– Sí, pero Richard…
– Richard no es tu marido -dijo Dora Foster con firmeza-. Podría haberlo sido, pero optó por no serlo. Y eso no le da ningún derecho a decidir. ¿Se lo has hecho ver?
Jill suspiró y respondió:
– Mamá…
– No me vengas con ese cuento de mamá…
– ¿Qué importa en este momento que no estemos casados? Nos casaremos: la iglesia, el cura, el paseo ante el altar del brazo de papá, la recepción en el hotel… Nos ocuparemos de todo eso. ¿Qué más necesitas?
– No se trata de lo que yo necesite -replicó Dora-, sino de lo que tú te mereces. Y no me vengas otra vez con eso de que fue idea tuya, porque sé que es una tontería. Has tenido tu boda planeada desde que tenías diez años, desde las flores hasta la mismísima decoración del pastel, y que yo recuerde, nunca mencionaste que te casarías después de dar a luz.
Jill no quería hablar de eso. Se limitó a decir:
– Los tiempos cambian, mamá.
– Pero tú no. Sí, ya sé que está muy de moda que las mujeres encuentren un compañero en vez de un marido. Un compañero, como si uno pudiera tener hijos con cualquiera. Y cuando los tienen, los pasean arriba y abajo sin sentir ni una pizca de vergüenza. Sé que eso sucede continuamente. No estoy ciega. Pero tú no eres ni actriz ni cantante de rock Jill. Siempre has sabido lo que querías, y nunca te has dejado influir por las modas.
Jill cambió de posición. Su madre la conocía mejor que nadie, y lo que estaba diciendo era verdad. Pero lo que también era verdad era que se necesitaba cierto nivel de compromiso para que una relación funcionara, y además de querer un hijo, quería un matrimonio que fuera feliz, lo cual nunca conseguiría si forzaba a Richard.
– Bien, ahora ya está hecho -contestó-. Y es demasiado tarde para cambiar las cosas. No tengo intención de recorrer el pasillo de la iglesia con esta pinta.
– Lo que te convierte en una mujer sin ataduras -apuntó su madre-. Por lo tanto, puedes decidir cómo y dónde quieres tener a tu hijo. Y si a Richard no le parece bien, ya puedes decirle que como escogió no convertirse en tu marido antes del nacimiento del bebé, tal y como se había hecho siempre, puede irse y no volver a aparecer hasta el día de la boda. Bien. -Su madre se acercó hasta la mesa, donde descansaba una caja de invitaciones de boda, a la espera de que alguien las enviara-. Voy a por tu bolsa y te llevo a casa, a Wiltshire. Puedes dejarle una nota. O puedes llamarle. ¿Quieres que te traiga el teléfono?
– No voy a ir a Wiltshire esta misma noche -replicó Jill-. Hablaré con Richard. Le preguntaré otra vez si…
– ¿Qué le preguntarás? -Su madre puso la mano sobre el hinchadísimo tobillo de Jill-. ¿Qué quieres preguntarle? ¿Preguntarle si le parece bien que tengas a tu hija…?
– Catherine también es hija suya.
– Eso no tiene nada que ver. Tú eres la que va a dar a luz. Jill, eso no es propio de ti. Siempre has sabido lo que querías, pero ahora te comportas como si estuvieras preocupada, como si tuvieras miedo de hacer algo que pudiera alejarlo de ti. Es una absurdidad, y lo sabes. Es muy afortunado de tenerte. Considerando la edad que tiene, es muy afortunado de tener cualquier…
– ¡Mamá! -Ése era un tema del que ya hacía tiempo habían decidido no hablar: la edad de Richard y el hecho de que fuera dos años mayor que el padre de Jill, y cinco años mayor que su madre-. Tienes razón, sé lo que quiero. Ya lo he decidido: hablaré con Richard cuando vuelva a casa. Pero no iré a Wiltshire hasta que hable con él y, desde luego, no pienso dejarle ninguna nota. -Le dio a su voz esa entonación de El Filo, un tono de voz que hacía tiempo que usaba en la BBC, el tono de voz que había necesitado para que las producciones se realizaran a tiempo y según el presupuesto acordado. Nadie se atrevía a discutir con ella cuando usaba ese tono.
Y Dora Foster tampoco discutió con ella en ese momento. Se limitó a soltar un suspiro. Observó el vestido de novia color marfil que colgaba de la puerta tras el velo transparente.
– Nunca me imaginé que sería así -afirmó.
– Todo irá bien, mamá. -Jill se convenció a sí misma de que así sería.
Pero cuando su madre se hubo marchado, se quedó con sus pensamientos, esos maliciosos compañeros de la soledad. Insistían en que reflexionara con atención sobre las palabras de su madre, lo que le hizo pensar sobre el tipo de relación que mantenía con Richard.
No quería decir nada que él hubiera sido el que había deseado esperar. La decisión había sido tomada con cierta lógica. Y la habían tomado de mutuo acuerdo, ¿verdad? ¿Qué importaba que hubiera sido idea de Richard? Había usado unos argumentos muy sólidos.
Ella le había anunciado que estaba embarazada, y él se había alegrado de la noticia tanto como ella. Él le había dicho: «Nos casaremos. Dime que nos casaremos», y ella se había reído al ver la expresión de su rostro, ya que parecía un niño pequeño que tuviera miedo de sufrir un desengaño. Ella le había respondido: «¡Claro que nos casaremos!». Después la había estrechado entre sus brazos y se la había llevado al dormitorio.
Después de hacer el amor, permanecieron abrazados y él le habló de la boda. Se había sentido en el cielo, durante esos gratificantes y agradables momentos de después del orgasmo, en los que todo parece posible y cualquier cosa parece razonable. En consecuencia, cuando le confesó que quería que ella tuviera una boda como Dios manda y no algo sencillo, le respondió medio dormida: «Sí, sí, una boda como Dios manda, cariño». A lo que él añadió: «Con un bonito vestido de novia. Flores y damas de honor. Por la iglesia. Con un fotógrafo y una recepción. Quiero celebrarlo, Jill».
Sin embargo, era evidente que no podrían hacer todos esos preparativos en los siete meses que faltaban para el nacimiento del bebé. Y aunque hubieran sido capaces de hacerlo, no habría podido llevar el bonito vestido de novia con esa barriga. Lo más práctico era esperar. De hecho, mientras Jill pensaba en todo eso, se dio cuenta de que Richard la había convencido para que cuando hubiera acabado de recitar todas las cosas que tenían que hacer para conseguir la boda que ella se merecía («No tenía ni idea de los muchos meses que… Jill, ¿te sentirás cómoda casándote en un estado tan avanzado de embarazo?») ella ya estuviera dispuesta a aceptar lo que le iba a decir a continuación: «Nadie debería disfrutar de ese día más que tú. Y como todavía eres tan pequeña…», le colocó la mano sobre el estómago para darle más énfasis. Era liso y tirante, pero bien pronto dejaría de serlo. «¿No crees que deberíamos esperar?», le había sugerido.
«¿Por qué no?», había pensado. Hacía treinta y siete años que esperaba el día de su boda. No le importaba esperar unos cuantos meses más.
Pero eso había ocurrido antes de que los problemas de Gideon hubieran cobrado protagonismo en la mente de Richard. Y los problemas de Gideon habían hecho que Eugenie apareciera en escena.
Jill se daba cuenta ahora de que la preocupación de Richard tras el concierto de Wigmore Hall podría haber tenido otra causa, aparte del hecho de que su hijo hubiera sido incapaz de tocar en público. Y cuando juntó esa otra causa con su aparente reticencia a casarse, sintió que cierto desasosiego la invadía, como si fuera un banco de niebla deslizándose en silencio hacia una orilla desprevenida.
Culpaba a su madre de ello. Dora Foster estaba muy contenta de estar a punto de tener su primera nieta, pero no estaba satisfecha con el padre que su hija había elegido, aunque era lo bastante inteligente para no decírselo abiertamente. Con todo, sentía la necesidad de expresar sus objeciones de forma sutil, y lo conseguía haciéndole dudar de la fe implícita que tenía con respecto al honor de Richard. No es que en realidad pensara que un hombre debía hacer «lo honorable». Después de todo, no vivía en una novela de Hardy. Cuando pensaba en el honor, se imaginaba que un hombre debía decir la verdad sobre sus acciones e intenciones. Richard decía que se casarían; por lo tanto, lo harían.