alguien del barrio. De hecho, le había resultado tan familiar que durante un tiempo había esperado encontrársela en el trabajo -quizá fuera una secretaria que aún no conocía-o tal vez saliendo de una oficina de Earl's Court Road. Había pensado que simplemente era una mujer que Webberly había conocido, con la que había iniciado una conversación por casualidad, por la que se había sentido atraído, y que había pensado: «¿Por qué no, Malc? ¡No hace falta que seas tan puritano!».

Leach era incapaz de recordar cuándo o cómo había empezado a sospechar que su amante era Eugenie Davies. Pero cuando hubo confirmado sus sospechas, fue incapaz de quedarse callado. Había usado su ira como una excusa para hablar, no como un niño pequeño que teme que su padre vuelva a marcharse de casa, sino como un adulto que sabía distinguir lo que está bien de lo que está mal. ¡Dios mío!, pensar que un agente de la Brigada de Homicidios -su propio compañero-había sido capaz de algo tan ruin, de aprovechar la oportunidad de satisfacerse a sí mismo con alguien que había sido traumatizado, castigado y brutalizado no sólo por los trágicos acontecimientos, sino también por las consecuencias… Era inconcebible.

Aunque no le había hecho ningún caso, Webberly, como mínimo, se había dignado a escucharle. No había hecho ningún comentario hasta que Leach hubo acabado de recitarle todos los aspectos en que su conducta mostraba ser muy poco profesional. Luego le había preguntado: «¿Qué demonios piensas de mí, Eric? Las cosas no son como te imaginas. No empezó durante el caso. Hacía años que no la veía cuando empezamos a… No hasta que… Fue en la estación de Paddington… Y por casualidad. Hablamos durante diez minutos o menos, entre trenes. Después… ¡Caramba! ¿Por qué te lo estoy explicando? Si crees que me he vuelto loco, pide un traslado».

Pero él no había querido pedirlo.

«¿Por qué?», se preguntó.

Por lo que Malcolm Webberly representaba para él.

El pasado realmente define nuestro presente, pensaba Leach. Ni siquiera nos damos cuenta de que sucede, pero cada vez que llegamos a una conclusión, que expresamos una opinión, que tomamos una decisión, los años de nuestra vida están apilados a nuestra espalda: todas esas fichas de dominó que son nuestras influencias y que no reconocemos que nos ayudan a definir quiénes somos.

Condujo hasta Hammersmith. Se dijo a sí mismo que necesitaba unos pocos minutos para desconectar de la escena con Bridget, e hizo esa desconexión dentro del coche, dirigiéndose rumbo al sur hasta que estuvo muy cerca de Charing Cross Hospital. Por lo tanto, acabó el trayecto y buscó la sala de espera de Cuidados Intensivos.

Cuando cruzó las puertas giratorias, la monja responsable le dijo que no podía entrar a verlo. A los pacientes que estaban en la Unidad de Cuidados Intensivos sólo podían entrar a verlos los familiares. ¿Era él un miembro de la familia?

«Y tanto», pensó. Y de la familia más cercana, aunque en verdad nunca lo había reconocido, y Webberly tampoco había contemplado esa posibilidad. Pero lo que dijo fue:

– No. Sólo soy otro agente. El comisario jefe y yo solíamos trabajar juntos.

La enfermera asintió con la cabeza. Comentó lo positivo que era que tantos miembros del Departamento de Policía de Londres hubieran pasado a verle, hubieran telefoneado, le hubieran mandado flores o se hubieran ofrecido para hacer donaciones de sangre para el paciente.

– Grupo B -le informó-. ¿No será por casualidad…? ¿O tal vez O, que es universal?, aunque supongo que eso ya lo sabe.

– AB negativo.

– Es muy poco frecuente. No podríamos usarlo en este caso, pero debería donar sangre con regularidad, si no le importa que se lo diga.

– ¿Hay algo que pueda…? -Hizo un gesto en dirección a las habitaciones.

– Su hija está con él. Su cuñado también. En realidad no hay nada que… Pero hacemos todo lo que está en nuestras manos.

– ¿Aún está conectado a las máquinas?

Parecía lamentarlo, pero le dijo:

– Lo siento muchísimo, pero no puedo darle los detalles… espero que lo entienda. No obstante, si me permite que se lo pregunte… ¿Reza…?

– Normalmente, no.

– A veces ayuda.

Pero había algo mucho más útil que las plegarias, pensó Leach. Como, por ejemplo, meterles prisa a los del equipo de homicidios y, como mínimo, conseguir hacer progresos para encontrar al hijo de puta que le hizo eso a Malcolm. Y eso sí que podía hacerlo.

Cuando estaba a punto de despedirse de la enfermera, una joven que llevaba un chándal y unas zapatillas desatadas salió de una de las habitaciones. La enfermera la llamó y le dijo:

– Este caballero pregunta por su padre.

Leach no había visto a Miranda Webberly desde que ésta era una niña, pero se dio cuenta de que se parecía mucho a su padre: el mismo cuerpo robusto, el mismo pelo color de orín, la misma tez colorada, la misma sonrisa que le causaba arrugas junto a los ojos y que formaba un hoyuelo en la mejilla izquierda. Parecía el tipo de mujer a la que no le preocuparan mucho las revistas de moda; y le gustó por ese motivo.

Le habló en voz baja del estado de su padre: que no había recobrado el conocimiento, que esa misma mañana había tenido «problemas muy serios de corazón», pero que se había estabilizado gracias a Dios, que el recuento sanguíneo -creo que se trataba de las células blancas, pero quizá fueran las otras- indicaba que había un derrame interno que tendrían que localizar bien pronto, porque a pesar de que ahora le estaban haciendo una transfusión, sería un derroche de sangre si la estaba perdiendo por otro lado.