– ¿Por qué? -preguntó Leach.
– Ésa es la cuestión -reconoció Lynley. Se volvió hacia Havers-: Tiene sentido, Barbara. Veo que lo tiene. Pero si Eugenie Davies podía ayudar a su hijo con la música, ¿por qué querría Richard Davies detenerla? Después de hablar con él, por no decir nada del piso, que en realidad es un altar dedicado a todos los éxitos de Gideon, la única conclusión razonable a la que llegué es que Richard Davies estaba empeñado en conseguir que su hijo tocara de nuevo.
– ¿Cabe la posibilidad de que lo estemos interpretando desde el ángulo equivocado? -preguntó Havers.
– ¿Qué quiere decir?
– Acepto que Richard Davies quiera que su hijo toque de nuevo. Si hubiera tenido algún problema con la música de su hijo, como de celos o algo así, o que sintiera que su hijo era más famoso que él y que, en consecuencia, no pudiera aceptarlo, ya habría hecho algo por remediarlo hace mucho tiempo. Pero por lo que sabemos, ese chico ha estado tocando desde el día que le quitaron los pañales. Por lo tanto, ¿qué pasaría si Eugenie Davies deseara ver a Gideon para convencerle de que no tocara nunca más?
– ¿Qué motivos podía tener para hacer una cosa así?
– Podría tratarse de un quid pro quo con Richard. Si su matrimonio acabó por algo que él había hecho…
– ¿Como dejar a la niñera embarazada? -sugirió Leach.
– O dedicar todas las horas del día a Gideon y olvidarse de que tenía una esposa, una mujer que estaba de luto, una mujer con necesidades… Eugenie pierde a su hija y en vez de tener a alguien en quien confiar sólo tiene a Richard, y a éste sólo le preocupa que Gideon no sufra un trauma, que no se deje impresionar, que no deje de tocar música, que no deje de ser el hijo que tanto ha admirado y que está a punto de hacerse famoso y que ha hecho realidad todos los sueños del padre, y qué pasa con ella durante todo este tiempo… ¿Qué pasa con su madre? Ha sido olvidada, abandonada a su propio dolor, y ella nunca olvida lo que pasó; por lo tanto, cuando tiene la oportunidad de apretarle los tornillos a Richard, sabe cómo hacerlo: cuando él la necesita tal y como ella le necesitaba a él. -Havers inspiró profundamente al final de toda esa frase y miró al comisario y a Lynley para ver su reacción.
Leach fue el que le preguntó:
– ¿Cómo?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cómo podía evitar que su hijo siguiera tocando? ¿Qué podía hacerle, agente? ¿Romperle los dedos? ¿Atropellarle?
Havers inspiró aire de nuevo y lo soltó con un suspiro.
– No lo sé -respondió, con los hombros caídos.
– ¡Bien! -exclamó Leach con un bufido-. Cuando lo sepa…
– No -le interrumpió Lynley-. Lo que dice tiene mucho sentido, señor.
– Debe de estar bromeando -replicó Leach.
– Tiene su parte de razón. Si aceptamos la teoría de Havers, tenemos una explicación de por qué esa noche Eugenie Davies llevaba la dirección de Pitchley apuntada en un trozo de papel. No hay nada de lo que hemos averiguado hasta ahora que lo explique.
– ¡Tonterías! -exclamó Leach.
– ¿Qué otra explicación puede haber? Nada la relaciona con Pitchley. No hay ni cartas, ni llamadas telefónicas, ni mensajes por Internet.
– ¿Tenía acceso a Internet? -preguntó Leach.
– Sí -respondió Havers-. El ordenador… -Se detuvo con brusquedad, tragándose el resto de la frase con una mueca de dolor.
– ¿«Ordenador»? -repitió Leach-. ¿Dónde demonios está ese ordenador? En sus informes no dicen nada de un ordenador.
Lynley sintió cómo Havers le miraba; después bajó la mirada hacia el bolso, donde empezó a buscar con afán algo que probablemente no necesitaría. Lynley se preguntó qué sería mejor en ese momento: decir la verdad o mentir. Optó por decir:
– Yo mismo examiné el ordenador. No había nada. Cierto, tenía algunos mensajes. Pero como no había nada de Pitchley, pensé que no había necesidad de…
– ¿De incluirlo en el informe? -inquirió Leach-. ¿Qué clase de trabajo policial es ése?
– Me pareció innecesario.
– ¿Qué? ¡Santo Cielo! Quiero que me traiga ese ordenador ahora mismo, Lynley. Quiero que nuestra gente lo examine como si fueran hormigas sobre un helado. Usted no es ningún experto en ordenadores. Podría habérsele pasado por alto… ¡Maldita sea! ¿Se ha vuelto loco? ¿En qué demonios estaba pensando?
¿Qué podía decir? ¿Que pensaba que así ahorraría tiempo? ¿Que se ahorraría problemas? ¿Que salvaría una reputación? ¿Que salvaría un matrimonio? Le respondió con cautela:
– Meterse en su correo electrónico no me supuso ningún problema, señor. Después de examinarlo, vimos que prácticamente no había nada que…
– ¿Prácticamente?
– Sólo un mensaje de Robson, y ya hemos hablado con él. Creo que nos oculta algo. Pero no creo que lo que oculta tenga nada que ver con la muerte de la señora Davies.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
– Es pura intuición.
– ¿La misma que le llevó a ocultar, o debería decir eliminar una prueba?
– Me lo dictó la conciencia, señor.
– No está en posición de hacer caso de lo que le dicte la conciencia. Quiero ese ordenador. Aquí y ahora.
– ¿Qué pasa con el Humber? -se aventuró a preguntar Havers.
– ¡A la mierda con el Humber! ¡A la mierda con Davies! Vanessa, consiga los malditos informes de la prisión sobre Wolff. Por lo que sabemos, tiene a diez personas en el puño, todos con vehículos tan viejos como Matusalén, y todos ellos guardan relación, de una manera u otra, con este caso.
– Eso no concuerda con lo que tenemos -protestó Lynley-. Lo que acaba de averiguar, lo del Humber, puede llevarnos…
– Acabo de decir que a la mierda con el Humber, Lynley. Por lo que a mí respecta, volvemos a la casilla número uno. Traiga ese ordenador. Y cuando lo haya hecho, póngase de rodillas y rece para que no informe a sus superiores de su comportamiento.
– Ya es hora de que vengas a casa conmigo, Jill. -Dora Foster acabó de secar el último de los platos, dobló con cuidado el paño de cocina y lo dejó sobre la estantería cercana al fregadero. Alisó los bordes con su característica atención a los detalles más microscópicos y se volvió hacia Jill, que estaba descansando junto a la mesa de la cocina, con los pies en alto y pasándose los dedos por los doloridos músculos de la parte inferior de la espalda. Jill se sentía como si llevara un saco de harina de veinticinco kilos en el estómago, y se preguntaba cómo sería capaz de perder peso para la boda, ya que ésta se celebraría dos meses después del nacimiento del bebé-. Nuestra pequeña Catherine ya está en posición. Es una cuestión de días. De hecho, podría nacer en cualquier momento.
– Richard aún no se ha resignado del todo al plan -le informó Jill.
– Conmigo estarás en mejores manos de lo que estarías sola en una sala de partos, con una enfermera que asomara la cabeza de vez en cuando para comprobar que aún estabas entre los vivos.
– Mamá, ya lo sé. Pero Richard está preocupado.
– He asistido cientos de…
– Ya lo sabe.
– Entonces…
– No es que piense que no eres lo bastante competente. Pero dice que es diferente cuando se trata de alguien de tu propia sangre. Dice que los doctores nunca operan a sus propios hijos. Si algo sucediera, el médico no podría actuar con objetividad. Una emergencia. Una crisis. Ya sabes a lo que me refiero.
– Si se produce alguna emergencia, iremos al hospital. Diez minutos en coche.
– Ya se lo he dicho. Pero me respondió que en diez minutos podría suceder cualquier cosa.
– No sucederá nada. Este embarazo ha ido tan fino como una seda.