Выбрать главу

Porque eso parecía haber sido lo que le había hecho enfadar cuando había leído la tarjeta: su padre le había negado la posibilidad de conocer a otra hermana mientras ésta aún estaba con vida.

«¿Y por qué? -pensó Libby-. ¿Por qué Richard había intentado aislar a Gid de esa hermana que había sobrevivido?» Tenía que ser por el mismo motivo por el que Richard hacía todo lo demás: para que Gideon se concentrara en el violín.

«No, no, no. No puedes tener amigos, Gideon. No puedes ir a fiestas. No puedes practicar deportes. No puedes ir a una escuela de verdad. Debes ensayar, tocar, actuar y ganar dinero. Pero si tienes otros intereses aparte del violín, nunca podrás hacerlo. Como una hermana, por ejemplo.»

«Dios», pensó Libby. Era una mierda de tío. Estaba arruinando la vida de Gideon.

«¿Cómo habría sido su vida si no se la hubiera pasado tocando el violín? -se preguntó-. Habría asistido a la escuela como un niño normal. Habría jugado a algo, como al fútbol, por ejemplo. Habría montado en bicicleta, se habría caído de los árboles, y quizá se habría roto un hueso o dos. Se habría reunido con sus amigos para irse a tomar cervezas por la noche, habría tenido citas y habría intentado montárselo con las chicas. Habría sido normal. No habría sido la persona que es ahora.»

Gideon se merecía todo lo que la otra gente tenía y daba por sentado, se dijo Libby a sí misma. Se merecía amigos. Se merecía amor. Se merecía una familia. Se merecía una vida. Pero no conseguiría nada de eso mientras Richard lo tuviera controlado y mientras nadie hiciera nada por cambiar la relación que Gideon tenía con su maldito padre.

Libby se estremeció y se dio cuenta de que la cabeza le zumbaba. Apoyó la cabeza en la puerta del armario para ver si así alcanzaba a ver la mesa de la cocina. Había dejado las llaves del coche de Gideon sobre la mesa cuando había entrado en la cocina a toda prisa después de admitir su derrota ante el deseo de alimentos blancos. Ahora le parecía que la posesión de esas llaves tenía un significado: como si fueran una señal de Dios que indicara que ella había sido la elegida para adoptar una actitud firme.

Libby se puso en pie. Se acercó a las llaves en un estado de resolución absoluto. Las cogió de la mesa antes de cambiar de opinión. Salió del piso.

Capítulo 22

Yasmin Edwards mandó a Daniel al Centro de Militares del otro lado de la calle, con un pastel de chocolate en las manos. Estaba sorprendido, teniendo en cuenta cómo había reaccionado en el pasado ante el hecho de que hablara con hombres uniformados, pero exclamó «estupendo, mamá», le sonrió y partió de inmediato a hacerles esa visita que ella denominaba de agradecimiento. «Está bien que esos tipos te hayan ofrecido té de vez en cuando», le había dicho a su hijo, y si Daniel reconoció la contradicción en esa frase con respecto a la furia anterior de su madre al pensar que alguien pudiera compadecerse de su hijo, no lo mencionó.

Sola, Yasmin se sentó delante del televisor. Tenía el estofado de cordero en el fuego porque -mira que llegaba a ser estúpida-era incapaz de no hacer lo que antes había dicho que haría. También era tan incapaz de cambiar de opinión o de poner fin a un asunto como lo había sido cuando era la novia de Roger Edwards, su amante, su mujer, y después una presa en la cárcel de Holloway.

Ahora se preguntaba por qué, pero la respuesta residía en el vacío que sentía y en el resurgimiento de un temor que hacía tiempo que había enterrado. Le parecía que su vida entera había sido descrita y dominada por ese temor, un paralizante terror de algo que nunca había estado dispuesta a nombrar, y mucho menos a superar. Pero por mucho que hubiera intentado huir del coco, la había vuelto a acosar de nuevo.

Intentó no pensar. No quería reflexionar sobre el hecho de que había descubierto una vez más que no existía ningún santuario, por mucho que se hubiera empeñado en creer que así era.

Se odiaba a sí misma. Se odiaba a sí misma mucho más de lo que jamás hubiera odiado a Roger Edwards y más -mucho más- de lo que odiaba a Katja Wolff, que la había obligado a mirarse en el espejo y a mirarse con sinceridad durante un buen rato. No importaba que todos los besos, abrazos, actos amorosos y conversaciones se hubieran basado en una mentira que ella había sido incapaz de discernir. Lo que importaba era que ella, Yasmin Edwards, se había permitido formar parte de esa mentira. En consecuencia, sentía un gran odio hacia sí misma. Se sentía consumida por cientos de «debería haberme dado cuenta».

Cuando Katja entró, Yasmin miró el reloj. Llegaba a la hora correcta, pero claro, ¿cómo no lo iba a hacer?, porque si había una cosa que a Katja Wolff no le pasaba por alto era lo que sucedía en las mentes de los otros. Era una técnica de supervivencia que había aprendido entre rejas. Por lo tanto, el hecho de que Yasmin la hubiera ido a ver a la lavandería esa mañana le debía de haber dado mucha información sobre la situación en que se encontraba. En consecuencia, llegaría a la hora exacta de la cena y estaría preparada.

Sin embargo, Katja no sabía para qué debía estar preparada. Esa era la única ventaja que tenía Yasmin. El resto de las ventajas eran todas de su amante, y la más importante era como un faro que hacía tiempo que brillaba, pero que Yasmin no había estado dispuesta a reconocer.

Resolución. Katja Wolff se había mantenido cuerda en la cárcel porque siempre había tenido un objetivo. Era una mujer con planes, y siempre había sido de esa manera. «Debes saber lo que quieres y en quién te quieres convertir cuando salgas de aquí -le había dicho a Yasmin una y otra vez-. No permitas que lo que te han hecho se convierta en su triunfo. Eso sucederá si te das por vencida.»Yasmin había aprendido a admirar a Katja Wolff por esa terca obstinación en convertirse en lo que siempre había querido convertirse a pesar de su situación. Y después había aprendido a amar a Katia Wolf por las sólidas bases de futuro que representaba para las dos, por mucho que estuvieran encerradas entre los muros de la cárcel.

– Tienes que pasar veinte años aquí dentro. ¿Crees que vas a salir y que vas a empezar a diseñar ropa cuando tengas cuarenta y cinco años? -le había dicho.

– Tendré una vida -le había asegurado Katja-. Triunfaré, Yas. Tendré una vida.

Esa vida tenía que empezar en alguna parte cuando Katja cumplió condena, consiguió la libertad condicional, demostró su valía y se incorporó de nuevo en sociedad. Necesitaba un lugar en el que pudiera pasar inadvertida para poder empezar a construir su mundo de nuevo. No quería que la atención pública recayera otra vez sobre ella. Si no conseguía adaptarse con facilidad al mundo, no sería capaz de conseguir su sueño. Con todo, resultaría muy difíciclass="underline" establecerse en el competitivo mundo de la moda, cuando todo lo que era, en el mejor de los casos, era una buena estudiante del sistema jurídico criminal.

Tan pronto como se estableció en Kennington con Yasmin, ésta comprendió que Katja tendría que pasar por un período de adaptación antes de que pudiera empezar a hacer realidad los sueños de los que le había hablado. Por lo tanto, le había dado tiempo para que se acostumbrara a la libertad, y no cuestionó el hecho de que los objetivos de los que Katja hablaba dentro de la cárcel no se vieran reflejados en acciones una vez que ya estaba fuera. La gente era diferente, se dijo a sí misma. No quería decir nada que ella -Yasmin- hubiera empezado a construir su nueva vida con tesón y perseverancia tan pronto corno hubo salido de la cárcel. Ella, después de todo, tenía un hijo del que ocuparse y una amante cuya llegada hacía años que esperaba. Tenía más incentivos para poner su mundo en orden: para que Daniel, y después Katja, se encontraran con el hogar que ambos se merecían.

Pero ahora se daba cuenta de que las palabras de Katja habían sido sólo eso: palabras. Katja no tenía ninguna intención de abrirse un lugar en el mundo porque no le hacía ninguna falta. Hacía mucho tiempo que su lugar en el mundo había sido reservado.