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– ¡Humm! Entiendo lo que quieres decir. Pero si suponemos que quería librarse de su mujer y de Webberly, ¿por qué ha esperado todos estos años?

– Tenía que esperarse hasta que Katja Wolff saliera de la cárcel. Sabía que las sospechas recaerían sobre ella.

– Pero eso implicaría esperar demasiado tiempo.

– ¿Y si se ha producido algún agravio más reciente?

– ¿Un agravio más…? ¿Me estás intentando decir que se enamoró de ella por segunda vez? -Lynley pensó en la pregunta-. De acuerdo. Creo que es muy poco probable, pero imaginemos que así fue. Consideremos la posibilidad de que se había vuelto a enamorar de su ex mujer. Empecemos por el hecho de que estaban divorciados.

– Él estaba destrozado porque ella lo había abandonado -añadió Havers.

– Bien. Veamos, Gideon tiene problemas con el violín. Su madre lo lee en los periódicos o se entera a través de Robson. Se pone en contacto con Davies.

– Hablan a menudo. Empiezan a recordar. Richard piensa que podrían intentarlo de nuevo, y está dispuesto a…

– Eso sólo sería posible, claro está, si pasáramos por alto la existencia de Jill Foster -remarcó Lynley.

– Espera, inspector. Richard y Eugenie hablan de Gideon. Hablan sobre los viejos tiempos, sobre su matrimonio, sobre lo que sea. Vuelve a sentir todo lo que había sentido con anterioridad. Cuando Richard está a punto, como si fuera una patata lista para ir al horno, se entera de que Eugenie ya tiene a otro en la cola: Wiley.

– Wiley, no -replicó Lynley-. Es demasiado mayor. Davies no le consideraría un rival. Además, Wiley nos explicó que ella deseaba contarle algo. No le había dicho nada más, pero se había negado a explicárselo tres noches antes…

– Porque tenía que ir a Londres -añadió Havers-. A Crediton Hill.

– A casa de Pitchley-Pitchford-Pytches -precisó Lynley-. El final siempre vuelve al principio, ¿no es verdad? -Encontró una referencia en sus notas que siempre había estado allí, pero que estaba esperando a ser interpretada correctamente-. Un momento Havers, cuando saqué a colación la idea de que había otro hombre, Davies pensó en él de inmediato. De hecho, se acordó del nombre. Sin dudarlo por un instante. Tengo Pytches aquí apuntado en mis notas.

– ¿Pytches? -preguntó Havers-. No es Pytches, inspector. No puede…

Sonó el móvil de Lynley. Lo cogió de encima de la mesa y alzó un dedo para indicarle a Havers que no continuara. Sin embargo, se moría de ganas de hacerlo. Había apagado el cigarrillo con impaciencia y le había preguntado:

– ¿Qué día fuiste a hablar con Davies, inspector?

Lynley le hizo un gesto para que se callara, apretó la tecla del móvil y, mientras apartaba el humo de Havers, respondió:

– Aquí Lynley.

El que le llamaba era el comisario Leach.

– Tenemos otra víctima -le anunció.

Winston Nkata leyó el cartel -PRISIÓN DE HOLLOWAY-y reflexionó sobre el hecho de que si su vida hubiera seguido un rumbo ligeramente diferente, de que si su madre no hubiera tenido un susto de muerte al ver a su hijo en una sala de urgencias con treinta y cuatro puntos para cerrar una herida muy fea en el rostro, podría haber acabado en un sitio como aquél. No en ese preciso lugar, claro está, ya que eso era una cárcel de mujeres, pero en un lugar muy parecido. En la cárcel de Scrubs, tal vez, en la de Dartmoor o en la de Ville. Habría acabado cumpliendo condena allí dentro porque era incapaz de controlar su vida en el exterior.

No obstante, su madre se había desmayado. Había murmurado: «¡Hijo mío!», y se había caído al suelo como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina. Y al verla allí con el turbante torcido -viendo así lo que nunca antes había visto; es decir, que el pelo se le estaba volviendo blanco- hizo que la aceptara por fin, no como la fuerza indomable que pensaba que era, sino como una mujer de verdad, una mujer que lo amaba y que confiaba en él para poder sentirse orgullosa de haber dado a luz. Y así acabó todo.

Pero si ese momento no hubiera ocurrido, si lo hubiera ido a recoger su padre, lanzándolo a la parte trasera del coche para demostrarle el gran castigo que iba a recibir, el resultado habría sido bastante diferente. Habría sentido la necesidad de demostrar que no le importaba haberse convertido en el beneficiario de la indignación de su padre. Y podría haber sentido la necesidad de demostrarlo levantando las armas, junto con los Brixton Warriors, contra la advenediza banda de Longborough Bloods para asegurarse un trozo de tierra llamado Windmill Gardens y convertirlo en parte de su territorio. Pero ese momento había ocurrido, y el curso de su vida había cambiado, llevándole a la situación en la que ahora se encontraba: contemplando la prisión de Holloway, esa mole de ladrillos y sin ventanas en la que Katja Wolff había conocido no sólo a Yasmin Edwards, sino también a Noreen McKay.

Aparcó el coche al otro lado de la calle, delante de un pub, con las ventanas cubiertas con trozos de madera, que parecía sacado de una calle de Belfast. Se comió una naranja, examinó la entrada de la prisión y reflexionó sobre lo que significaba lo que había averiguado. Especialmente, pensó en lo que implicaba que la mujer alemana viviera con Yasmin Edwards mientras se entendía con otra, tal y como había sospechado al ver esas sombras que se abrazaban tras las cortinas del número cincuenta y cinco de Galveston Road.

Cuando se acabó la naranja, cruzó la calle en el momento en que el denso tráfico de Parkhurst Road se encontraba parado en el semáforo. Se acercó a la recepción, extrajo su placa y se la mostró a la funcionaría que había tras el mostrador.

– ¿Le espera la señorita McKay?

– Es un asunto oficial -le respondió-. No le sorprenderá saber que estoy aquí.

La recepcionista le sugirió que se sentase, ya que tenía que hacer una llamada. Ya era tarde, y no sabía si la señorita McKay podría verle…

– ¡Ah! Realmente espero que pueda verme -respondió Nkata.

No se sentó, sino que se dirigió hacia la ventana, desde donde contempló más muros de ladrillo. Mientras observaba cómo el tráfico avanzaba por la calle, la barrera se levantó para dar paso a un furgón de la cárcel; no cabía duda de que debía devolver a una presa que había sido juzgada en el Tribunal Central de lo Criminal de Londres. Así habría entrado y salido Katja Wolff durante los muchos días que duró su juicio. Habría estado acompañada a diario por la funcionaría de prisiones, que habría permanecido junto a ella, en el mismísimo banquillo de los acusados. Esa funcionaría la habría llevado y traído del tribunal a la celda, le habría preparado el té, la habría acompañado a comer, y por la noche la habría llevado de vuelta a Holloway. Una funcionaria y una presa solas, durante la época más difícil de la presa.

– ¿Agente Nkata?

Nkata se dio la vuelta y vio que la recepcionista sostenía el auricular del teléfono. Lo cogió, pronunció su nombre y oyó que una mujer le respondía:

– Hay un pub al otro lado de la calle. En la esquina de Hillmarton Road. No puedo verle aquí dentro, pero si me espera en el pub, iré a verle de aquí a un cuarto de hora.

– Si sólo tarda cinco minutos, le aseguro que me voy allí directamente y que no me quedo por aquí haciendo preguntas.

Soltó un profundo suspiro y respondió:

– De acuerdo, cinco minutos. -Después colgó el teléfono.

Nkata regresó al pub; resultó ser una sala casi vacía que era tan fría como un garaje, donde el aire sólo olía prácticamente a polvo. Se pidió una sidra y se llevó la bebida a una mesa que estaba orientada hacia la puerta.

No llegó a los cinco minutos, pero tardó menos de diez, y entró a través de la puerta con una ráfaga de aire. Miró alrededor del pub y cuando sus ojos recayeron sobre Nkata, hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia él, avanzando con los pasos grandes y seguros propios de una mujer con poder y seguridad en sí misma. Era bastante alta, no tanto como Yasmin Edwards pero más alta que Katja Wolff; debía de medir metro setenta.