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– ¿Dónde está Winnie? ¿Qué ha conseguido averiguar, inspector?

– Le está siguiendo la pista a Katja Wolff. -Lynley le puso al corriente de lo que Nkata le había contado con anterioridad.

– ¿Se inclina por Wolff? -le preguntó-. Porque, tal y como ya te he dicho…

– Ya lo sé. Si es nuestra asesina, no lo es a causa de su hijo. ¿Qué motivo podía tener?

– ¿Venganza? ¿Podrían haber falsificado pruebas para inculparla, inspector?

– ¿Te estás refiriendo también a Webberly? ¡Santo Cielo! Me gustaría pensar que no.

– Pero como él estaba involucrado con Eugenie Davies… -Havers se había llevado el café a los labios, pero en vez de bebérselo, se le quedó mirando-. No he querido decir que lo hiciera deliberadamente, señor. Pero si estaba involucrado, podría no haberse dado cuenta, podría haberle… bien, hecho creer… ¿Sabe a lo que me refiero?

– Eso supondría que alguien también le hizo creer eso a la Fiscalía General del Estado, al jurado y al juez -apuntó Lynley.

– Ha sucedido antes -replicó Havers-. Más de una vez. Y tú lo sabes.

– De acuerdo. Lo acepto. Pero ¿por qué se negó a hablar? Si las pruebas no eran verdaderas, si el testimonio era falso, ¿por qué se negó a hablar?

– Esa es la cuestión -suspiró Havers-. Siempre volvemos a lo mismo.

– Así es.-Lynley sacó un lápiz del bolsillo de la chaqueta. Con él, movió los trozos de cristal hasta el centro del pañuelo-. Son demasiado delgados para ser de un faro. Si los faros estuvieran hechos de este material, se romperían en mil pedazos con la primera piedra que chocara contra ellos, en la autopista, por ejemplo.

– ¿Cristales rotos debajo de un seto? Podrían ser de una botella. Alguien que saliera de una fiesta con una botella de vino peleón bajo el brazo. Se ha tomado unas cuantas copas y se tambalea. La botella se cae, se rompe, y él aparta los cristales a un lado.

– Pero no hay ninguno curvilíneo, Havers. Fíjate en los trozos más grandes. Son todos rectos.

– De acuerdo. Son rectos, pero si crees que vas a poder relacionar esos cristales con alguno de nuestros sospechosos principales, creo que será mucho esfuerzo para nada.

Lynley sabía que ella tenía razón. Volvió a juntar los trozos en el pañuelo, se lo metió en el bolsillo y puso una expresión de tristeza. Sus dedos jugaban con el borde de la taza de café mientras observaba el poso que dejaba. Por su parte, Havers se acabó su pain au chocolat y, como resultado, los labios se le quedaron llenos de migas.

– Te estás destrozando las arterias, agente -le advirtió.

– Y ahora voy a por los pulmones. -Se limpió la boca con una servilleta de papel y sacó el paquete de Players. Antes de que Lynley pudiera protestar, exclamó-: Me lo merezco. Ha sido un día muy largo. Echaré el humo hacia el otro lado, ¿de acuerdo?

Lynley estaba demasiado desanimado para discutir. El estado de Webberly ocupaba su mente, aunque aún le preocupaba un poco más el hecho de que Frances hubiera sabido que su marido tenía un romance. Se esforzó por apartar esos pensamientos de su mente, y sugirió:

– De acuerdo. Revisémoslo todo de nuevo. ¿Notas?

Havers exhaló una bocanada de humo con impaciencia y replicó:

– Ya lo hemos hecho, inspector. No hay nada.

– Debe de haber algo -protestó Lynley mientras se ponía las gafas-. Las notas, Havers.

Se quejó pero las sacó del bolso. Lynley extrajo las suyas del bolsillo de la chaqueta. Empezaron con las personas cuyas coartadas no podían ser confirmadas.

Ian Staines fue la primera sugerencia de Lynley. Estaba desesperado por obtener dinero, y su hermana le había prometido que se lo pediría a su propio hijo. Pero Eugenie no había cumplido su promesa y lo había dejado en un aprieto.

– Parece que está a punto de perder la casa -le informó Lynley-. Tuvieron una discusión el mismo día del asesinato. Podría haberla seguido hasta Londres. No llegó a casa hasta después de la una.

– Pero no tiene el coche que buscamos -repuso Havers-. A no ser que tuviera otro vehículo en Henley.

– Lo que no es tan difícil -apuntó Lynley-. Podría haberlo aparcado allí por si acaso. Hay algunas personas que pueden permitirse el lujo de tener dos coches, Havers.

Prosiguieron con el tipo de los mil nombres: J. W. Pitchley, el principal sospechoso para Havers en ese momento.

– ¿Qué demonios hacía su dirección apuntada entre las pertenencias de Eugenie? ¿Por qué iba a verle? Staines nos dijo que Eugenie le había comunicado que había surgido algo inesperado. ¿No estaría haciendo referencia a Pitchley?

– Es posible, pero no podemos establecer ninguna relación entre esos los dos. Ni telefónica, ni por Internet…

– ¿Por correo ordinario?

– ¿Cómo lo localizó?

– Pues del mismo modo que yo, inspector. Si se imaginaba que había cambiado de identidad una vez, ¿por qué no podía haberlo hecho otras veces?

– De acuerdo. Pero ¿qué interés podía tener Eugenie en verlo?

Havers, que consideró las posibilidades del caso desde otro punto de vista, dijo:

– Quizás él quisiera ver a Eugenie después de que ésta lo hubiera localizado. Y ella se puso en contacto con él porque… -Havers consideró las posibles razones y prosiguió-… Katja Wolff acababa de salir de la cárcel. Si todos ellos habían falsificado las pruebas para inculparla, tendrían que hablar del plan a seguir cuando Katja saliera de la cárcel, ¿no es verdad? Y decidir lo que tenían que hacer si se presentaba en su casa.

– Pero volvemos a lo mismo, Havers. Una casa llena de gente inculpa a una persona que ni siquiera pronuncia una sola palabra en su defensa. ¿Por qué?

– Quizá tuviera miedo de lo que le podían hacer. El abuelo parecía un hombre terrible. Tal vez la amenazara de alguna manera, diciéndole: «Si no nos sigues el juego, le diremos al mundo entero que…». -Havers lo pensó dos veces y descartó su propia idea-. ¿Qué? ¿Que estaba embarazada? No. ¿A quién podía importarle? Al fin y al cabo, se acabó sabiendo.

Lynley extendió la mano para indicarle que no descartara del todo esa posibilidad. Le dijo:

– Es posible que no vayas tan desencaminada, Barbara. Podría haberle dicho: «Si no nos sigues el juego, diremos quién es el padre de la criatura».

– Tampoco le habría importado.

– A los demás, quizá no -asintió-, pero a Eugenie Davies es posible que sí.

– ¿Estás pensando en Richard?

– No sería la primera vez que el dueño de la casa se lía con la niñera.

– ¿Qué quieres decir exactamente? -le preguntó-. ¿Que Davies fue el que atropello a Eugenie?

– Móvil y coartada -apuntó Lynley-. No tiene lo primero aunque sí que tiene lo segundo. Claro que también podríamos decir lo misma de Robson, pero a la inversa.

– Pero ¿dónde encaja Webberly en todo esto? De hecho, no encaja en ninguna parte.

– Sólo encaja con Wolff. Y eso nos lleva de nuevo al crimen originaclass="underline" el asesinato de Sonia Davies. Y eso nos vuelve a llevar al grupo inicial que se vio involucrado en la investigación posterior.

– Quizás alguien esté intentando hacer que parezca algo que guarde relación con esa época. Porque es cierto que existe una conexión más profunda. ¿La historia de amor entre Webberly y Eugenie Davies? Y eso nos lleva a Richard, ¿no? A Richard o a Frances Webberly.

Lynley no quería pensar en Frances. Por lo tanto, respondió:

– O a Gideon, que podía considerar que Webberly había sido el responsable de que sus padres se separaran.

– Eso no se aguanta por ningún lado.

– Pero a ese hombre le pasa algo, Havers. Si lo vieras, lo comprenderías. Además, la única coartada que tiene es que estaba solo en casa.

– ¿Dónde estaba su padre?

Lynley, refiriéndose de nuevo a sus notas, contestó:

– Con su prometida. Ella lo ha confirmado.

– Pero tendría muchos más motivos que Gideon si la relación entre Webberly y Eugenie se encontrara detrás de todo esto.